Neoliberalismo
Estaba erguido frente a la vidriera angosta de una
rotisería que rebosante de pollos dorados exhibía la máquina de spiedo.
Envuelto en una frazada grosera, comida ya hace tiempo por la polilla, el
hombre parecía hipnotizado por aquel espectáculo, donde las aves danzaban en sus ejes muy
juntitas, volviéndose más apetecibles en cada vuelta, cuándo sus pechugas se
ruborizaban al contacto del calor. A sus pies, lo rodeaban cuatro bultos que
ocupaban la vereda angosta. Tal vez, fueron estos obstáculos los que obligaron
mi detención, aunque también es cierto que podía haberlos evitado fácilmente.
Solo era cuestión de cruzar, o bien, transitar unos metros por la calle
cuidando que no pasen vehículos. Pero ahí quedé parado, observando como aquel
individuo sin edad sacaba su lengua y la guiaba, casi pasionalmente, por todo
el contorno de sus labios, llevando su pastosa saliva a la parte inferior de su
bigote poblado y a la superior de su barba sucia y enrulada. Aquel movimiento
lingual más el gesto de levantar las cejas, como si estuviese en una partida de
truco pasando gozoso a su compañero la seña de poseer el ancho de espadas, no
cambiaban para nada la orientación de su mirada. Ella estaba clavada allí, en
esa calesita sin música ni sortija, que daba vueltas sin interrupción,
mostrando que los 360º de la circunferencia pueden transformarse en 720 o en
1440, y lo único que cambia es el amarillo pálido, pasando al marrón habano,
merodeando por fin ese color cobre que nos indica majestuoso, que el pollo está
a punto para ser devorado, tragado, comido, mascado, roído, consumido,
engullido, absorbido.
La máquina continuaba rotando alrededor de su eje, el
hombre inmóvil, casi hipnotizado, parecía creer que con la fuerza de sus
pupilas iba a disolver el vidrio que lo separaba de la presa codiciada. De
pronto, se lo ve al rotisero extraer una espada atiborrada de aves mareadas y
bien cosidas. Un cliente le señala la elegida, la saca y vuelve a colocar la
espada con los no seleccionados, en ese carrusel donde las colombinas y
polichinelas, se transforman en valor de cambio.
El hombre aspira fuerte, su pecho enjuto, se ensancha de
golpe conteniendo el aire nuevo, los aromas apetitosos se cuelan por la puerta
entreabierta que dejó el cliente, a quién se lo ve alejarse satisfecho con
glotonería, para saborear, gozar, nutrirse, probar, degustar, sorber y si
quiere, hasta hartarse con ese envoltorio caliente y chorreante que lleva entre
las manos.
Nuestro hombre se desinfla, por primera vez un
movimiento, y es de fastidio, su mano derecha se eleva, para caer pesadamente
sobre su cuerpo. Se agacha y toma uno de los bultos que lo rodea. Esta vez, su
mirada se cruza con la mía descubriéndome, en su rostro se dibuja una muestra
de sorpresa, la mano libre la coloca sobre la vidriera del spiedo. Como si con
ella tomara una perilla de televisión hace el gesto de apagarlo, al mismo
tiempo que me dice: "estoy asqueado
de Almorzando con Mirta Legrand"
Eduardo Wolfson
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