Tembló Buenos Aires
Acabo con la ceremonia del baño y la afeitada. Los rayos de
sol en la ventana, que encandilan, me libran de la visión depresiva de los
hoteles viejos y descascarados, elementos al fin, de una escenografía
indispensable para un Buenos Aires gris, lleno de tristeza.
Cumplo con el rito mañanero, comprobar, si mi cédula ocupa
efectivamente el bolsillo interior del saco. Salgo, con la llave doy dos
vueltas a la cerradura y desciendo por este cubículo, que contradictoriamente
llaman ascensor.
El portero pregunta si yo sentí algo. Me dice que él
tampoco. Pienso que es una broma sui-generis que la poca capacidad, agudizada
por la hora, no me permite comprender. Igualmente la sonrisa no me sale, será
porque veo a ese individuo bajar de un Peugeot.
Apoya un atachet sobre el techo, lo abre, extrae dos extremidades
negras, una más ancha, otra más fina y larga, las encastra y forma una sola
pieza. Según las películas que suelo ver, eso es un arma. La tira en el asiento
del acompañante y el estuche en el trasero. Creo que mis ojos se abrieron más
que de costumbre, lo digo por la forma de cómo me miró el tipo antes de
colocarse un par de anteojos oscuros. Sus bigotes poblados, me muestran ahora
algunos dientes. ¿Será una sonrisa? Se sube al coche, arranca y sale como si
estuviese en el autodromo.
Voy a tomar el subte, camino por San José hacia Avenida de
Mayo. Una paloma, sobre las viejas cornisas tiene diarrea, mi hombro no llega a
escapar de la lluvia escatológica. Los lamparones blancos estacionados en mi
saco, me obligan a retornar.
El encargado, ahora lustra el frente dorado del portero
eléctrico, y aprovecha para desgarrar palabras con propietarios, proveedores, y
relojear a las mujeres que pasan por la vereda. Escucho que le dice a un cana: “en Chile debe haber sido terrible” No
me detengo, que me importa lo que pasa en Chile, tengo el saco cagado y
necesito buscarle reemplazo.
Me quedo mirando la mudanza de una casa semidestruida. Pero
¿qué sucedió? Cuando pasé ayer me llamó la atención una aldaba hermosa que
realzaba la puerta. Ahora no queda ni puerta, solo unos colgajos de madera que
se agarran de unas bisagras fuera de madre. El frente está lleno de agujeros y
la reja colonial de la ventana, es solo un nudo de hierro desparramado en el
zócalo. Unos colimbas sacan heladera, televisor, lavarropas y lo cargan en un
camión del ejército. Al lado mío un tipo ríe, le dice a otro: “seguro que fue el temblor”. Una vieja
me habla: “parece que a la madrugada se
llevaron a una pareja joven, tenían una beba que se la dejaron a la vecina.
Algo Habrán hecho… ¿no le parece?”.
Se acerca un tipo, nos ordena circular, pone su mano en mi
hombro, y me empuja contra una pared. Los otros continúan, la vieja incluida,
mirando el cordón de la vereda. El que me retiene viste de civil, pero la marca
de la gorra en la cabeza lo delata. Le entrego la cédula. Me cachea, hace
preguntas: “¿dónde vivo, dónde trabajo, cómo me llamo?”. Coteja mi documento,
pone cara fea, parece que le disgusta el apellido. Pregunta si es judío, le
digo que es inglés. Sonríe, creo ver que ensayando una sonrisa semi-sajona me
devuelve la identidad. Detiene a dos muchachos morochos manchados con cal, me
hace señas para que siga. Soy un tipo de suerte, me siento salvado por la
población originaria, respiro la libertad y deseo ardientemente, que al de la
marca de la gorra, lo inunde la diarrea de palomas, como a mí hace unas horas.
Una estación de servicio en Rodríguez Peña y Paraguay, me
sirve de atajo. La cruzo en diagonal. Tengo que esquivar una manguera que penetra
a un Falcon verde. Pensando en mi próxima potencial venta, casi atropello a un
tipo agachado, cambiando el número de patente, frente al baúl. No me detengo,
sigo, pero todo pasa en un segundo, también el Falcon verde con su nuevo
número, cuatro habitantes de anteojos oscuros, aireando Itakas, y chorreando
nafta. Camino hacia el centro, en las transversales saludan sirenas, y cruzan
como bólidos la bocacalle. La 9 de julio no es una frontera para despistados.
Espontáneamente nos esperamos, formamos un grupo, nuestras cabezas siguen las
alternativas de un partido de tenis inexistente. “Otra que el temblor”, opina uno que toma posición para largar la
carrera. ¡Y allá vamos!, hoy la competencia es de obstáculos, no funcionan los
semáforos. Casi llegando a la mitad, la formación es dividida por un auto
bomba, una mina agarra mi brazo, y pide que corramos juntos. Pasan otros tres
Falcon verdes antes de alcanzar la otra orilla. En Paraguay y Suipacha,
sobreviene el segundo pedido de cédula del día. Están cansados, no observan mi
apellido, revisan el portafolios pero sin mirarlo. “Son muchos los que hoy quieren entrar al terremoto”, dice el que
me franquea el paso. Rodeo el camión detenido de Juncadella. Dos guardias
privados, sincronizadamente, como espejo en el ballet, abanican sus armas, yo
interpreto que desean que circule. La sala de espera de López Saratiegui está
nutrida. Por suerte me ve y me llama. Desparramo sobre su escritorio las
novedades: código civil comentado, procesal penal actualizado, fallos plenarios.
“Ya no se puede vivir, ¡otra que
terremoto!, ¿sabés la cuota que me vino del Yachting Club?”, lo manifiesta
angustiado. Le insinúo mi interés por cobrar mi cuota. Su rostro se crispa: “probá dentro de diez días. Toda la plata de
las cuotas que debo pagar, la puse 7 días a plazo fijo, me gano por lo menos
dos cuotas del club.” Se queda con el código civil, me pide que lo agregue
a la cuenta corriente. En la calle todo el mundo corre y se agolpan en las
vidrieras de las casas de cambio. El dólar sube y baja, los arbolitos compran y
venden. Escucho que uno le dice a otro: “Yo
no sé como pueden vivir en Caucete” el otro le contesta: “¿A quién se le ocurre?”. Una mujer
vocea en Florida una hoja con las últimas tasas que ofrecen las financieras.
Intercala su verso con otro, que a veinte metros grita: “¡Tiembla Buenos Aires!” Los decibeles de sus voces se multiplican,
cada arremetida es más agresiva y parece la última. A un tipo se le cae un
sobre de cuerina, él lo acompaña hasta el suelo, se agarra el pecho, despide
espuma. Todos miramos, la gente está apurada y sigue, yo también sigo. Logro
comunicarme con un tal Bubi, buen dato, el tipo me mantiene por una hora, un
buen precio por los cien dólares que debo vender. La entrada del edificio es
ancha, se angosta pasando un mostrador. Hasta el segundo cuerpo, atravieso el
pasillo oscuro. Una luz mortecina se difunde desde una tulipa roñosa, que deja
adivinar el ascensor, más bien una jaula del tiempo de ñaupa, que para subir,
debe haber reemplazado el motor por rezos.
Una mina con atuendo hippie me acompaña en el túnel del tiempo. Ambos
nos sorprendemos golpeando a la puerta de Bubi. El tipo es amable, canoso,
tiene ganas de hablar. Se disculpa, a cada rato lo interrumpe una llamada
telefónica. Son cortas, pasa cifras, cierra tratos, anota con un lápiz sobre un
papelito rosa. Frente a nosotros y a espaldas de Bubi, una vitrina exhibe un
juego de patines femeninos. Observa adonde fueron a parar nuestras miradas, y
nos aclara: “soy importador y exportador
de artículos deportivos”. Le doy los
dólares, pide que cuente el dinero que me da a cambio. Mientras lo hago se
entretiene confesando sucintamente sus sentimientos: “Este país ya está perdido chicos. Ni veinte mil temblores nos van a
cambiar. Antes se producía, la gente trabajaba. Hoy todo es timba, se han
vuelto todos especuladores, van a terminar comiéndose los billetes, yo sé lo
que les digo”. Mi dinero está bien, me voy, recordando una frase de un
personaje de Onetti: “…los angelitos van
al cielo hasta sin bautizar”. La hippie se queda esperando unos verdes que
encargó.
Mirando la agenda puteo para mis adentros. Solo a mí se me
ocurre aceptar un cliente potencial en Flores, para que a lo mejor compre,
apenas un libro famélico. Me doy el lujo de dejar mi zona, ascender a un
colectivo repleto, cargando con todos los mamotretos llamados novedades. Voy
parado, cuidando que en el vaivén del transporte, los libros en rústica no
violen a los encuadernados. Las frenadas, golpean mi abdomen contra los
pasamanos, siempre ojeo a los códigos, parecen intactos. Los milicos detienen
al colectivo en el centro de la avenida Rivadavia. Hacen bajar al pasaje de
hombres. De espaldas a ellos, nos obligan a apoyarnos con los brazos en alto y
las piernas abiertas contra la carrocería. Por tercera vez en el día, me
despido de la cédula, se junta con otras, en la mano derecha de un tipo vestido
de fajina. Un corto de vista como yo, puede confundirlas con un mazo
plastificado de cartas de póquer. La lotería premia a un viejo. Le encuentran
dentro del bolso un tenedor y una cuchilla de asado. Lo sacan de la fila,
guardan la prueba del delito, lo suben a un celular. Nosotros recibimos la
orden de ascender y el chofer de circular.
Mi potencial compradora es una abogada recién recibida. Se muestra
preocupada por la ausencia de su socia. La última vez que la vio fue hace una
semana preparando un habeas corpus. Tanto ella como sus familiares recorrieron
inútilmente, hospitales y comisarías, para dar con su paradero. Se disculpa por
no sentirse en condiciones para seleccionar libros. Me pide una postergación,
ya que en forma urgente debe usar el último recurso: confeccionar un habeas
corpus. Otra vez en la calle, tacho de mi agenda, a la que quizá, hubiese sido
una de mis mejores clientas.
Son las 6 de la tarde, los paquetes de sabiduría jurídica
pesan más que nunca, por suerte el café con compañeros, me espera para
relajarme. José cuenta que a las seis y pico de la mañana llegaba con el tren a
Retiro. Apenas se despertaba, cuando divisa en la plaza San Martín, frente al
edificio kavannag, a un montón de minas en baby doll y tipos en calzoncillos, y
agrega: “¿A vos te parece?, a la hora que yo vengo a laburar los oligarcas
todavía están de orgía”.
Unos tipos enfrascados en pilotos oscuros, hablan con el
dueño de bar y nos miran. Decido dejar el dinero del café sobre la mesa, e
irme, así no gasto tanto la cédula en un solo día. Para sacar otra,
desperdicias como dos días de trabajo.
Otra mañana que acabo con la ceremonia del baño y la
afeitada. El sol asoma en la ventana y los rayos encandilan, me libran de la
visión depresiva de los hoteles viejos y descascarados. Sobre la mesa, reposa
el diario con un título catástrofe que ocupa la primera página: “TEMBLÓ BUENOS
AIRES”. Se ve que cada día estoy más distraído. No me di cuenta.
Eduardo Wolfson
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