"Siempre que llovió..."
Capítulo VI
Novela inaudita de Eduardo Wolfson
El
despacho del Intendente, en aquella jornada, fue un hervidero. Con el café
cotidiano, el ordenanza le trajo la novedad.
Sorprendido,
el mandatario le pidió que encienda el televisor. Se apoltronó en unos sillones
de cuero para ver con más comodidad el programa.
-No lo
puedo creer, toda la ciudad movilizada por el suceso, y yo, deshojando
margaritas en mi escritorio, ¡como siempre, el último en enterarme!
Convocó
a sus secretarios a una reunión urgente, sabía que la presión de los medios no
iba a permitirle permanecer callado.
El
escritorio oficial se atestó de personas que cuchicheaban entre sí, tratando de
no alzar la voz.
El
primer funcionario municipal impuso con silencio su presencia. La mirada
recorría al conjunto, pero en lo personal, cada asistente experimentaba ser el
examinado. Los murmullos se esfumaron progresivamente. El mutismo todavía se
extendió un poco más. Al fin, las palabras del hombre ofuscado, impactaron como
el estrépito de un huracán:
-¡¿Por
qué carajo, cuando pasa algo en esta puta ciudad, yo me entero tarde y por el
ordenanza?!
Los
asesores de imagen de la consultora norteamericana bajaron la cabeza, los
secretarios se pusieron rojos. Los primeros imaginaban la rescisión del
contrato y los segundos, el pedido indeclinable de renuncia. Pero nada de eso
sucedió.
Se
asombraron, cuándo insólitamente el mandatario empezó a desvestirse. Cambió el
elegante traje gris y la corbata, por una campera de cuero y un jean gastado.
Obligó a los chóferes a guardar la habitual limusina negra y pidió que dejaran
un jeep descapotado en la puerta del edificio comunal.
Junto a
los Secretarios, de economía, obras públicas y cultura, el Intendente abordó el
vehículo, que él mismo condujo.
Se
internaron por un camino estropeado que terminaba en la villa. El hombre,
animal político al fin, se detuvo, tomó en sus brazos a un chico asustado por
tanto alboroto, caminó unos metros a través de la purretada. Se colocó frente a
la cámara, avezado, esperó que lo tome en primer plano de la escena, entonces,
con su pañuelo, secó los mocos de la criatura y besó sus lágrimas.
El
Intendente desgranó unas sílabas improvisadas. Con una voz tenue, robustecida
en la medida que se afirmaban las palabras se refirió a la pobreza, y sobre
todo, se preocupó por destacar la proeza cotidiana de quiénes tienen el destino
de habitarla:
-…Por
eso, mi gobierno quiere premiar en estas calles de los confines de la ciudad,
la heroicidad de Virginia, una niña pobre, capaz de tener un acto de arrojo
para salvar la vida de su precipitado compañero, sin titubear, sabiendo que en
aquel trance podía desprenderse de su propia vida. Ahora voy a llegarme hasta
el sanatorio donde Virginia se repone, sabemos que ya nunca podrá ser una niña
completa, que su carácter se templa en magnos sacrificios que nos están
señalando un futuro, en cuya hechura participan también ustedes, como dije al
principio, con su proeza cotidiana de transitar la pobreza. Por eso, el premio,
que como símbolo voy a depositar en manos de nuestra querida Virginia, es una
distinción que todos ustedes merecen, deben sentirlo como de todos ustedes.
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