"Siempre que llovió..."
Capítulo VII
Obra inaudita de Eduardo Wolfson
Entre
tinieblas y dolores punzantes, Virginia se despertaba en aquella habitación desconocida.
Los
medios de comunicación capitalinos arribaban a la ciudad. La vereda del
sanatorio se transformó en una madeja de cables. Los movileros, cargando
pesados micrófonos y pequeños teléfonos celulares, pugnaban entre sí por el
mejor lugar.
La mujer,
desorientada por el origen del alboroto, salió a la calle. Al ver las cámaras y
el enjambre de gente tan bien vestida, ¡se asustó!
Para
adaptarse al nuevo paisaje frotó sus ojos. ¡Tantos años sin ocurrir eventos en
esa ciudad pueblerina! Trató de girar sobre sus piernas para llamar a su
esposo. No pudo.
Una mano joven y fuerte la contuvo. El rostro
lozano y vivaz invadió su campo visual, de golpe se advirtió temblando. El forastero
trató de tranquilizarla:
-No se
asuste señora, soy de la televisión.
Ella se
ruborizó, estremecida se auto observó: unas zapatillas viejas, a las que les
cortó el talón para convertirlas en chancletas, un batón estampado, desteñido y
manchado. El pelo grasoso, inundado de decrépitos colores, extinguidos antes de
llegar al crecimiento.
-La
casa, ¿es suya?
Desbordada por una conjunción de aromas,
fragancias dulzonas provenientes de su interlocutor, y emanaciones agrias de su
propia piel, sólo atinó a bajar la cabeza asintiendo:
-A la terraza, ¿se puede subir?
Esta vez, con un tono que
reconocía como materia prima un papel madera reseco y quebrado habitando su
garganta, ella contestó que sí.
-¿Podríamos subir con las
cámaras?
La mujer se atrevió a quitar la mano del
muchacho de su brazo y gritó:
-¡Federico!
Lo hizo varias veces. El marido
asomó por el pasillo con el mate en la mano. Avergonzado, con la cara atrapada
en un morrón rojo, se disculpó con el hombre trajeado:
-Uso esta musculosa en el
fondo... ¿sabe?
Entregó el mate a su señora y
extendió su mano al visitante.
-Le decía a su esposa, que si nos
permite subir a la terraza con las cámaras, el canal le pagaría muy bien.
El hombre se rascó la cabeza, de golpe, las
pocas ideas que le rondaban comenzaron a cruzarse formando un nudo gordiano.
Las últimas palabras tiñeron su pensamiento: “el canal le pagaría muy bien”.
Pensó, así en camiseta, que de aquel Mesías en
la puerta de su casa, en torno a un gentío desacostumbrado, no podía
desconfiar.
Aquella catarata de seres desconocidos y de
nuevas noticias, lo inhibieron para articular, aunque más no sea una frase
corta. Al fin optó por franquearles la entrada.
El aluvión fue imparable, por el
pasaje transitaron personas llevando trípodes, rollos de cable, teleobjetivos,
auriculares, cámaras y monitores. La pareja sólo logró proteger una maceta con
variedad de flores, que decoraba el ingreso.
Fueron
minutos, pero parecieron siglos lo que duró ese torrente humano.
Luego,
los dueños de casa pudieron cerrar la puerta, sonriendo a vecinos y vecinas que
pugnaban por enterarse.
Federico
observó cómo los intrusos sin perder tiempo, buscaban enchufes y la llave
térmica, le pareció que actuaban como espías profesionales, de esos que él bien
conocía a través de su televisor.
-Pero,
¿para que necesitan mi terraza?
Se
animó a interrogar a un muchacho vestido con jean y camisa negra, que trataba
de aislar unos cables con cinta.
-Para
tener un primer plano de la piba amputada cuando abran la ventana de la
habitación.
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