ÚLTIMO CAPÍTULO de
"Siempre que llovió..."
Capítulo XLV
Eduardo Wolfson agradece la paciencia que han demostrado, semana a semana, los lectores de esta obra inaudita e inedita. Allí va el último tramo. Pero dice el autor: "No crean que se han salvado. Siempre enviaremos algo por "el que va contando". Se aceptan amenazas, siempre que sean virtuales".
-Sin lugar a dudas, podemos
afirmar que, a pesar de haber sacrificado sus piernas en un acto de bondad
inmensa, ¡Virginia murió de pie!
El encuadre, lo redondeó el
movilero al comienzo de la nota.
Las cámaras lo tomaron en la
intemperie, soportando una lluvia fina que le empapaba el rostro. Sus pies
chapoteaban en un barro desvanecido, y por detrás, las viejas chapas oxidadas,
estructurales en las casillas de la villa, le servían como marco a sus
estrategias poéticas, metáforas totalmente improvisadas e inspiradas, sobre
aquel cuadro de muerte y desolación. Con su rostro atribulado y voz
apesadumbrada, prosiguió:
-Nos encontramos en
la puerta del que fuera hasta hoy el hogar de la niña.
Con nuestras cámaras queremos
documentar, pero al mismo tiempo respetar el profundo e irreversible dolor de
aquellos que hoy velan a esta inocente.
Recordemos para nuestros
televidentes, que hace tres años, por salvar a su compañerito de juegos, este
ángel, en aquel momento de solo diez años, fue arrollada por una locomotora,
logrando sobrevivir, pero dejando en esas vías insensibles, carentes de toda
bondad, piedad, indulgencia y asistencia, sus dos hermosas piernas.
Si la cámara me acompaña, quiero
mostrarles al grupo de personas, que a pesar de la lluvia intensa y del lugar
inhóspito, se encuentran congregadas para dar el último adiós, a esta
adolescente que supo ganarse la inmortalidad, al estar presente en cada uno de
los corazones de los habitantes de este pueblo y de quiénes la conocieron
personalmente, o de esos otros, que supieron, como homenaje, derramar una
lágrima cuando se enteraron de su corta, pero fecunda historia.
Imágenes
del sufrimiento de los presentes, acompañaron las palabras del reportero. En un
salón con piso de tierra, improvisado como capilla ardiente, se apiñaban.
La
mayoría eran mujeres con pañuelos negros cubriendo su cabeza, el resto, chicos
de corta edad, muchos descalzos, doblemente atraídos en su curiosidad. Por un
lado aquella tristeza que se respiraba frente a un cajón famélico y tantas
velas, y por otro, aquellos aparatos y luces singulares que desplegaba la
tecnología televisiva.
El
periodista apartó a una mujer y le acercó el micrófono, ella, como avergonzada
bajó la cabeza. Junto al primer plano se escuchó la pregunta:
-¿Usted
cree que esta muerte se pudo haber evitado?
La
entrevistada daba muestras claras de aturdimiento:
-Yo no
sé, el señor dispuso que fuera así, ahora la pobrecita Virginia debe estar
junto a él.
-¿Ya
saben donde y cuando será el entierro?
-Tengo
entendido que los padres querían que descansara en el lote de un cementerio,
que les regaló el que era Intendente cuando pasó lo del tren. Pero parece que
no va a poder ser.
- ¿Por
qué?
- Es
algo de la municipalidad. Creo que dicen que deben todos los impuestos del
terreno.
- Las
donaciones que se recolectaron en aquel programa especial, cuando sucedió la
tragedia, ¿aliviaron en algo el dolor Virginia?
-
Algunas cosas sé que no llegaron.
- Usted
me dice ¿qué prometieron y no cumplieron?
- ¡No!,
pero por ejemplo, ¿se acuerda que alguien regaló el techo para la casa nueva?
- Sí
recuerdo.
-
Bueno, pero nadie dio la casa nueva.
- Pero
el viaje a Chapelco, ¿la criatura lo pudo hacer con su madre?
- ¡No!,
porque nunca les alcanzó para los pasajes.
- ¿Qué
pasajes?
-
Claro. Porque la agencia de viajes le regaló las noches de habitación y algunas
comidas, pero nadie dio los pasajes.
La
lluvia, las chapas oxidadas y el barro, fraternales infaltables en el velorio
de la villa.
Sobre
aquellas sombras que derrama el olvido, sucedió todo casi sin resignación, como
algo natural.
Esta
vez no hubo funcionarios, ni prelados importantes, ni equipos interdisciplinarios,
ni artistas y mucho menos intendentes o gobernadores. Tampoco hubo coronas
enviadas por los comerciantes de la ciudad, solo algunas flores de plástico, un
ataúd clavado sin cepillar, y muchísimos pobres.
También
estaban aquel camarógrafo y el reportero del canal nacional, ahora sí, como
único medio dando a conocer su primicia.
Una de
las imágenes mostró a Juan, aquel compañerito de Virginia, pero tres años
mayor. Llevaba por los pasillos, una silla de ruedas repleta de cartones.
Poco
antes de partir en marcha hacia el cementerio, el Director de noticias del
canal le comunicó por celular a su movilero:
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