Los porta retratos
El sol separa las luces y las sombras de la manzana. Del otro lado, en la calle paralela, la arboleda se agita suave, verde, resplandece molesta encandilándolo en su fronda. Los lentes sucios, sus ojos irritados, lo obligan a agachar su horizonte. Con el índice y el pulgar, a cada lado de la nariz, refriega la picazón que aguijonea entre sus pestañas. La visión tan corta no puede dar crédito a la imagen difusa, será el espectro de una mujer se pregunta. A esta altura, distintas densidades avanzan juntas por la calle paralela. Mientras, su rostro construye un camino de arrugas, son como surcos labrados en una escultura de piedra. Hasta ahora camina lento por la plaza. Por culpa del rictus, su dentadura superior postiza se refresca a la intemperie. Se deja caer en un banco de madera, usa la mano como palanca con punto de apoyo en el respaldo. Se desplaza a lo largo hasta quedar completamente extendido. Casi sin sentido, advierte que su cabeza descansa sobre la falda de la mujer, la misma que le ofreció un té laxante a la salida de la pensión, y que él rechazó. La pensión, aguantadero, tugurio, términos sistemáticamente degradados que incorporó a su léxico para amortiguar el choque con la certeza del final. Aquel individuo que lo llamaba compañero, todo lo que hizo al fin es depositarlo en aquel espacio maloliente. Una cama desvencijada, un ropero de una hoja y sin espejo, y cuatro paredes, con una mixtura de pinturas y papeles, pretendiendo detener la humedad. Sin ventanas, solo una puerta angosta sosteniendo una claraboya, que muy de vez en cuando era penetrada por un rayo escuálido de sol, abanicado y acabado en la cabecera de la cama fundando líneas, que junto a la imaginación del que la padeciese, implantaba una figura. Él, que si de algo se había jactado, era de su
El sol separa las luces y las sombras de la manzana. Del otro lado, en la calle paralela, la arboleda se agita suave, verde, resplandece molesta encandilándolo en su fronda. Los lentes sucios, sus ojos irritados, lo obligan a agachar su horizonte. Con el índice y el pulgar, a cada lado de la nariz, refriega la picazón que aguijonea entre sus pestañas. La visión tan corta no puede dar crédito a la imagen difusa, será el espectro de una mujer se pregunta. A esta altura, distintas densidades avanzan juntas por la calle paralela. Mientras, su rostro construye un camino de arrugas, son como surcos labrados en una escultura de piedra. Hasta ahora camina lento por la plaza. Por culpa del rictus, su dentadura superior postiza se refresca a la intemperie. Se deja caer en un banco de madera, usa la mano como palanca con punto de apoyo en el respaldo. Se desplaza a lo largo hasta quedar completamente extendido. Casi sin sentido, advierte que su cabeza descansa sobre la falda de la mujer, la misma que le ofreció un té laxante a la salida de la pensión, y que él rechazó. La pensión, aguantadero, tugurio, términos sistemáticamente degradados que incorporó a su léxico para amortiguar el choque con la certeza del final. Aquel individuo que lo llamaba compañero, todo lo que hizo al fin es depositarlo en aquel espacio maloliente. Una cama desvencijada, un ropero de una hoja y sin espejo, y cuatro paredes, con una mixtura de pinturas y papeles, pretendiendo detener la humedad. Sin ventanas, solo una puerta angosta sosteniendo una claraboya, que muy de vez en cuando era penetrada por un rayo escuálido de sol, abanicado y acabado en la cabecera de la cama fundando líneas, que junto a la imaginación del que la padeciese, implantaba una figura. Él, que si de algo se había jactado, era de su
Su vida se catequizaba en el efecto multiplicador de un
cúmulo de ausencias que lo acompañaban transparentes por espacios verdes. En el
hospedaje, sus ausencias eran presencias en una fila de porta retratos
compartiendo el espacio estrecho. Cada anochecer Iluminaba el cuchitril con una
lámpara enmarcada en telarañas, que por impotencia ofendían la intensidad casi
nula de su luz. La ceremonia rutinaria, casi religiosa, consistía en pasar una
franela desempolvando los vidrios que amparaban las imágenes cronológicas de
amigos, novias, compañeros de lucha, y por fin, su árbol genealógico. Luego
repasaba bajo la escasa luz y su poca vista, una por una las fotos. Sus ojos
secos le impedían la lágrima y le inducían ardor. A la última noche, tuvo la
certeza que un socavón minero la penetraba. Al día siguiente, la casera
acompañó a los obreros municipales hasta el cuartucho. En el interior del cajón
claveteado y sin cepillar, colocaron cuidadosamente los porta retratos. No
hallaron cadáver. La mujer se asombró cuando depositaron el último, su
inquilino desaparecido sonreía.
Eduardo Wolfson