Juegos meteorológicos
Presagiaba el atardecer en el cielo plomizo. Sintió que la pena se
acalambraba sin resplandecer el sol.
La marejada le trajo el espejismo de cerrar la herida. El aire tibio la
ilusión de un feriado largo.
Un remolino lo distrajo del sol, sirviéndole la frivolidad para
secuestrar vírgenes.
El agua que en su momento bajó de la sierra, reposó escarchada
cristalizando un limo verde, hemorrágico.
Las nubes bajas presintieron lluvia, el viento adhirió en sus prendas,
diminutos, invisibles granos de tierra.
En las esquinas los tornados extraviaron su trayectoria,
desacostumbrados a esquivar a tanto forastero.
A pesar de la tierra bien sembrada, no pudo evitar que el temporal segara
al maíz antes de cosechar.
Anocheció, muy pocos vieron como el sol, una bola de fuego, se desplomó
detrás de las vías, convertido en una píldora.
Aquella noche, los enamorados se
sobrecogieron al ver caer una estrella, derramaron sus fluidos bajo algunas
gotas pero, al fin, la lluvia fue amputada.
El temporal trajo un alboroto
inesperado entre puertas abiertas, dejando apenas un frío modesto.
Entonces fue que oyó el estruendo de las siete trompetas, creyó ver el
cielo limpio y el sol brillante. Sin embargo, nada pudo ocultarle al invierno.
Los visitantes con olfato percibieron el olor del ajo traído por la brisa.
Pero él pensó en el sudeste, con la esperanza que se acabe el saqueo de la
sequía.
Fue después que las aguas ardieron en
la confluencia, por suerte el estallido del granizo las enfrió.
Mientras tanto, algunos extraños visitaron las playas de la ciudad y se
sorprendieron al no encontrar el mar.
Los provocadores de pánico facturaron
la idea del Apocalipsis, solo los distraídos, mirando las estrellas no
advirtieron el pozo.
Afuera, los relámpagos jugaron a entramarse. Adentro, él espió un universo
por el ojo de la cerradura.
Una nube muy blanca dividió al cielo ocultando al sol. Creyó entonces
divisar religiosamente, el principio y el fin.
Las sendas anchas que acogieron al granizo se quedaron sin estrellas. En el
horizonte sólo vio negrura.
La gran antorcha incendió al cielo de la rayuela. Del otro, como
homenaje cayeron cenizas.
La lluvia pareció darle vida, pero el viento amontonó sus restos, quedando ciegos
para apreciar la belleza del arco iris.
La ráfaga avivó el fuego, y la noche, no pudo ocultar otros tiempos en
los mismos espacios.
El pampero sopló fuerte, empujó hacia la capital. No llevó truenos que
avisen su paso.
Cuando volvió la calma a las calles, miles de hojas depositadas se
hicieron colchón recibiendo el brillo de una luna llena. Pero él no lo
advirtió, miraba televisión.
El fragor llegó del mar, mordiendo el polvo, cargando materias de
desecho, regando flujos abisales. Se preguntó ¿se trataría del caos anunciando
su derrumbe?
Las aguas del río y el océano chocaron, y toda la hierba verde fue
espectadora de esa magnificencia.
La lluvia, el viento y el frío amainaron, pero el piquillín, lo
acorraló en las calles con sus nervios
anudados.
Experimentó su mediocridad cuando el soplo del norte en lo negro. Divisó
incendios reducidos y locura.
Pero la jornada fue diáfana, la bóveda celeste resplandeció magnifica
aquel mediodía. Sin embargo, el aguacero llegó de afuera y de repente, sin
resignar su turno para esconder nada.
La noche y el hombre, acostumbrados a las brisas marinas, se sacudieron atónitos
cuando azotó el temporal.
Resistió con su optimismo. Se dijo que la primavera llega con la
transparencia del manantial, toman fuerza los colores y el cielo se llena de
azul. Es la estación perfecta para desdibujar los grises del ánimo.
Pero una voz interior lo alertó: después llega el verano, y trae la melodía
del silencio, los calores, y también la sed, que se entremezcla con el polvo
irrespirable y lucha por saciarse en un pozo de agua agotado.
Pensó que más allá del frío se respira una meteorología propia, la de la
espesura desflorada.
Después de todo, con religiosidad, notó que la tormenta pasó como un
rito propiciatorio. Dejó el fango que todo lo embadurnó.
Esa noche, un par de ojos,
simularon para él, ser espejos de agua para que naveguen las estrellas. El
amanecer aquietó las pasiones, y trajo el balbuceo de un mar que no adivinó sus
orillas.
La luz solar del mediodía cegó a
una ramita en el torrente.
La ráfaga se convirtió en vendaval, se quemaron campos, lo adivinó en el
cielo.
Fue la nieve que le trajo insomnio y abstinencia, borrando cualquier traza
o indicio sobre el páramo.
La cerrazón le predijo aguacero y, por último, la presencia espasmódica de
su vida.
Después ya lo saben, el eclipse fue
total. Jirones rojizos sangraron gráciles desde el cielo. El poniente, la
lluvia y el calor ácido penetraron la eternidad.
La noche, a pesar de quedar inmóvil para los tiempos, no pudo ocultar los
oídos descuartizados.
Eduardo Wolfson
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