"Siempre que llovió..."
Capítulo XXVII
Obra de Eduardo Wolfson
En aquellos días Benito, el
hombre de la puerta, cobró una fama inusitada. Nació en esa misma casa, frente
a la plaza principal, cuarenta y tantos años antes.
Su primera escala fue en la
primaria localizada a dos cuadras de su domicilio. Más que engrosar sus
conocimientos, con el pasar de los grados fue robusteciendo su cuerpo. Su
abdomen creció en forma desproporcionada, mientras que su prometedora altura quedó
inconclusa, sin fuerza para seguir escalando unos pocos puntos más que el metro
y medio. Nunca fue escolta de la bandera, ni monitor, y jamás, fue elegido por
algún maestro para recitar unos versos cortos en un acto patrio.
Un día, a sus compañeros les
resultó cómico, es que aquel guardapolvo con los botones a punto de estallar,
semejaba la cincha de un percherón auténtico. Su misma madre supo confesar en
el almacén: “el muchacho no queda bien en
ningún sitio”.
En su infancia, vergonzoso por su
presencia, perdió cumpleaños y kermés con cine en la parroquia.
Cuando le llegó la adolescencia,
su padre piadoso, una noche oscura y sin luna, lo introdujo en un burdel por la
puerta de atrás, para no despertar las suspicacias de los alegres visitantes. Fue
la forma que encontró Benito para saber, que el sexo compartido resultaba algo
más placentero.
Para él no hubo enseñanza
secundaria, sólo el escalón en la puerta de su casa, llueva o truene, desde
temprano, acogía sus asentaderas amistosamente.
A los vecinos, su presencia se
les hizo familiar en aquel lugar. Algunos apurados, lo saludaban apenas levantando
el brazo, otros que transitaban en coche le dejaban su cortesía con la bocina y
las mujeres, más propensas a las tertulias, le cedían “un buen día o una buena tarde”, según la ocasión.
Benito en el acceso de su casa
hacía horario corrido. A la mañana un mate entre las manos, al mediodía un
sándwich, un vaso de vino y la nariz tomatada e hinchada con tumoraciones. Por
la tarde, otra vez el mate pero con facturas.
Sin proponérselo se convirtió en
parte del paisaje, y se volvió un referente con condiciones para dar pistas
sobre lo perdido. Cuando un chico travieso desaparecía, Benito proporcionaba a
la madre preocupada, el horario en el que pasó el pequeño inadaptado y las
coordenadas de continuación de su itinerario. También, el hombre se transformó
en un mensajero de absoluta confianza para todos los ciudadanos, que en algún
momento del día, indefectiblemente trajinaban por esa zona.
Benito memorizaba el recado, y
cuando veía pasar a su lado al destinatario, le pedía que le acerque la oreja,
y en la mayor discreción, sin olvidarse un detalle transmitía lo encargado: “Pasó Alberto...te espera en lo de Manolo a
las 6, no faltes...dice que vos sabes”.
La mensajería de Benito creció,
porque sin proponérselo, compensó una necesidad de comunicación pueblerina. Los
adeptos históricos lo consideraban un servicio gratuito, eficaz y ventajoso. De
algunos funcionarios, profesionales, empleados y también amas de casa, partían
a veces frases agradecidas y recuperadoras para el ánimo: “¡Hay!, que sería de mi vida si no estuviera Benito”.
Todo
empezó a cambiar cuando aquel tren endemoniado, cruzó estruendosamente esa
curva, acarreando perversamente las piernas de Virginia.
Aquella
mañana, nefasta y fría, Benito ya estaba en su sitio. Vio como todos los días
el amanecer, fijando su vista en el horizonte extendido, interrumpido solo por
la presencia de algunas casas chatas. El silencio edilicio de la hora, era la
mejor melodía que lo mezclaba con la naturaleza.
El
rápido, habitualmente llegaba atrasado, su falta de puntualidad posponía la
irrupción del silbato y su consabido traqueteo sobre las vías, sonidos
resueltos, conquistadores del ejido urbano. La asistencia a deshora del tren,
era para Benito lo diferente, su ruptura corriente con la rutina. Después,
estaba casi todo previsto como un mecanismo de relojería.
Al llegar
a la puerta aspiraba hondo, gozando los aromas de las calles desoladas, llevaba
la cuenta de las cortinas metálicas de los comercios que se abrían, en el orden
establecido. Primero el panadero, luego el carnicero, el bar de la derecha y el
de la izquierda. A las siete en punto pasaba el Juez Larrondo, lo hacía con la
cabeza gacha, mirándose los zapatos y rumiando cosas de viudo acostumbrado a
hablar solo.
Naturalmente,
ese día Benito contabilizaba en su pensamiento el atraso del tren, más tarde,
percibió como desde la lejanía el traqueteo de la formación sobre las vías se
evidenciaba: “Ahora viene el silbato” pensó.
Lo esperaba con sus ojos cerrados y sus oídos muy atentos. Pero una décima de
segundo antes, un chirrido terrible lo sorprendió.
De
golpe, su cuerpo voluminoso tembló y se estremeció obrando como una marioneta.
La
gente, sin darle tiempo a reaccionar, comenzó a llenarlo de mensajes: “Benito, cuando pase mi mujer le decís que estoy en las vías”. “Dicen que
destrozó a una piba, avísale a Héctor que no se lo pierda”. “Si vienen los
muchachos, los espero en la curva, que parece que el tren agarró a dos en mitad
del acto ¿vos entendés?”. “Si viene el trompa, fui a ver a la chirusa de la
villa, que se quiso suicidar en el tren porque no tenía plata para pastillas”.
“¡Hay pobrecita!, avísale a Doña María que me traiga la mantilla negra a la
iglesia y que venga a rezar por ese ángel del señor”.
Benito
tomó conciencia de que ese sería un día cargado, pero nunca imaginó que su
pequeña red de comunicación, en pocas horas más se encontraría paradójicamente
colapsada pero en franco crecimiento.
Ese
mediodía, cuando su madre le alcanzó el tradicional emparedado de panceta con
pepinos y el vaso de vino, quedó desconcertada. Frente a su hijo, vio una
multitud de personas formadas en hileras paralelas. El primero de la fila de la
derecha acercaba la boca a su oído y recitaba un mensaje, el de la izquierda,
al mismo tiempo y al contrario, acercaba su oreja a la boca de Benito y
escuchaba el recado que alguien le había dejado. Cuando el varón, desde su
umbral, visualizó los bajos de la pollera de su madre, compasivamente levantó
sus brazos y abrió la palma de sus manos, en actitud de frenar a los próximos
consumidores de su servicio, para poder almorzar.
Se tomó
solo quince minutos, que sirvieron también para intercambiar algunas nuevas
pautas de organización con su ascendiente.
Pocas
horas más tarde, los progenitores de Benito, con unos cartelones colocados a
cada lado de la puerta, ordenaron definitivamente las filas, indicando cual era
la de emisores y la de receptores respectivamente. Estas no fueron las únicas
correcciones que hicieron al sistema, era necesario por una parte, aumentar la
capacidad de memoria de Benito y por otra, obtener una mayor velocidad en el
ingreso y transmisión de mensajes. En este sentido, la madre fue la más
emprendedora.
Para
ayudar a su primogénito, repartió hojas y lapiceras entre la gente para que
anoten su misiva, encabezada por el apellido y nombre del destinatario, luego
por orden alfabético, el padre las depositaba en un archivo sobre las rodillas
de Benito.
En las
primeras horas del día siguiente, con pocos parroquianos, el núcleo familiar
tuvo un tiempo para la autocrítica. Se observaron entre sí, y comprobaron, el
estado deplorable que presentaban. Demacrados, sucios, hambrientos, agotados.
La
madre, auxiliadora, preparó una jarra de café bien fuerte y amargo. Entonces
tomaron conciencia del gesto familiar. No dudaron un instante en servir como
gente honesta, de toda la vida, a su comunidad. Espontáneamente, los padres, al
ver a su hijo desbordado corrieron en su ayuda, para sostener el servicio. Pero
así, solidariamente, aquella epopeya no soportaba otras jornadas consecutivas.
Volvieron a mirarse, y devotamente se tomaron los tres de las manos, llegando a
la conclusión que era indispensable cubrir los costos de los elementos
utilizados, reemplazar la remuneración que el padre aportaba con sus changas al
hogar, y sobre todo, asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo.
Estuvieron de acuerdo, en la necesidad de cobrar la recepción y expedición de
mensajes escritos cincuenta centavos, y los orales, un peso, por el esfuerzo de
retención y confidencialidad de los mismos. Se comprometieron a variar los
precios, únicamente, según la oferta y la demanda.
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