(1982) El que no toma whisky es…
-¡José!, serví una vuelta de whisky para todos.
El escribano irrumpe sentando su plaza. A pesar de su
euforia mañanera, no puede evitar que el frío se filtre en el bar. Levanto la
vista del diario, sorprendido por esa animosidad desusada.
Me pregunto si el escribano habrá gestado su mejor
escritura, o tal vez, colocó en hipoteca algún dinero de clientes, con el mejor
interés. Su rostro enrojecido y ojos chispeantes, me demuestran que el tipo,
por lo menos, acaba de alcanzar la felicidad.
José, limitando su sonrisa a una diminuta luz entre los
labios, permanece inmóvil detrás del mostrador. Creo que tomó a broma el
insólito pedido.
–Te
dije que sirvieras una vuelta de whisky para todos, y para vos también, hoy hay
que festejar, ¡Carajo!
Un film del far west se reproduce en el barrio de
Tribunales.
Mi impresión es que el notario ha crecido, si hasta ayer
nomás era un hombrecito aterido, que tomaba su café en la barra, dejaba las
monedas, y se marchaba, rezongando, sin saludar.
Contando a José y al escribano, somos siete en total, los
mismos parroquianos de todos los días a esta hora, las 9.45.
-
Dale José, ¡serví, que quiero brindar con todos!
Le
agradezco al escribano el convite, pero lo rechazo, excusándome:
- De mañana me caen muy mal las bebidas alcohólicas.
Su
voz truena, tanto, que me sacude la vibración que produce sobre la cristalería.
- ¡No voy a permitir que me desprecies pendejo!
Siento vergüenza, trato de cubrirme para ganar tiempo y
ensayar otra disculpa, pero calculo mal. Me arranca el Clarín, y de prepo,
despliega la portada:
- ¿Se puede saber que lees vos?, no te das cuenta pelotudo,
¡hundimos al Sheffield!
Arroja el diario en la mesa, yo busco complicidad en los
otros, pero todos esperan la llegada de las musarañas.
José, el único que tiene una sonrisa dibujada, sirve sobre
los siete vasos que puso en fila, una medida y alguna yapa. Me sale la voz
atiplada:
- Créame escribano que no puedo tomar alcohol a esta hora.
Las fosas nasales del energúmeno, son dos bocas de entrada a
túneles insondables. Toma uno de los vasos servidos, y torpe, lo golpea sobre
mi mesa. El whisky salpica mi corbata. Intento secar la mancha con una
servilleta de papel. Se coloca a mi lado, suda profusamente, su sobretodo negro
me oscurece la visión. Retumba la exclamación en mis oídos como si estuviese
debajo de una campana.
- Aquí, el que no toma whisky es un inglés… ¿me entendés?
Por fin me deja respirar, lanzando rugidos logra llegar a la
barra. José le alcanza los vasos restantes, y él los acerca a las mesas.
-Tomen, tomen, celebremos, ¡se dan cuenta!, los ingleses son
nuestros bebés de pecho.
Los otros levantan los vasos, escucho un ¡Salud!, a coro. Mi
mirada y sus pupilas dilatadas se encuentran.
Se la agarró conmigo. Solo centímetros separan su aliento y
mi embarazo.
- ¿Por qué no levantás la copa?
Siento el examen de todos. El escribano trata de vencer mi
puño cerrado para que me alce con el vaso.
- Decíme ¿acaso sos un antipatria vos? ¿Tenés idea de los
ingleses que matamos?
-Ya le dije que me hace mal.
Muestra los dientes, le rechinan. Me abandono, alargo la
mano, y voluntariamente, acaricio el cristal buscando que el poseso se
tranquilice.
- Dale, tomá un traguito…así, muy bien, ves que hasta los
maricones pueden tomar.
Contengo el kerosén en la lengua, pero se abre paso. El
líquido baja, un ardor presentido, me dobla. Escucho las carcajadas de los
demás. El embuche afectó mi perspectiva, el local fluye elásticamente, me
esfuerzo para erguir la cabeza. José y su mostrador permanecen quietos en un
oleaje marino. La mano del dictador de escrituras pinza mi cuello.
- A ver criatura dejame verte los ojos.
Reconozco el resplandor de un diente de oro sobre mí.
-
¡Oia!, son azules, color de chichipío fayuto.
Otra vez las carcajadas serruchan mi cabeza. Estoy
paralizado, trato de impartirle orden de acción a mi cuerpo, pero no llego. El
tipo no suelta mi cuello y nadie lo detiene.
- Sabés que estamos en guerra ¿no? ¿Tenés idea de lo que les
pasa a los traidores a la patria en tiempos de guerra?
Las risas se mechan con aplausos. Menos yo, los otros gozan
con la arenga. Por suerte saluda a su público, y abandona la presión sobre mi
nuca. Alza sus brazos, como si fuera Perón en la plaza.
- ¡Hundimos al Sheffield señores, vamos a tomarnos otra
vuelta, yo pago!
Supongo que me olvidó. Respiro hondo, creo que tengo fiebre.
Debo recuperarme y huir. Lo voy a lograr si mantengo un bajo perfil.
El maldito me da la espalda, tienen otra vez las copas en
alto, formaron un círculo, todos parados en el espacio que queda entre las
mesas y la barra. Se vuelve, me mira.
- José, llénale la copa a él también.
Inmóvil, dejo que José vuelque la botella sobre la medida, y
que a continuación, derrame una yapa. Palmea mi hombro, intuyo que se trata de
un gesto consolador.
- Y ¿qué esperas para tomar?, ya está pago.
No deja de hostigarme, y los otros le sirven de hinchada. No
voy a ofrecerle resistencia, es inútil. Deslizo la mano sobre la mesa hasta
alcanzar el vaso, un dolor punzante me atraviesa las sienes. Mojo voluntariamente
mis labios en el whisky. El perverso ríe, socarronamente me encandila su diente
de oro.
- Vos, ¿No serás uno de esos zurditos a los que les
perdonamos la vida? Aunque tenés cara de ruso. Bueno, puede que seas zurdo y
ruso, son dos delitos muy graves. Sobre todo cuándo vienen juntos, y en tiempos
de guerra.
Se sienta a mi lado, el resto rodea de pie mi mesa. El
silencio es sepulcral, esperan mi descargo.
Pronuncio palabras, quiero organizar alguna frase. Mi voz
emite temblorosa, me cuesta afirmarla:
- Escribano, ya se han divertido bastante, me tengo que ir a
trabajar
- Nuestros soldados se están jugando la vida y vos decís que
nos divertimos.
- Esto no tiene que ver con los soldados
- ¡Ah! No. Cuando las invasiones los jodimos con aceite
hirviendo para que sepas.
- Pero eso fue en el tiempo de la colonia.
- Si, y ahora les hundimos el Sheffield, tenés idea de
cuantos ingleses matamos. Y vos no querés festejar.
- También habrán muerto unos cuantos argentinos.
- ¿Y qué?
- Que no estamos hablando de un campeonato de fútbol,
escribano.
El tipo, perturbado, salta como un resorte, lo sostiene la
barra. Se vuelve, lo escucho rumiar, luce desencajado. La bronca, le crece con
violencia. Ya no se ríe, ahora es un amasijo tensionado, con globos oculares a
punto de estallar. Brama frases sueltas, no lo entiendo, son como principios de
palabras que se disuelven en lamentos. No nos mira, alza la cabeza y engendra
un alarido.
- ¡Judas, estamos llenos de Judas!
Como ya es natural, se descarga en mí. Sus manos sacuden mis
hombros:
- ¡Haber, ya que hablas de campeonato de fútbol!, ¿dónde
estabas basurita en el 78?
No deja de zamarrearme, no tengo a quien pedir ayuda, me
rodean estatuas.
- Sabés ¿qué somos campeones mundiales?, ¿qué en junio del 78,
el mundo se dio cuenta que existíamos? Que digo, que existíamos, supo que los
argentinos somos de raza, derechos y humanos, ¿entendés? Y que aquí, no hay
lugar para las mariquitas. Nuestras minas son las mejores ¿sabés? Pero acá la
guerra la hacemos los hombres. Ahí tenés, ahora recuperamos las Malvinas, y la
defendemos, les hundimos el Sheffield, y si siguen jodiendo, le vamos a volver
a tirar aceite hirviendo.
Por suerte las estatuas aplauden. Me suelta y agradece a la
hinchada. Sé que mi cuerpo existe por sus
dolores, por las abrasiones en la piel, a través de la inflamación del bazo,
por la extensión de las contracturas, por mi afasia, por mis moretones y mi
cefalea.
Dejo las monedas del café sobre la mesa, escondo las manos
en los bolsillos para que no noten el temblor. La confusión reinante sirve para
levantarme. Me escabullo por una grieta, entre la espalda del escribano y la
barra. Abro la puerta, gano la vereda, cruzo la calle y desaparezco en el
ascensor.
Llego tarde, pero en la oficina hoy soy invisible, todos
están rodeando un mapa de las Islas Malvinas. Supuestamente, el flaco Petrochi,
descubrió el punto justo en que hundieron al Sheffield, y allí, pincha un
alfiler con cabeza roja. La ceremonia cuenta con ruidosa hinchada.
La escena no disipa el fuerte dolor abdominal, siento una
presión de abajo hacia arriba, es como si las paredes del estómago se fuesen
cerrando y abriendo, son contracciones que no controlo. Me doblo, una mezcla de
líquidos ácidos y amargos pugnan por inundarme la boca. No consigo detenerlos,
mis labios se abren, y una lluvia espesa, amarillenta, se esparce como torrente
sobre la alfombra.
Los estrategas, captan lo nauseabundo como si se tratara de
un gas naranja. Uno de mis compañeros, tapándose la nariz, descubre el origen,
y pone en aviso:
- ¡Muchachos!, este expulsó, lanzó. ¡Cagó fuego!
Eduardo Wolfson
No hay comentarios:
Publicar un comentario