Hasta ustedes ha llegado la luz
La polvareda invade la mañana clara. Abandonamos el asfalto,
entramos en una senda de tierra flanqueada por cañaverales. Seguimos la tromba
que dibuja la comitiva oficial. Con las
ventanillas cerradas avanzamos, el chofer y yo, amparados en esta capsula, la
cabina de la camioneta.
A las 6 de la mañana, con rostros dormidos, nos mezclamos
civiles y militares para presenciar el izamiento de la bandera. El gobernador,
enfrascado en su traje de general, nos explicó a los periodistas la actividad
conjunta, de la cual seríamos testigos en las próximas horas. Su gabinete, con
él a la cabeza, relevaría las necesidades y acción de distintos municipios de
la provincia. Además la travesía sería aprovechada para dos inauguraciones.
Tromba y polvareda impresionan como si el mundo se hubiese
perdido, somos una ráfaga dentro de la nada, estamos en un túnel que parece
tener como destino el olvido. Observo al chofer, aparte de mí, es lo único
humano que ha quedado. Su visión, adherida al parabrisas, se petrifica
vigilantemente como si existiese un horizonte. Sus manos se aferran al volante
y sobre él, recuesta los antebrazos, ejerciendo fuerza, tratando de que el
traqueteo no lo aleje de una huella invisible. Su rostro cetrino y tenso,
culmina en una frente chata surcada por arrugas que simulan ser heridas. Caigo en cuenta, que hasta ahora, no tengo
registro de su voz. Tanto el saludo, como alguna frase empobrecida dicha en el
camino, fueron respondidas con un movimiento positivo o negativo de cabeza.
Creo que desconfía de mí, a lo mejor es solo una ocurrencia.
No sé de donde, nos llegan compases de marcha militar.
Bruscamente, sobreviene la frenada. El torbellino se aquieta, el polvo,
compacto como telón teatral se precipita flotando cual velo de odalisca. A la izquierda, otra vez como un
muro, diviso los cañaverales, del otro lado, una hilera de chicos, agitando
banderas argentinas, luciendo guardapolvos almidonados pero llenos de polvo.
Detrás de ellos, mientras la nube se disipa brotan dos maestras semejantes a
fantasmas verdaderos.
Descendemos de los vehículos, atrás de los anfitriones una
casa de paredes muy blancas, escuela lista para estrenar. La directora espera a
la comitiva en la puerta de entrada. Un funcionario dice que estamos atrasados,
que debemos apurarnos. El gobernador sonríe, inaugura para las fotos en un
breve recorrido por las dos aulas y decide, suspender su discurso.
Llega una orden, efímeros apretones de manos, otra vez los
acordes militares preanunciando la partida. Los que quedan, reciben nuevamente
la tierra suspendida, que convaleciente, anida sobre esos cuerpos, prácticamente
sobrentendidos.
Nosotros corremos hacia los transportes asignados. En total,
la claridad no llegó a perdurar cinco minutos, permitiendo que las banderas
flamearan. Luego se taparon en sus tumbas.
Los zapatos se me han poblado de polvo. En tanto somos
tragados por la sequedad, mis retinas abandonan remisamente la estela de unas
máscaras sonrientes, muy parecidas a la de una niñez asombrada. ¿Que es todo
esto?, es como avanzar sin ojos, descubrir a los que para uno no han existido
nunca. Es un simple parpadeo de evidencia, de un rayo que no llega a ser
lúcido, para borrar sin dificultad lo que es fugaz, o a lo sumo, imaginarlos
como espectros, ausentes en el mundo real.
Detengo mi pensamiento en la mirada del conductor. Me
alcanza un trapo de rejilla húmedo señalándome el calzado. Los zapatos vuelven
a brillar. Transitamos un túnel de cenizas renegadas, no noto el avance, en
cambio tengo la certeza, que nuevamente, música militar se nos acerca. Otra vez
la frenada ordena mis sentidos. Una vez más escolares, banderitas, mujeres
marchitas y algunos paisanos descalzos. Ahora, en lugar de escuela, un hueco
ganado al cañaveral y una tarima de madera, sobre ella un interruptor en un
poste, y arriba, una lamparita. Mientras los chicos agitan los colores celeste
y blanco, y los mayores son invitados a aplaudir, el gobernador, solemne
asciende a la plataforma. Practica su venia con el público, marcialmente les da
la espalda, su mano derecha se posa y activa la llave. Se quita la gorra, mira
hacia el cielo, pero detiene su horizonte en el milagro de la lámpara
encendida.
La fanfarria, ataca con lo más tachín de su repertorio. El
gobernador se relaja para pronunciar palabras improvisadas. Alguien le alcanza
un megáfono, su primera frase es épica por lo grave del tono, por el estruendo,
por el eco y sobre todo porque narra la epopeya:
-Mis queridos compatriotas, hasta ustedes ha llegado la luz.
Su silencio y el aplauso son prolongados, los
chiquilines chillan alborozados, la cámara del canal de televisión local, rodea
el rostro adusto del militar, quien se encuentra listo para proseguir:
-Desde ahora en más, van a disfrutar de las ventajas que les
otorga la civilización. A partir de hoy, ampliarán la sobremesa nocturna por
este prodigio que llamamos electricidad. Gracias a ella se mirarán los rostros
a través de la mesa familiar, gozarán del televisor y la nevera, en sus casas
se alargará la vida.
La gente, ha quedado con la mirada estampada en la lamparita
encendida. Nos siguen rodeando los cañaverales, desde este camino arenoso no
llego a distinguir ninguna construcción. Las palabras del General, parecen
provenir de una serie de televisión doblada por puertorriqueños. Los
parroquianos, son un puñado de semblantes con piel añeja, no me permiten
traducir sus emociones, si las hay.
La epopeya, narrada por el militar a cargo de la gobernación
languidece, pero no se nota. En su ayuda acude la charanga musical, esa banda
de uniformados, que a su modo, nos ordena a abordar los vehículos estipulados.
La luneta trasera, muestra el fenómeno. El grupo de
lugareños se desmaterializa, esos que de cerca confundía con personas, se
desintegran hasta transformarse en partículas microscópicas invadidas por la
tierra.
Me pregunto: ¿de dónde sale esa gente que siempre parece la
misma? Hemos recorrido kilómetros y kilómetros en un paisaje de cañaverales
acuartelados en el desierto, pero las mismas fisonomías aparecen en cada acto,
esperando a esta comitiva, que siempre arriba precedida por un remolino y se
aleja provocando otro.
-Que suerte que esta gente pueda tener luz.
Concreto mi pensamiento en voz
alta.
-Sí, el día que tengan plata para comprar cable y llevarlo
hasta su rancho.
El conductor se manifiesta. Me
sorprende con voz grave, me cuesta identificar que aquellas palabras provienen
de su boca, sigue arqueado sobre el volante, sin parpadear, con la vista fija
en el parabrisas. Sin embargo, siento que el horizonte que persigue, no se
encuentra en aquel amasijo de polvo que golpea intermitente contra el vidrio,
es como si hurgara hacia él mismo. Esta vez noto con claridad el movimiento de
sus labios:
-¿Quién sabe dónde tendrán sus ranchos?, seguramente están a
muchas leguas de la torre que acabamos de inaugurar, perdidos en los
matorrales. Lo que obtienen por la zafra ya lo tienen comprometido por la
comida y vicios adelantados.
Sus pocas muelas son marrón caramelo, seguramente, es la
huella forzosa de haber mascado caña.
Nos quedamos callados, a mi se me quemó la lamparita.
Eduardo Wolfson
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