Exiliada del paraíso
Se impresionó al verla en su
escritorio. Ella hojeaba un libro extraído de la biblioteca. La presencia de esa
desconocida lo desorientó. Sintió hasta el lugar, como extraño. Rescató su
realidad, cuando con acento extranjero, la mujer pidió disculpas. Atinado, él
se acercó hasta el gran ventanal y corrió las cortinas, con actitud de dueño.
La observó detenidamente, como lo hacen ciertos propietarios con sus obras de
arte recién adquiridas. Sin dudas, reconoció a la inmigrante que su esposa tomó
para la limpieza, la había visto fugazmente esa mañana cuando bebió su café.
Rodeó el escritorio, se detuvo frente a ella, se apoyó en el estante y en su
inglés de Oxford, la interrogó acerca de su lectura. Ella comentó apocada, que
repasando con una franela los libros, le llamó la atención esa versión inglesa
del Quijote que desconocía. Y agregó: “Por
cierto, creo que no es la mejor traducción”. Sir John asintió con una media
sonrisa y quedó pensativo. Ester continuó desempolvando lomos de colecciones.
Mientras Ester servía el consomé,
Mary, la esposa de John, se la presentó formalmente: “ella viene de Sudamérica, de la Argentina , pero conoce y habla muy bien nuestro
idioma” le dijo. John, con aire distante asintió. Sin embargo, algo lo
preocupaba. Su esposa, últimamente, había descubierto ese mercado ventajoso de
inmigrantes, para disponer de un buen servicio, pagando salarios muy módicos. Es
cierto que Mary le explicó aquello del doble esfuerzo: “Si bien les pago poco, no olvides que invierto mi tiempo en enseñarles
nuestra lengua”. Recordó que si bien no se sentía muy a gusto con esa
teoría, tampoco tuvo voluntad, en aquel momento, de armar una argumentación que
la invalide. Pero ahora, el recurso humano obtenido por su cónyuge, no solo
conocía el idioma, sino que sabía distinguir en una lectura, una mala
traducción, pero el salario seguía siendo el mismo.
A John, siempre le disgustó la
posibilidad de aprovecharse de las desigualdades. Tenía perfecta conciencia de
vivir en un mundo asimétrico, y de ocupar un lugar privilegiado en él. Antes de
conferenciar con Mary acerca del problema, e indicar su solución, decidió darse
unos días para el análisis, realizar una investigación minuciosa, y adoptar la
medida correctora necesaria, pero sin precipitarse.
Aprovechó cuando Ester le sirvió el
desayuno, su ritual solitario, para conocer algo de su historia. El relato fue corto:
“Cuando
desapareció mi esposo,-dijo Ester- mi
situación se volvió insostenible”. John la vio acomodar sobre una bandeja,
potes de mermelada, manteca y una lechera. También advirtió que Ester se mordió
los labios, y no se equivocó al deducir, que el dolor, retornado por aquellas
palabras, ponía fin a la confesión. Esa misma tarde, revisando unos papeles en
su escritorio, Ester entró para servirle su té. Apenas la miró, y con la vista
baja, le preguntó por qué eligió Londres como destino de su exilio. Ester,
confusa, no respondió de inmediato. Pensó que entre su empleador y ella, la
distancia no era cuestión de clase sino de comprensión. Cuando él levantó la
vista, ella habló: “no fue elección, o
trepaba por tierra, eludiendo vaya a saber cuantos controles, para llegar a
México, o tomaba el primer avión que salía. Y fue para Londres” John tomó distraídamente su pipa, entonces
Ester, mirándolo a los ojos, agregó: “Escapaba
señor”.
Aquel contexto, John lo conocía en
general por los diarios: “Dictaduras,
persecuciones, torturados, desaparecidos, exiliados, etc.” Sin embargo, las
pocas palabras pronunciadas con dolor, pero no sumisas, por Ester, no le eran
suficientes para asociar su información con aquellas vivencias.
John, sabiendo que Mary contrataba a
esta gente sin pedirles referencias, preguntó a Ester por su experiencia
laboral. Ella lo observó, él pudo notar que le brillaban los ojos, y que con
cierta resignación y firmeza, sostuvo: “Soy
licenciada en letras y doctora en filosofía”. John aprisionó los labios en
el borde de la taza de té. Entonces Ester intentó retirarse, pero volvió a
escuchar la voz de su empleador: “Esos
conocimientos, ¿le sirven para realizar los quehaceres, para los cuales, mi
esposa la empleó?”.
Para Ester, sacudida, la escena se paralizó.
Se repuso cuando John colocó taza y plato sobre la bandeja, entonces manifestó:
“Esos conocimientos no. Pero desde chica
hice quehaceres domésticos en mi casa”
Esa noche, en la cena, John le
comentó a Mary que tenía la sensación de ser cómplice de un hecho que atentaba
contra sus buenas y legítimas costumbres. Mary, dejó en reposo su tenedor de
pescado, posó la servilleta suavemente sobre las comisuras de los labios, y al
fin, expresando incomprensión, miró a su
esposo, que comentó: “No podemos tener
como mucama a una licenciada en letras y doctora en filosofía”. Entonces
Mary parpadeó, exhibió apenas un gesto de alegría, lucido en su dentadura
blanca y bebió un sorbo de champagne: “Pero
si es un amor, y aprende muy rápido las labores que debe cumplir” sostuvo
satisfecha.
John advirtió la ignorancia de su
mujer. Decidió mantenerse callado el resto de la comida, para no desarmonizar
con una trama traída de afuera aquella hora de encuentro.
Al día siguiente, cuando Ester le
sirvió el desayuno, John preguntó: “¿Por
qué no busca alguna colocación, donde usar sus conocimientos?”
La
respuesta fue cortante: “No tengo papeles
señor”. John aspiró la humeante taza de café para adivinar su aroma. Le
incomodó que Ester se quedara como para continuar el diálogo, interrumpiendo su
ritual solitario de las mañanas. Entonces dijo: “Seguramente en una universidad, o en alguna oficina estatal le
pedirían documentación habilitante, pero tal vez, a alguna casa editora, o
algún medio especializado en América Latina, no les importaría” . Ester,
diseñando una sonrisa, con tono amable expresó: “Agradezco su preocupación señor, pero me siento muy cómoda con esta
actividad”. John quedó pensativo, trató de saborear su café, pero fue
inútil, esa mañana no le encontraba gusto. Cuando Ester le daba la espalda
escuchó su voz:”piénselo, seguramente
tendrá una mejor retribución”. Ester al retirarse, refutó: “Pero no como la de un inglés, realizando
la misma actividad”.
John le comunicó a Mary, que después
de cenar, no tomarían juntos el café en el salón como de costumbre, y le pidió,
que transmita a Ester, que se presente a esa hora en su escritorio para
mantener una conversación privada. Mary notó en su esposo un gesto no habitual,
pero que ella conocía muy bien, era la actitud que lo expresaba tomando
decisiones.
Cuando Ester entró al despacho,
encontró a John parado junto a la biblioteca, examinando distraídamente un
volumen. La mujer permaneció parada sin
delatar su presencia, hasta que John levantó la vista y la invitó a tomar
asiento. Luego de un corto silencio, inició una indagación amable: “Usted me dijo que sus títulos son…” / “Licenciada
en letras y doctora en filosofía”, intrigada, contestó Ester. John encendió
su pipa, se lo veía pensativo. Vino la bocanada de humo y la segunda pregunta: “¿Cuáles son las tareas que desempeña en
nuestro hogar?”. Ester encontró su mirada cuando se desvaneció el humo. Sintió
que el hombre volvía sobre un tema que conocía pero fingiendo ignorancia, o
tratando de confirmar una realidad. “Tareas
domésticas generales”, sostuvo Ester, y agregó: “Sí el señor lo desea puedo enumerarlas”. John asintió. “Sirvo los desayunos, almuerzos y cenas.
Aseo las habitaciones y los baños. Envío la ropa de cama al lavadero, plancho
sus camisas. En el tiempo restante, y según un cronograma que me ha sugerido su
esposa, reviso la limpieza de otras estancias de la casa, como por ejemplo el
ámbito en el que estamos. Si existiese alguna irregularidad debo componerla,
como quitarle el polvo a los libros”. Ester cruzó sus piernas, apoyó las
manos sobre la falda y calló. John hurgaba el fogón de una de sus pipas, con un
adminículo para limpiarlo. Raspó todavía un poco más hasta la interrogación
corta: “¿creé que su salario es justo
para su actividad?” / “No me quejo por lo acordado” / “no contestó mi pregunta,
¿es justo?” / “No, no es justo, pero me arreglo” / “Entonces, ¿como algo que
considera injusto puede conformarla?”. En
la transparencia de los ojos de Ester, John adivinó rabia. Ella solo hizo un breve
silencio y respondió con severidad: “Mi
vida estuvo en juego y ahora estoy a salvo”. Ambos sostuvieron sus miradas
sin hablar, pero ninguno pudo obligar al otro, a bajarla.
En el desayuno, John, contraviniendo
una vez más su rutina, le solicitó a Ester que se sentara a su lado para
conversar. Ester Imaginó que aquella ceremonia traía un aumento de sueldo. “Ester sus condiciones son excelentes”,
dijo sin preámbulos John, y prosiguió:”
realmente su preparación e inteligencia, nos ha deslumbrado, debo felicitarla”.
La interrupción para beber café, sirvió a Ester para agradecer sus conceptos.
El silencio de John mantuvo un rato más el suspenso, al fin explicó: “lamento mucho tener que despedirla”. Ester
pensó que tal vez, aquel idioma que no era el de su origen, le jugaba una mala
pasada. John la notó desorientada, y volvió a repetir pausadamente: “lamento mucho tener que despedirla”. Ester
trató de ocultar su angustia, y exigió motivos. “Usted es licenciada en
letras y doctora en filosofía, sostuvo John adustamente. “¿Acaso no hago bien los quehaceres
domésticos?” preguntó Ester. John respondió con severidad: “No es eso, no podemos dejar que una persona
de sus quilates desperdicie su talento y sabiduría, realizando tareas
domésticas, para las cuales está sobre calificada. “¿Sobre calificada?”
intervino Ester con asombro. John prosiguió como si no la hubiera escuchado: “Usted nos ha causado un gran contratiempo.
Mi esposa, tendrá que buscar quien la reemplace”. “Y yo trabajo” sostuvo
Ester abruptamente. John lamentoso expresó:
hemos confiado en usted, y arrancarla de nuestras vidas nos producirá zozobra.
A Mary puedo achacarle su apresuramiento, esa ansiedad que posee, que la lleva
a tomar decisiones antojadizas, y la falta de orden, que le impide pedir
referencias. Pero fue usted Ester la que cometió el error, al ofrecerse en los
clasificados para tareas domésticas. Es un engaño, justificado a lo mejor, pero
engaño al fin. En su país, es comprensible que unos defrauden a otros, pero en
el Reino Unido, mi querida amiga, no”.
Eduardo Wolfson
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