Adolfo Gómez
Espinel.
Explica los sucesos, que lo conducen a incorporarse a la
- Como usted sabe yo tengo una
profesión, soy arquitecto. Sin embargo, dejé de ejercerla unos cuántos años
antes de conocer al Licenciado Espéculo. Fue un intervalo de ocio no buscado.
Para no deprimirme aprendí a pasear al perro, a organizar las compras
alimenticias para el hogar, y a rastrear con devoción los resúmenes bancarios,
para verificar el crecimiento de mi plazo fijo en dólares, capital originario
de una indemnización cobrada por mi último trabajo. Le aseguro que me costó,
pero con el tiempo me fui acostumbrando al tedioso papel de trapo de piso
familiar.
Desde
que era alumno en la facultad, y me tocó diseñar una tumba para un joven poeta,
comencé a contextualizar un rostro resignado, que conoció su perfección en esta
etapa que le cuento.
Ese
día, trataba de entretenerme con una película de Woody Allen que me prestó el
muchacho del video de mi cuadra, que como yo, lucía esgunfiado pero con splin.
¿Cómo explicarle? Es como si al esgunfie uno pudiese agregarle valor, ¿me
entiende? En realidad, él le agregaba valor al esgunfie porque veía, como
minuto a minuto se le derretían sus últimos pesos invertidos en el video. Nos
unía la profesión y el estado: ambos arquitectos en desuso, nada más que el
eligió el video y yo el plazo fijo en dólares. Bueno, como le dije, miraba por
quinta vez la película de Woody Allen, cuando escuché el sonido rabioso
producido por la primera cacerola. Pensé que se trataba de algún chico belicoso
del vecindario, pero este pensamiento se esfumó inmediatamente, porque la
cacerola se convirtió en batería y ella en un concierto delirante. Corrí hasta
el balcón. Allí vi a mi vecino con un palo, desde su departamento, golpear
contra mi protección metálica. Lo hacía violentamente, así que no me atreví a
interrumpirlo, para demostrarle, que con su acción definía una invasión a mi
propiedad. Una muchedumbre bulliciosa se apoderó de las calles y yo me
incorporé a ella. Avanzamos sin que nos importara pisar la caca de los perros.
Con el sonido estruendoso, producido por el impacto sobre las ollas y los
postes de alumbrado, surgieron consignas que todos coreábamos. Recuerdo dos:
“Que se vayan todos” y “Piquetes, cacerolas, la lucha es una sola”. Yo llegué a
la plaza, justo cuando despegaba el helicóptero. El griterío fue descomunal,
estábamos eufóricos. Un poco antes, cuando avanzábamos por una de las
diagonales, me llamó la atención una limusina estacionada junto a la estatua de
Roca, compartiendo con él su plazoleta. Apoyado en la puerta delantera estaba
un sujeto, que en ese momento, debo confesarle, me pareció estrafalario. Usaba
una bombacha de campo y alpargatas, el torso desnudo, la frente ceñida por una
tiara, y debajo de los ojos, dos lágrimas pintadas, una roja en la mejilla
derecha y otra negra, en la izquierda.
Disculpe tanto detalle, a pesar
de ser arquitecto puedo asegurarle que no soy para nada observador, pero debo
aceptarle, que tal vez se trate de una deformación profesional, eso de retener
con exactitud, aquello que contradiga mi educación estética.
Sentí en mi sensibilidad, la
mirada del hombre. Cuando pasé a su lado, experimenté como si una fuerza
superior realizara un corte longitudinal en mi estructura. El individuo se unió
a la procesión detrás de mí. En la
Casa de Gobierno el helicóptero levantaba vuelo, y en la
plaza, el Licenciado Bernardino Especúlo apretó mi hombro hasta hacerme volver.
Por lo general suelo ser muy
escéptico con respecto a lo sobrenatural, pero le aseguro que no puedo explicar
racionalmente aquella atracción. Lo seguí unas cuadras sin palabras. En la
esquina del Banco Boston, en Florida, escuché de él una afirmación que dio
lugar a nuestro primer diálogo:
-
usted no es piquetero.
-
soy arquitecto.
-
si claro, arquitecto, atrapado en el corralón y desocupado.
-
en efecto, ¿cómo lo sabe?
-
por el marco de sus lentes, los más caros de los importados en la década
pasada, los pantalones pinzados y la remera de piqué, decaída, pero ostentando
el cocodrilo.
-
en cambio por su vestimenta, no puedo adivinar qué es usted.
-
alguien que por ahora no le es urgente viajar en helicóptero.
-
lo vi en la limusina.
-
quería proteger de la turba al general.
-
pero el se deshizo de los mapuches y usted lleva una vincha que los
recuerda.
-
en mis venas corre también sangre mapuche.
-
cada vez entiendo menos.
-
el general fue el que conformó la conciencia de la nación que hoy tenemos.
-
pero hace un rato, todos juntos gritamos “que se vayan todos” para destruir
esa conciencia.
-
¿usted cree?
La
charla fue interrumpida por un tipo canoso, que no paraba de filmar con una
video cámara. Al registrarnos nos dijo: “soy la memoria del saqueo”, y siguió
su camino. Entonces el Licenciado Espéculo con voz cavernosa pronunció en mi
oído: “Y yo, soy el saqueo de la memoria”. Esa noche caminamos juntos, sin
rumbo, entre la gente, hasta el amanecer. Desayunamos
en un bar de Flores, cerca de casa. Reanimados por el sustancioso café con
leche acompañado de aromáticas media lunas, fue que me propuso la gerencia.
Gracias al licenciado Bernardino
Espéculo, no solo yo, sino que miles de pequeños ahorristas, muchos
desocupados, hemos recuperado la dignidad y la certeza de poseer un sitio en la
trascendencia.
Al
principio, me costó sintonizar con sus argumentos. Lo recuerdo haciendo un poco
de historia, contándome como el Estado fabricó a los capitalistas, y los bancos
para ayudarlos a tener disponibilidad, nos llamaron a los del medio, para instarnos a aflojar
nuestros estipendios. Después pasó a algo más filosófico, se preguntaba como
para sí, ¿quién le puso precio al tiempo? Decía que observando la realidad, nos
damos cuenta que se transforma en mentira. Que entonces se vuelve lícito pensar
que la mentira tiene que ser la realidad. Que los tipos como yo, hasta este
diciembre de 2001 declarábamos “ver para creer”, pero dejábamos el dinero en
cualquier financiera sin preguntarnos por su destino. Que entonces hoy, después
de las trapisondas históricas ejercidas sobre nuestra clase, era hora, para
seguir creyendo, no ver.
Fue más tarde que comenzó a
hablarme de las partidas. Manifestaba, que en su concepto, solo se trataba de
retiradas para promover una esperanza. Que para los que se quedan, la partida
implica una despedida, mientras que para el que va a realizar el viaje, se
trata de un traslado plagado de profecías contradictorias.
“Que la
trascendencia
–me dijo- por sus costos, es patrimonio
exclusivo de las grandes fortunas. Pero desde hoy, gracias a nuestra
organización, los ahorristas, donando su dinero acorralado y perdido, a nuestra
fundación sin fines de lucro, se igualarán a cualquiera de nuestros
terratenientes. Como ellos, serán propietarios de la trascendencia.”
Fragmento de "Espéculo para armar" Texto inédito de Eduardo Wolfson
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