viernes, 3 de febrero de 2017

Secretos de confesión

            Sigilo sacramental                          Por Eduardo Wolfson
           

            Eugenia Urruchua Marticorena de López, avanza como todas las mañanas hacia la iglesia, se desliza sin pecado sobre la vereda del café. A su paso, los devotos del templo de la bebida, brindan tributo a su belleza inasible. Las miradas convergen en las curvas armónicas de la mujer. Registro un respetuoso silencio, se desvanece el traqueteo de las fichas de dominó sobre las mesas, se apaga el rumor metálico de las cucharitas en las azucareras, desaparece el gorjeo de alguna ginebra caída en la copa, y hasta el zumbido persistente de una mosca, reconocida como la "inquilina".
            Manchego, habitué respetado de tanto gastar los codos en el estaño, murmura molesto: “para ella no acontecen los años, su perfección inmaculada, trasciende la efervescencia de su imperturbable atuendo negro, insoportable en este verano. Pero ella luce siempre fresca ¿Será por sus baños de agua bendita?”.
            Algunos sonríen, otros escarban por laberintos retorcidos, pasillos que les mantiene atrapada la memoria. Se esfuerzan por recrear en lo virtual a ese López, enganchado en la prosapia de apellidos de la viuda. “Si existió, el pobre López debe haber muerto en su noche de bodas al tomar contacto con esos pechos aristocráticos” –agrega Manchego rencoroso. Unos ríen, y otros fruncen los ceños enfadados, consideran que esas palabras faltan el respeto para con una familia fundacional. Sin embargo, se cuidan de hablar sobre el episodio, que el verano pasado, tuvo como protagonistas a la viuda y al Manchego, a la sombra del paraíso que entolda la entrada del bar. El hombre dopado con sangría, no pudo detener su mano derecha hasta posarse y pellizcar la nalga de Eugenia Urruchua Marticorena de López. Los ojos azules profundos de la mujer despreciaron la insolencia, sin desviar la vista de las baldosas, continuando su camino hasta la iglesia.
            La tertulia se divide en dos bandos.
            Uno de los conspicuos, zalamero de Manchego, avala su ironía: “López es un fraude, un invento, un remanente que la Eugenia acopló a la elegancia del Urruchua Marticorena, para legitimar a su hija y mantener la respetabilidad de sus apellidos”.

            La duda, parida esta mañana tórrida en el grupo, revolotea el avispero. Hay quien exige mesura en el debate: “es solo respeto religioso, dialoguen con cautela, no es este el sitio para hamacar con decoro a una integrante de una progenie tradicional en nuestra comunidad”. Fedor, el pintor de las casas elegantes del pueblo, reflexivo, deja la aceituna sin comer en el plato, roza la lengua sobre la espuma que fabrica la hesperidina con soda, y comenta a viva voz: “Ahora que lo pienso, cuando pinté la casa de los Marticorena, bajé de las paredes cristos y santos a montones, pero nunca lo bajé al López”. Los oyentes no atinan a continuar con sus acciones. José, el de la verdulería, contrario a la tropa de Manchego, manteniendo desafiante una ficha de dominó en lo alto, le advierte: “cómo vas a saber si lo bajaste o no lo bajaste al López, si nunca lo viste” “Tenés razón, nunca lo ví, pero conozco a los cristos y los santos”- retruca Fedor. “¿No bajaste retratos de parientes?” -Pregunta José. “Solo mujeres”-aclara Fedor, después de otro trago de hesperidina. Un halo de misterio los envuelve, la mayoría repasa la lengua por los labios sintiendo la garganta seca. Plácido, el mozo, cuenta los dedos que piden ginebra, y ducho de su bandeja, calcula si la distribución alcanzará con una sola vuelta.
            Fedor reaviva su relato: “Les digo que esa gente tendrá mucha alcurnia, pero los cristos, eran de la misma firma que los dos que tengo en casa”. “¿Y de que marca son esos cristos tan ilustres?”, pregunta José con burla. Fedor, sonríe sin mostrar los dientes, revelando para sí, “cayó el chivo en el lazo”. Responde recorriendo las pupilas brillosas del auditorio: “INRI”. Mis cristos y los de la Urruchua Marticorena de López, son “INRI”.  Con la respiración paralizada los feligreses cruzan miradas, y un segundo después, al unísono, estallan en carcajadas. Fedor, enrojecido por la rabia, los observa sin comprender. Manchego, apoyado en el mostrador, con otra pregunta, hecha un manto de piedad sobre la burrada de su prosélito y apaga las risas: “si solo hay mujeres, ¿cómo hicieron para la descendencia?”. El interrogante aprieta como una mordaza todas las bocas, y el bar toma el aspecto de un campo santo.
            Manchego coloca la boina junto a su copa, y enfrenta a la concurrencia. Su lengua pesada, arrastra vocablos recriminatorios:”No se puede hablar livianamente de las familias fundadoras de este pueblo. Es idiota el que con un solo dato construye una historia falsa y perversa  en su cabeza. ¡Carajo!, que son maricas, chupa culos, eso son”. El improperio toca a todos, Manchego cierra el puño. El ultraje sonoro, armado con el volumen de su paladar abovedado, y su nueva postura, medio cuerpo sobre el mostrador, el rostro inflamado, los ojos cerrados, y un ronquido potente, nos convence a los presentes que su cultura alcohólica falla. El tema no concluye, pero queda más disperso, ceñido a cada una de las mesas. Las voces, también se vuelven menos audibles, restringidas al ámbito particular de oyentes.
            Esquilo y Ulises, ocupan la mesa de billar.  Esquilo en una esquina reproduce carambolas imperceptibles. Ulises se aburre, sacude el tedio marcando en el contador los puntos, y lanza una pregunta contaminada por un soplo de tiza, destruyendo la concentración de su adversario: “La vieja Eugenia ¿tiene una hija?” Esquilo confirma con la cabeza, sin quitar la vista del paño verde. “¿Y es chupa cirio como la madre?”, insiste Ulises. Esquilo se encoge de hombros, pifia el tiro. Lleno de bronca golpea el taco en el borde de la mesa: “No se puede masticar chicle y bajar la escalera al mismo tiempo”, y agrega: “La hija está fuerte como la madre, y es cierto que no se les conoce descendencia masculina”.
Los muchachos abandonan sus tacos y cruzan una barrera de humo, para ocupar una mesa junto a la ventana. Refrescan la garganta con un trago de cerveza, dejándose los labios maquillados con la espuma blanca. Ulises pone cara de acertijo “O sea, que la madre es Eugenia Urruchua Marticorena de López y la hija, Augusta López Urruchua Marticorena, siempre teniendo en cuenta que el López simboliza la paternidad”. Esquilo aclara:”López, un apellido tan poca cosa es el poder invisible, vigilando en los extremos al linaje Urruchua Marticorena”.
            La presencia imprevista del párroco funciona como un mandato. Todos callan. La visita inesperada se acerca al mostrador, secándose con un pañuelo las líneas de agua, que profusamente corren por el cuello entre el fin de su cabellera y el comienzo de la sotana. Plácido le acerca una ginebra con hielo, y se queda a su lado previendo un próximo pedido. Con un “los espero a todos, el domingo en misa” se despide. A coro, los presentes gritan “hasta el domingo Padre López”.
                            FIN