lunes, 26 de agosto de 2019

            CRUZANDO LA PLAZA

        2 º Relato Unitario “Sin título”
            Subí las viejas escaleras gastadas de mármol. En la redacción, José el sereno me sirvió una taza de café humeante. El inminente parto diario del matutino, puso mis nervios en tensión derrotando cualquier hechizo. A mi ingreso, las órdenes de Boris, propietario y director, fueron claras:
 -no se publica nada sobre madres llorando por hijos desaparecidos, lo insoslayable, se relata con las palabras enfrentamiento, subversivos, cadáveres, fuerzas del orden Etc. Etc. Tener siempre a mano notas de color sobre personajes de la localidad para rellenar. 
Hasta allí, sus instrucciones habían servido para esquivar y preservar nuestras vidas. El mundial de fútbol fue un derrame de agua bendita, y salir campeones, la cereza que coronó el postre. Ese mes, lo recuerdo como el más sencillo para escribir y completar cada número, sin necesidad de bucear para transformar el dolor en tibio entretenimiento. Pero esa tarde, seis años después, golpeé la puerta del despacho de Boris, no era rutina, necesitaba consultarle acerca de como ocultar una Plaza de Mayo llena, con un muerto, y obreros pidiendo pan y trabajo. Me senté frente a él, escuché su discurso, sus reproches, esperando el momento de la copa de whisky, el de la ternura. En esa reunión, Boris agregó un mandato ahorrándome preguntas 
- Las Malvinas son nuestras, las ocupamos, echamos al invasor, inventamos batallas y nuestros oficiales y soldados son héroes.
 De golpe la guerra. La Plaza del pueblo masacrado dos días antes, se convirtió en territorio de cantos, banderas, y una voz borracha, uniformada en el balcón, aplaudiendo a la próxima sangre.

            Cruzando la plaza, en aquel abril cuando las hojas caían, advertí que en el pueblo desaparecieron los horizontes abiertos. Habitábamos el interior de un gran sarcófago, sus muchas puertas y ventanas, encerraba el llanto y el gemido desgarrador de mis vecinos, algunos adivinando la muerte sin lápidas, y otros, el terror de la guerra apuntándoles a sus hijos.

            Del Castillo, el Intendente, exultante llegó al club. Agitaba un papel exhibiendo un aire triunfador. Los popes, como solía llamar a aquel conjunto de viejos un poco próceres, y otro poco, dueños del pueblo, se sorprendieron.
-Acaban de declarar a nuestra fiesta, "fiesta nacional". (Exclamó el Intendente)
            Arrojó la nota con membrete del gobierno, el sello y la firma del general a cargo de la presidencia sobre la mesa, se arrepintió, y volvió a tomarla para refregarla en mi nariz, interrumpiendo el trago de mi ferné cotidiano, en la mesa junto a la ventana.
            No me sorprendió la actitud de Del Castillo, sus exabruptos me eran familiares desde aquel día, que ha su pedido, nos reunimos en la sacristía cuatro años atrás. Mientras el párroco, tercer habitante del recinto beatífico, simulaba desatención frotando una platería, el intendente me acercó a un rincón haciéndome una propuesta que acepté. Quería que piense y escriba sus discursos. Cuando estrechamos nuestras manos, me advirtió que nadie debía enterarse del trato, incluido Boris.
- Ponete a tono con las circunstancias pibe. (El intendente desplegó una sonrisa abierta que percibí como advertencia).
           
            Fui periodista del diario local, también escribiente, mandadero y alcahuete del mandamás político, elegido democráticamente por una junta de las tres fuerzas. Sentí que era un comodín de comodines. Flotaba en una nube que se deslizaba sobre el fango, y más allá de un juego que tomaba aspecto de querubín, supe que el paseo podía terminar en una fosa.

            Los popes festejaron como si fuesen chicos que les salió bien la travesura. Lorenzo, el mozo, sin esperar el pedido, les depositó el cinzano y unas cuantas copas, simultáneamente el pibe, colocó los platitos tradicionales, aceitunas negras, queso mar del plata cortado en daditos y maní con cáscara. Hubo brindis, mucha alharaca y disolución de reunión.
            El Intendente, callado, pensativo, e inflando los bigotes se sentó frente a mí. Su brazo detuvo a Lorenzo que se acercaba pensando que había un pedido en ciernes. Al fin me habló:
- Prepárame una reunión urgente en la sacristía con el tano, el ruso y el gallego, también voy a necesitar al escribano, pero lográ que no se crucen. Como siempre, esto queda entre nosotros.
            Del Castillo se fue, no sin antes saludar a Lorenzo con un estruendoso ¡Viva la patria!


            Al tano, el ruso y el gallego se los veía muy poco por el pueblo. Cuando yo terminaba la primaria, ellos pisaban los 30. El tano fue contador, el ruso viajante y el gallego cana en la Federal, desplazado por la fuerza, según él debido a un dolor insoportable,  provocado por sabañones que cultivaba en sus dedos, durante los fríos intensos de patrulla en el invierno capitalino.
            Cuando se juntaban, cada vez con menos asiduidad, lo hacían en el boliche o el burdel.  El tano leía La Prensa, decía que era un diario serio con periodistas de raza e información objetiva. El gallego opinaba que el tano hubiese deseado ser oligarca, dueño de campos luciendo apellidos bostosos. En cambio el ruso tenía todas las materias aprobadas de su profesión: contar chistes, jugar póquer, y levantarse una mina en cada pueblo para asegurarse compañía y no pasar necesidades. Los tres, disfrutaban en común todo aquello que involucraba lo que reconocían con la sigla (PRP) picana-retorno-peaje.
           
            Esa semana, mi pluma se permitió pintar con lujo de detalles el hundimiento por parte de nuestra armada del Sheffield. En las noticias locales, como pie de página, mataba a nueve subversivos en un enfrentamiento, sobre campos aledaños escriturados recientemente por el Intendente, especificando que no tuvimos que lamentar bajas en las fuerzas del orden.
                                                                                     Eduardo Wolfson


viernes, 31 de mayo de 2019



Maravillosos 35 QUERIDA HIJA

Guardamos un secreto aspirando a la vida.
Los ojos se nos escabullen definitivamente
Buceando desde adentro hacia fuera.
Buscan adivinarnos y visualizarnos en el futuro.
Juzgamos que nos imponen ser duros para sobrevivir,
Pero nos corporizamos sensibles y llenamos de sentido la sobre vivencia.

No cabe duda, el paso del tiempo acompaña las rebeliones,
Nuestras propias rebeliones.
Es una lucha que en alguna cosecha, ella misma,
Sintiendo que su estructura se ha llenado de experiencia,
Decidirá detener la travesía arrojando el ancla.

Esparcidos por los caminos, mundos vírgenes no veremos.
El fuego que parpadea y el crepitar de la leña no nos alumbrarán alrededor del fogón.
La civilización y la mafia jugarán con la energía nuclear.

La jauría atravesará frenéticamente el pueblo solo los primeros de junio, y desde una ventana, que alguien abre para dejar pasar la luz solar, se escuchará la voz festiva de los compañeros, que emocionados, a coro callarán los ladridos, para entonar un FELIZ CUMPLEAÑOS.

jueves, 30 de mayo de 2019

domingo, 10 de marzo de 2019

Seguro contra todo riesgo




Duca, nuevamente, me habla sobre la mística de la profesión. En esta oportunidad lo hace en privado. Comienza la conversación con una solicitud: “Ernesto, te propongo que nos despojemos de nuestras jerarquías, para poder sincerarnos como viejos amigos”. Sin esperar mi respuesta, noto que, ceremoniosamente, oculta sus pequeños ojos bajando los párpados. Por la nariz, apoyando su nuca sobre el respaldo del sillón, inhala aire. Al abrir la boca, emite un sonido corto y agudo. Componiendo un tono emocionado, lo escucho con voz aflautada armar la frase conocida: “Hay que plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”. De golpe me mira, lo experimento estudiando mis gestos para conocer el impacto de su actuación. El teléfono interrumpe el examen. Duca atiende, a través del tubo da instrucciones estrictas, y corta. Toma un anotador, garabatea algo en él, y duda. Mientras me alcanza el papel que ha escrito, reproduce una de sus frases favoritas: “No olvides Ernesto, nosotros prestamos un servicio. Por eso, es proverbial estar presentes, en el momento que nuestro cliente atraviesa una situación difícil”.

Una vez más la calle. En mis manos, la dirección que anotó Duca. Otra vez colectivo, tren y colectivo. Camino varias cuadras, la muchedumbre se va haciendo menos densa, hasta desinflarse como un globo. También el paisaje se transforma. Desaparece el degradé de grises suburbano, brotando calles arboladas, tímidos jardines que advierten en sus fondos la presencia del chalet. El verde, impone su majestuosidad a la traza ciudadana cuando llego a las grandes quintas. Dos boxer desparramados, refugiados del sol debajo de la galería principal, parecen recordar de pronto como se ganan el alimento. Son un meteoro, ambos, se zambullen, ladrando, por un camino de lajas. Por suerte, la reja que nos separa, detiene a las bestias. Sus rostros lombrosianos permanecen, hasta que la mucama uniformada los llama a sosiego.
En la recepción, la muchacha desaparece. Me siento en un sillón frente al ventanal. Sobre la gran mesa ratona de mármol blanco apoyo el maletín. Me distraigo con un canillita en hierro negro, base de la lámpara, que ocupa el ángulo con la pared. No puedo eludir un inventario visual. En el centro del salón, una gran escultura de acrílico lila, propone, lo que ahora los arquitectos llaman división virtual. La zona del comedor es pintoresca. Sobre una alfombra peluda, decorado su perímetro con una guarda de arabescos, reposa una mesa majestuosa, cuyas patas lucen una multitud de incrustaciones doradas. Un gran cuadro sobre la pared principal, exhibe una perspectiva infinita de cubos, cuyas líneas yacen sobre un fondo disímil de colores pasteles. Otra alfombra, muy mullida, delimita la zona del living. En ella, descansa un grupo de sillones individuales de pana roja, todos respondiendo, a una visión del rey de la escena, el televisor. Detrás de su majestad, y fijada a la pared, en el descanso de la escalera, una pintura del Partenón. Pierdo de vista las columnas del monumento griego, el cuadro es ocultado por una figura humana. Marco A. Rinaldi, mi cliente, se detiene. Desde la altura otea el ambiente y me descubre. Continúa el descenso, un hilo de sol se posa en su pantalón náutico, casi al instante, el mismo hilo, me exhibe su calva lustrosa. Nos estrechamos las manos, dibujamos una sonrisa, y se deja admirar el cocodrilo cocido en su remera.

- ya nos van a traer un café –me dice- pero voy a ir al grano, así no te hago perder tiempo Ernesto.
- no se preocupe, siempre hay tiempo para un amigo, usted no es un simple cliente Rinaldi. –Sonrío mostrando todos los dientes, como me enseñó Duca-
Con tino esperamos el brebaje. Luego de aspirar el humo, convencido de que nada puede filtrarse, Rinaldi abandona el silencio:
-          Ayer, cuando mi esposa venía desde el centro hacia acá, cuatro tipos la interceptaron en la barrera. La amenazaron con una pistola, y la obligaron a conducir hasta un bosque cercano. Te la hago corta. Ahí la despojaron de unas pulseras, un collar de perlas naturales, un solitario, y además, se llevaron el auto estereo. La dejaron maniatada y desaparecieron.
-          ¿Hizo la denuncia policial?
Noto sus maseteros tensos, sobre la mesa, apoya sus puños cerrados
-          No, pasó ayer. Pensá que sería muy molesto para nosotros. Por una parte, la pérdida de tiempo que ocasionan todos esos interrogatorios. Al final de cuentas, no sirven para nada, porque jamás van a dar con los tipos. No creo necesario tener que ir a la policía, ustedes pueden arreglar las cosas sin ese requisito. Después de todo, hace muchos años que hago los seguros con tu compañía.
-          No, no se preocupe, no va a haber problema. –acentúo la sonrisa aprendida- Pero que momento feo debe haber pasado su señora con esos hijos de puta.
Rinaldi está incomodo, cruza sus piernas, me exhibe la suela de una de sus zapatillas deportivas
-          ¡Tenía un susto la pobre! Cuando llegó, no podía hablar. No es ningún placer que te apunten con una pistola, sin saber que quieren de vos. Ella me dijo, que en cierto momento, creyó que se trataba de un secuestro, y no es para pensar otra cosa, hoy por hoy, todos los días hay uno. Ya no hay ley ni justicia Ernesto, la gente no quiere trabajar y pretenden vivir con todos los lujos. Esto me afecta, cómo es lógico. Pero por otra parte estoy contento, porque, al final, no fue más que un robo.
Tiene dificultad para articular palabras
-          Y hace bien Rinaldi, fue una desgracia con suerte. Estos tipos no respetan ni a su madre. Por lo general, si se topan con una mujer atractiva como su esposa, seguro que la violan. Ellos no conocen nada de moral y buenas costumbres.
Su rostro pierde aplomo, una mueca de disgusto le tuerce la boca.
-          En ese sentido la respetaron, ni siquiera le dijeron una palabra ofensiva.
-          Realmente la sacó barata. ¿Se acuerda del caso de parque Chacabuco?
-          No.
-          Cinco tipos la violaron a ella en presencia de su esposo. ¿No se acuerda?. La policía los agarró con las manos en la masa. Uno de los de la banda, confesó que la mujer gozó con él. Si salió en todos los diarios. Fue un escándalo. El matrimonio terminó separándose y él, medio loco, se pegó un tiro. Parece que desarrolló una obsesión, como si todo el mundo lo tratara de cornudo.
-          Eso es tremendo. Voy a pedir otro café, y vamos a tomar un coñac, ¿no Ernesto?.
Su voz se ha transformado en silbido. Se levanta, siento que quiere escaparse
-          Rinaldi, sabe qué… A mi me parece mejor que haga la denuncia policial. Va a evitarle muchos inconvenientes. El pago del seguro caminaría mucho más rápido, sin tener que pedirle favores a nadie. Si los agarran a los tipos y los hacen confesar los robos, su esposa, más tarde, se evitaría interrogatorios extensos. Total…, no ha pasado nada que haya que ocultar ¿no es cierto?
-          No, nada, claro. Pero ellos mismos muchas veces distorsionan las declaraciones
La frase, es un denso titubeo confuso e incoherente
-          Es un riesgo que hay que correr
Como despedida, le dejo mi sonrisa Duca, estrecho su mano que transpira profusamente. Por el camino de lajas, los boxer ya no me ladran. Experimento que a mis espaldas, se quema un hogar
                   Eduardo Wolfson



martes, 14 de agosto de 2018

Fuera de temporada


El micro se detuvo en la madrugada, a ambos lados de la ruta se veía campo. No quedaban pasajeros, era el único. El chofer, una presencia fantasmal encogida de hombros. Descendí, me sostuve en el paisaje mientras el ómnibus se desdibujaba. Después llegó el silencio, calladito el silencio. Sin embargo, mudo me envolvía. Tuve ocasiones parecidas, pero en ellas el silencio traía un mensaje. Sin temor a equivocarme, estoy seguro que en esta oportunidad, él fue el mensaje. Caminé hacia el este, avancé por los surcos de un campo cosechado. Niebla y rocío me escoltaron. Pensaba que muy pronto, la mañana me toparía con los medanos, y luego llegaría el rugido del mar. Traté de recrear el paisaje estival que había conocido seis meses atrás, ansiaba reencontrarme con la piba que pasó días y noches junto a mí, a principios de ese año en la villa balnearia. No podía recordar su nombre. Inundado por el alcohol, las cosas que me importaban flotaban en el etilismo. Puede ser que no supiese su nombre, o que no me lo haya dicho.

 Convencido que el cambio de estación lo muda todo, creí posible rescatar aquella historia perdida, de la época que mi inconciente nadaba en un tonel de vino. Vana ilusión de un ebrio acariciándose con el delirium tremens. La calle principal de la villa me atacó vacía, sin embargo el viento marino abrazaba mi campera. Di varias vueltas al echarpe y descendí hasta mis orejas el gorro de lana.  

Me desplomé sobre una tarima de madera, balcón de una confitería cerrada. Casi derrotado pero sobrio, cosa que no tengo muy clara como ocurrió, ya que sucedió durante el mareo de la embriaguez, me acurruqué debajo del alero de la entrada. En posición fetal la descubrí, froté mis ojos miopes como tratando de sacar la trama cuadriculada que solo yo veo. Cruzando la avenida estaba, lucía el mismo jean que las tinieblas me permitían recordar y una cabellera lacia que cubría su espalda. Mis huesos entumecidos no respondían mis ordenes, las de enderezarme como un atleta por ejemplo, realizar una corrida y alcanzarla, mostrándole una sonrisa llena de dientes blancos, unos labios enrojecidos, brillosos por la humedad del paseo de la lengua, y la misma lengua recibida por su boca, deseosa de mi cuerpo. Mis huesos entumecidos, doloridos me desobedecieron, y sin fuerzas para colocarlos en su carril, me preparé para gritar su nombre, y entonces sí, ella correría hacia mí, apasionada, y me abrigaría en su aldea yerma. Pero recordé que no sabía su nombre, o que lo había olvidado. Recordé que no recordaba. No pude evitar entonces que un paquete de impotencia se coloque en mi garganta. Un velo marino se elevó desde la calle, parecían vagones deformes de tren huyendo hacia la salida del pueblo. La formación se convirtió en una frontera provisoria, distanciando mi visual del escaparate que ella miraba tan atenta. Al desaparecer la bruma solo pude volver a ver el escaparate vacío, ella se había marchado.

Tristeza y alegría me penetraron al unísono, una vez más la había perdido, cierto, pero tenía la certeza que caminaba por esas calles solitarias fuera de temporada. Como un ovillo, agazapado en el marco de la puerta y afiebrado cerré los ojos, creo que fueron segundos o años, la calentura no le daba permiso a mi razón para tener certezas. Cuando los abrí, creí que había retornado. Allí, junto al vidrio del escaparate me impactó parte de su espalda descubierta, lechosa, con algunas marcas casi tiza. Su pelo lacio convertido en rodete derivó de un pelirrojo cobrizo a un zanahoria. Sus piernas habían desaparecido en un par de borceguíes como los que se usan en la guerra. Una cuota de lucidez me llevó a preguntarme por lo sucedido entre el verano y este invierno. ¿Sería posible que una villa se suicidara? Temblando, no sé si por fiebre o por miedo, supe que ella conocía mi presencia, y que por eso siempre miraba la vidriera dándome la espalda. Sus cambios eran solo un juego para desorientarme, una piñata de cumpleaños desde la que arrojaba sus personalidades para agasajarme. Una copa me hubiese afirmado, el silencio me prohibió gemir, entre la petaca y yo se instaló el dolor. Mis ojos exigían una imagen límpida, pero la arenilla avanzaba sobre los médanos sin obstáculos, dueña de la villa sin hombres. No sé si fue distracción, pero ella desapareció una vez más y yo no me di cuenta. El escaparate quedó otra vez vacío. Me dije que el sueño no me vencería, sabía que iba a volver, y quería verla. Sin embargo sentí la tersura de su piel, aquellos baños desnudos en el mar, siguiendo el camino que nos marcaba la luna llena. El delirio no dejó que la viera llegar, pero ahí estaba junto al escaparate. Sabía que era ella, aunque un gorro de lana le cubría la cabeza. El vidrio jugaba como espejo, y mostró que la capucha no tenía orificio para los ojos. Su cuerpo desprovisto de prendas continuaba blanco y tiza.

El silencio se perpetuaba calladito y la enfermera con su índice y anular amordazaba mis labios. Una llovizna se agazapaba detrás, hasta que saqueó su cofia, entonces dejó de auxiliarme o secuestrarme, y corrió raudamente detrás del gorro blanco, o de la cruz roja. Era la misma que en la clínica me obligaba a formar fila, tomaba la pastilla y un velo negro me cubría.

Acalambrando mi pena llegó un espejismo que me cerraba la herida, un aire tibio me acarició permitiendo que me levantara. Entonces la busqué para alcanzarla, pero encontré el escaparate nuevamente vacío. Volví al sitio de observación a esperar su retorno, proponiéndome que ese tiempo, el que fuese, pasarlo con la ilusión de un feriado largo.
Sentado otra vez en el piso de madera, mascando sus astillas, solté una carcajada muda, alegrándome de la ausencia de gente, pensaba sobre todo en los turistas tan molestos y desconfiados, que por su propia frivolidad, me podían tomar por un secuestrador de vírgenes.

Era invierno, los vientos y las brisas paseaban a sus anchas por la villa, en cambio en verano, la Secretaría de Turismo los obliga a esquivar a los forasteros. Soy libre y a pesar de mi delirio pude ver al sol transformarse en una bola de fuego y desplomarse detrás de la ruta, convertido en píldora. El pobre astro deseaba llamar mi atención desconociendo que ese verano, junto a ella, nos sobrecogimos enamorados cuando caía una estrella. Me propuse esperar su regreso, aunque el viento deje frío y el saqueo sequía, y las siete trompetas del Apocalipsis no suenen por imperio del silencio de facto.

Mirando el escaparate vacío otra vez ella, sin jean, sin borceguíes, sin pelo lacio, sin capucha. Se presentaba calva y desnuda. Crucé para que no escape. Al querer reflejarme en sus ojos hallé dos cuencos vacíos insertos en el maniquí.
                                                                                              Eduardo Wolfson                   





sábado, 11 de agosto de 2018

Serie de unitarios

Décimo primer relato


De apoco, nos vamos acostumbrando a ganar la calle. Paladeamos como una gota de miel espesa la llegada de la democracia, la que nos dispara una bruma a los ojos para convertirse en lagrimón. Es el fin de una etapa de paso más lento que el cronológico. Una bestia prehistórica pisó y enterró a una sociedad victima, obligándome cotidianamente a publicarla como victimaria. La democracia en cambio es atlética, de paso ligero, el tiempo en ella huye como arena inasible. Yo continúo redactando versiones cambiadas, pero con otro signo. Gracias a la “democracia” oculto, que aparte del diario, ahora Boris es propietario de la papelera, de la AM y FM, y del canal de televisión. Pero el nuevo héroe es Antunez, aquel que sufrió el exilio, dejando en el diario una vacante que ocupé. Él maneja todos los medios, y habla con voz propia en contra de los ingleses, a favor de la patria recuperada. Insinúa las trapisondas de Del Castillo el ex de facto Intendente, del Almirante censor, del Obispo pedófilo,  de escribas serviles, de médicos inventores de partidas de nacimiento, todos huidos. También se abraza a las viejas de los grifos en sus rondas eternas, y enciende un discurso, recordando a los hijos que entregaron su vida por un mundo mejor. Sus finales resultan apoteóticos, todos con el mismo eslogan, “será justicia”. Al único que no nombra es a Boris, nuestro patrón.

Cruzando la plaza confiado. En el centro una murga se contonea con el ritmo de sus tambores, panderetas, platillos y redoblantes. Llenos de diversidad en sus disfraces, nos recuerdan que vivimos en democracia. Ocultos, en el entramado del caos de la comparsa, marchan oficiales con caras maquilladas, travestis de las fuerzas armadas. Luego de levantar vuelo algunas plumas de las muchachas del carnaval, aparecen en el aire las mariposas rasantes. Los que me rodean cambian sus gestos amargos, ahora son sonrisas que se vuelven risas, se abrazan y un canto chico nacido con vergüenza, se transforma en estruendo que ruge la multitud: “El pueblo unido jamás será vencido”

Así pasa la democracia, la del paso ligero. Los representantes elegidos polemizan en el concejo, que por algo es deliberante. El nuevo intendente viaja sin cesar a la capital provincial, y de ahí a la nacional. A veces puede endeudarse, a veces no lo dejan. Es un titiritero sin maestría, un hombre bueno, vecino conocido. Dialoga con la oposición y con sus correligionarios buscando el consenso. Lo principal para él es que la casa esté en orden, y se decide por los despidos. En el Palacio Municipal solo quedan los empleados antiguos, los que entraron en época de Del Castillo. En cada una de las bancas de concejales, el ujier, antes de iniciar la sesión coloca bandejas de plata conteniendo un sobre blanco. Para que haya orden en la casa, el que preside el salón de acuerdos toca la campana de partida, recién entonces cada concejal procede a guardar el sobre, en el bolsillo interno del traje los caballeros, y en sus carteras de diseño el cupo constitucional de damas.

Cruzando la plaza en democracia transgénica, advierto que el vuelo rasante de mariposas ha finalizado. Los ex empleados, por desacatados, son desalojados con balas de goma que dispara una nueva policía local, entrenada por el ruso, el tano y el gallego. Por una diagonal veo avanzar a Del Castillo, ahora secretario general de la asociación de sojeros y por la otra, a los hombres del glifosato. El encuentro es cordial, en la puerta principal se abrazan con el Intendente.

La nota, la titulo “El gran acuerdo”, y en la bajada, “Nuestro intendente electo ha prestado su conformidad. El municipio subsidiará al sector de la soja de  la región, presidido por el ex intendente de facto Del Castillo, a comprar el glifosato necesario para poner en valor y mercado cosechas esplendorosas. Luego de una recepción austera en el club social, el obispo bendijo en los campos a este nuevo revitalizador de cultivos.


Cruzando la plaza, el cielo se desploma, me refugio de un vuelo rasante de buitres, nuestra ciudad ha quedado fumigada.



sábado, 25 de marzo de 2017

Inconmovibles

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LA CONMEMORACIÓN INMORTAL                
Por Eduardo Wolfson


Mi nuevo propietario es petiso, pelado y chicato. No hablo con rencor, solo con el sabor ácido del desengaño. Lo conocí, departiendo con el encargado de la casa de remates. El movimiento constante de sus brazos manteniendo la conversación, daba cuenta de un temperamento firme. Recuerdo la transfiguración de su rostro cuando me descubrió. Sus ojos brillaron expresando el nacimiento del deseo. Su acompañante, advertido sobre el impacto que ejercí, comenzó a enumerar mis múltiples cualidades. El petiso era ansioso, interrumpió las alabanzas que me prodigaba el narrador de las exhibiciones, y acto seguido extendió un cheque que le entregó. Al rato, dos muchachones rescataron mi pudor con una hermosa funda, me subieron a un camión y me trasladaron hasta un trasatlántico. Cuando volvieron a desnudarme me encontré en este hermoso y vidriado rincón, rodeado por el sol. El petiso me observaba junto a una mujer en bata, y como tratando de convencerla, con énfasis exclamaba: “¿Decime si no es un ébano?”. Ella me circundaba sin decir palabra, mientras él proseguía como un encantador de serpientes “Esta belleza se merece una inauguración. Hablo de una gran fiesta, invitaremos a clientes, gerentes de empresas conocidas, los ceos más importantes, funcionarios políticos de primera línea, y un caballero de honor, un gran concertista”.

El contador propietario se deleitaba cargando mi espalda de billetes. Noté que la mujer en bata cruzó sus brazos, me echó una última mirada, y aprobó la idea del ágape para presentarme en sociedad, aclarando no entender, la presencia imprescindible de la música clásica que ellos odiaban.

A pesar de la comodidad que me rodeaba, pisando una alfombra persa, un espacio con vista a un jardín cuidado, la soledad me abrumaba. La poca gente que durante el día atravesaba el salón, me miraba a distancia, y mormuraba, algunos con fastidio, y otros con desenfado, dos palabras, “nuevos ricos”.

Mi propietario y propietaria, la señora de bata, eran muy aburridos. Sus conversaciones giraban alrededor de un solo tema, “Como provocar la envidia de los demás, proporcionalmente al progreso de su fortuna”.

Un día la mucama me acercó a un señor con barba candado y unos pequeños lentes sostenidos en la punta de su nariz. Cuando quedamos solos, el hombre extrajo un estetoscopio de su maletín, y lo posó en varias de mis partes más íntimas. Por la forma en que sus manos me tocaban, yo no sabía si se estaba propasando. Al fin se alejó exclamando la palabra “maravilloso”.

Al día siguiente, las instalaciones de mis propietarios rebozaban de invitados. Algunos traían cámaras fotográficas o filmadoras, la mayoría de las mujeres lucían envueltas en telas brillantes, los hombres vestían elegantes frac, y otros, esmoking. Yo era la novedad, la sorpresa, por lo tanto los organizadores, me cubrieron con un raso impactante que retiraron cuando llegó aquel hombre. Hubo aplausos, y luego, como respondiendo a un mandato, se recogieron en un silencio profundo. El recién llegado con tersura, paseó sus dedos por mis partes más voluminosas. Ignorando a los presentes comenzó a recorrer mi boca, lo hizo con tal dulzura que me excité. Todas las sensaciones de mi primer amor retornaban después de siglos, hasta recordé que lo llamaban Shopin.


A mis propietarios, el contador y la señora de bata, les encantó el éxito que produjo en los convidados su piano de cola. Hablaron sobre el acontecimiento muchos días antes de retirarse a descansar a sus respectivas cajas fuertes. FIN