domingo, 28 de octubre de 2012

Relato de "Sobre ráfagas y ausencias"

Tsunami
         
          En la mesa hay cinco jarritos vacíos de café, pero estoy solo. Puedo pensar que estaban en ella antes de que llegara. ¿Y cuándo llegué? También que yo los haya tomado. ¿Pero cuando fue que no me di cuenta?
         Claro, ¿Tal vez estuve con cuatro amigos? Imposible, ya no tengo amigos. Sin embargo algo empaña mi visión.
         Haber Ernesto, recopilemos, pero antes, colaborá con un poco de voluntad. Vamos, agarrá la servilleta y pásasela a los lentes para ver más claro. Efectivamente son lágrimas, ahora insinúate a vos mismo que desconoces el motivo. Comenzá por poner excusas, dale. Que la conjuntivitis está mal curada. No, mejor es la del cansancio visual, ese siempre te da lágrimas, y nadie va a decir que te estás volviendo flojo, aunque algunos deben estar pensando que estas hecho un viejo carcaman.
         Dale Ernesto no te desarmes, confesate vos una verdad. Para que te sea más fácil pásalas a tercera persona. “Esas lágrimas son llanto y ese llanto es la expresión de la angustia profunda…” ¡Muy bien! ¿Y con eso punto?

         Los rayos de sol se regodean en el mantel y brillan sobre el logo dorado, estampado en las tazas de la confitería. Este lugar no tiene nada que ver con mis lugares. Es un sitio esterilizado, “libre de humo”, como reza el cartelito de acrílico, muy coqueto, colocado estratégicamente en las columnas. 
         Una chica entera, enfundada en media minifalda negra recorre las mesas entregando y levantando pedidos. Muestra el culo que muy pocos miran, la mayoría se entretiene con su teléfono celular.
         Este sitio no tiene nada que ver con mis sitios, sin embargo, reconozco este rincón. Aunque no es el mismo piso, ahora es una cerámica que brilla, y en cada ángulo, muy pequeño, también resplandece el logo de la confitería. Antes había un granito gastado, sobre él una mesa de madera chueca, defecto que disimulábamos con una cuña de cartón.
         Sin tomarlo en cuenta, el nuevo siglo me cayó como un tsunami, palabra que, por otra parte, no podría haber acuñado sin la existencia de este siglo recién estrenado. ¿Qué hubiese dicho si mi vocabulario no hubiese agregado “tsunami” para describir la situación? ¿Torrente?, ¿Terremoto?, ¿Maremoto? Ninguna sirve como “tsunami” para señalar lo que siento.
         El nuevo siglo me dio la palabra, y en este lugar cibernético la uso. Una escenografía, abarrotada de gente que comparte con otros la mesa, hablando cada uno con su celular. En la mía cinco jarritos vacíos y mis lágrimas que se desperezan sobre el cristal orgánico de mis anteojos.
         ¡Vamos Ernesto! ¿Por qué este estado de ánimo?, después de todo las cosas han progresado. ¡Las cosas!, ¿Qué cosas?
         Si se me ocurriera preguntarlo en voz alta nadie me escucharía. Se envuelven en ese ruido infernal para no responder. Tengo la sensación que confunden trasgresión con talento. Indudablemente se trata de un progreso con mucha fritura, con anteojeras. Para la trasgresión sin talento el ruido basta.
         No hay caso Ernesto, siempre enroscándote con teorías, que te antojas desarrollar para esconder en un laberinto de palabras, este dolor… ¿Crónico?  
         Otra vez esta puntada arriba de la boca del estómago. Haber como disimulo. Respiro profundo, coloco mi dedo mayor sobre el punto doloroso y masajeo. De apoco, así despacito voy largando el aire. Nadie se da cuenta, solo la piba de la minifalda me mira, como exigiéndome que abandone la mesa o pida otro café.
         ¿Qué habrá sido de la vida de José?, es muy probable que ya sea hueso de cementerio, ese sí que era un mozo. Veía que cualquier tipo se agarraba algo, y ya estaba el con su copita de coñac, ofreciéndote su psicoanálisis a la mesa. Y aliviaba el gallego, como ¡aliviaba!
         Claro, es muy probable que se tratara solo de una sensación, todavía las cosas no me venían desde atrás, las teníamos colectivamente como futuro. Experimentábamos para los otros con nuestras vidas, sin pertenecernos la muerte. En nuestra juventud, no entraba ni remotamente la idea de cuan sanguinarios llegarían a ser nuestros verdugos.
         Todo lo intentábamos con ganas, con amor, con alegría, con vehemencia. Fueron días de militancia y amistad indivisibles. Fue una ráfaga de ilusión, oxigeno que se transformaba en ozono, vida que construía vida. Había tanta potencia. Solo la noche de los perversos, pudo con la muerte silenciarla.

         No necesitábamos estadios repletos para que una diva nos enceguezca con las luces, nos aturda con la electrónica, nos separe con el idioma y nos individualice con el precio de una entrada.
         La cosa era mucho más humilde, sin estridencia. Una guitarra, un fogón, manos que se encontraban, abrazos que se compartían y un vino tinto danzando en la luz

         Pero lo idílico, tal vez, no permitió que advirtiéramos la llegada de esas otras noches. Cayeron sobre nosotros trayendo ausencias y dispersión.
         Al mismo tiempo, unos desaparecían, otros se exiliaban, y muchos, nos mezclamos en el anonimato, obligándonos a la inmovilidad, para escondernos del monstruo que nos arrojaba.
         Después del terror, y el acecho de cobardes con hábitos nocturnos, necesitaron limpiar, esconder y justificar la sangre. Entre otras cosas cambiaron la cara al paisaje. Los viejos mozos del pucho en la boca trocaron en adolescentes de diecisiete años con el culo agrandado. Los que no están con el wi fi, lo hacen con su celular. Cada maestrito con su aparatito.
         Nos han transformado en seres pasajeros que aliviamos nuestra soledad con una página Web, capaz de traernos todo el peso de la nada. El monstruo está instalado confortablemente, mientras los monstruitos quedamos pendientes de la cuota del micro ondas.
         En todo este gran canje que los políticos llamaron “progreso”, alguna gente del pensamiento, “pos-modernidad”, y los gurúes, financistas, tecnológicos, o latifundistas, “calidad de vida”, quedamos fuera los que no pudimos dar por finalizada la historia, porque en ella habitan los amigos. Muchos, hace treinta años desaparecieron en la noche, y otros, como el Gato, que creo que decidió irse, al avizorar que su leucemia no se curaba con la democracia recién estrenada. Algunos llegaron a estos tiempos, pero con una renguera vieja que no los dejó avanzar. Luis, hastiado de la nada se pegó un tiro y Juan no pudo resistir más que insulten a su inteligencia y le pidió a su corazón parar en aquel taxi.

         Llamo a la muñeca en minifalda y pago los 5 cafés, que solo yo he bebido.
                                                     Eduardo Wolfson 

domingo, 21 de octubre de 2012


Otro mundo es posible
        
-No me digas que te perdiste cuando desde una terraza los llenaron de molotov a la cana.
         Fredi de la LVR, excitado como cuando se juega el clásico River y Boca, describe el Cordobazo.
         -Pero ¿qué clase de delegado de práctico sos?...todo Córdoba está en la calle. En lugar de tanta paja, mirá televisión gilún
         Es una iglesia protestante en el barrio de La Boca. La facultad, después de los últimos despelotes está cerrada. Los amantes de Calvino y de Lutero nos protegen, nos prestan su cenobio para realizar una asamblea en la clandestinidad.
         Estamos todos, los cánticos desalojan cualquier liturgia. Vengan de dónde vengan, se aprueban todas las mociones. Nunca he visto tanta unidad en los contrarios.
1) Publicar solicitada en los diarios, pidiendo a la población su solidaridad, por las represalias que somos victimas.
“Se aprueba”.
2) Pegatina de afiches alentando la lucha del pueblo cordobés.
 “Se aprueba”
3) Exigencia de liberación de todos los presos políticos.
“Se aprueba”
4) Apertura inmediata de la facultad.
“Se aprueba”
5) Invitar a los obreros a unirse a nuestra lucha, marchando con nosotros y abandonando sus fábricas.
“Se aprueba”
6) Formar comisiones para garantizar las acciones logísticas y de agitación de todas las mociones aprobadas.
“Se aprueba”
         Los responsables de comisiones levantan la mano haciendo proselitismo para que nos anotemos. A los codazos, como muchos otros, trato de acercarme a una pelirroja, trostkista e infartante que trata de mantener su diestra bien en alto.
         Ya estoy en el grupo de Lali, otros me envidian, pero en el colectivo no hay lugar para todos. Nuestra misión es sencilla. Distribuir a los trabajadores de la planta de Winco, los volantes que garantiza otra comisión. Con Lali y los cinco integrantes (cambiando de bares para no despertar sospechas), discutimos el operativo. Nos encontramos en barrio norte, Coronel Díaz y Santa Fe. Dos de los nuestros, esgrimiendo excusas inobjetables, han desertado sin concluir el recorrido, pero dejando la promesa firme de su presencia, al día siguiente, en la salida de la fábrica.
         Una compañera cargosa y muy fea, discute con Lali a favor del amor libre. Los tres nos acomodamos en una pizzería. Lali, a pesar de su troskismo, insiste en que para coger tiene que haber amor, mientras que la latosa, inoportuna y no dotada, sostiene la legitimidad del ejercicio del sexo en el “todos contra todos”. Los ánimos se caldean y las voces femeninas trepan en el salón.
         -¡Compañeras!_digo mirando a la pesada_ hay estado de sitio.
         Mi intervención minusválida tiene éxito. La insoportable deja el importe de su consumición, y ofendida, se despide manteniendo el encuentro para mañana.
         Lali y yo caminamos por Las Heras hacia el bajo. Es noche cerrada. Trato de hablar de nosotros, su proximidad y la soledad de la avenida, se prestan para pasar al tiempo apasionado. Pero es inútil, no puedo darle vuelta la página.
         Medio mimosa, Lali me pregunta donde queda Winco. ¡Casi me quedo mudo!:
                   -En ciudadela.
                   -Y eso, ¿por dónde es?
                   -Pasando Liniers.
                   -¿Es muy lejos?
                   -¿No conocés Liniers?
                   -No.
         Me callo, guardo mi agresividad revolucionaria en el bolsillo. Prefiero deleitarme mirando sus formas. Acepta que tomemos un café en el Blasón, se respira el aroma húmedo de la madrugada. En frente, los bancos de la plaza lucen parejas achichonadas. El mozo nos sirve las infusiones relojeando a Lali, pero ella me habla del topo gigio:
         -La televisión reemplazó la figura humana por un ratón. En los hogares, sus miembros, desarrollan emociones, sentimientos y afectos hacia un animal, que por otra parte, tradicionalmente, da escozor y es símbolo de la peste. ¿Te das cuenta?, es el imperialismo que utilizando un medio cultural e invasor, penetra en los hogares obreros para confundir sus sentimientos, al mismo tiempo que trata de impedir que el pueblo ocupe roles hegemónicos.
         Son las dos de la madrugada y yo le sigo prestando mi cara. No se me ocurre nada para quebrarle la bajada de línea permanente.
         Propongo acompañarla hasta la casa. Me dice que no es conveniente porque está quemada. Insisto. Acepta que lo haga hasta la esquina. Salimos, esta vez solo caminamos 2 cuadras por la calle Gelli y Obes. Se despide, hago que retrocedo, pero amparado en una columna de luz espío. Lali entra a una mansión, tal vez una herencia de un antepasado burgués. Nadie está exento.
                                                                   Eduardo Wolfson



domingo, 14 de octubre de 2012

El cuento que cuento no es cuento


Postigos cerrados
            
          Refugiada detrás de su ventana, Rosa observa aquel movimiento inusual. Se ocupó la casa de enfrente. Entre su mirada y la fachada de la vivienda se interpone el camión. Sin embargo, el ajetreo, le da la posibilidad de configurar un primer cuadro, se basa en las características de los muebles que se descargan, y en la vestimenta tan extraña, que usan los chicos de los nuevos vecinos corriendo alrededor del vehículo. En escena, aparece un perro bello. Es enorme, silueta estilizada,  pelaje plateado brilloso. Rosa tiembla, en su vida vio un animal así.
            Un hombre alto y corpulento reprende a los pibes con atuendo tíroles, estos agachan sus cabezas y sumisamente, junto al perro, desaparecen de la vista de Rosa. Ella escucha la recriminación pero no la comprende. Son vocablos duros, rígidos. "Como clavos golpeando en el fondo de una olla", piensa.
            El sol impacta en la ventana. La novedad le hace pasar a Rosa el momento del mate. Toma una bolsa y el monedero, su compañía inseparable de los días de feria. Camina tres cuadras por el barrio, se le acoplan algunas mujeres con el mismo destino. Es una mañana fresca. “No me dé esos zapallitos, me da los del otro cajón”, le dice al verdulero, mientras Chachi le susurra: "son alemanes, ¿vio el perro que tienen?”.
            A las 11, como todos los días, Rosa está esperando que salga el pan de la mejor horneada. Braulio, el panadero, comenta: “Son recién llegados, parece que ni la mujer, ni los chicos saben una palabra de castellano”. “Dicen que él es ingeniero de una empresa alemana”, completa Maruja, la empleada.   

            Frida se queda con sus hijos en la casa nueva. Después de ayudar a descargar, su esposo, de traje, se dirige hacia la parada del colectivo para la capital.
            Rosa, de nuevo detrás de su ventana. La ausencia del camión le permite espiar mejor las actividades de sus flamantes vecinos.
            Tratando de airear, Frida abre los postigos del frente, presta atención al paisaje nuevo. En el paneo visual descubre a Rosa, se le aparece fragmentada por los rayos de sol que hieren los vidrios. Ambas se observan, por un instante sus rostros perplejos, acaban dibujando una tenue sonrisa. Rosa piensa en idisch: "que joven que es, y tan blanca como yo". Frida sorprendida, siente ternura en alemán: "esa mujer, podría ser perfectamente mi madre".

            Es mediodía, el nieto de Rosa llega del colegio, tira su delantal y portafolios en el patio, antes de entrar en la cocina. Rosa escucha su alboroto. "se acabó la tranquilidad”, piensa. El glotón se echa sobre la mesa y engulle el primer kreplaj. Recién entonces mira a su abuela y le agradece con una sonrisa su plato favorito. La radio está encendida. Rosa suspira cuando escucha: "por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya". Pone el agua para el mate, el previo a su almuerzo.

            Frida, mientras tanto, rendida por la mudanza y la posterior limpieza a fondo, descansa en el sillón del comedor. Abraza a Ilona y Willie, sus hijos. Les cuenta que al día siguiente comenzarán la escuela. En los tres se adivina el temor a lo desconocido. Una ancestral canción de cuna alemana trae el alivio.

            Rosa entra en la verdulería, son las cinco menos cuarto de la tarde, está apurada porque no quiere perderse el radioteatro de las cinco.  Se olvidó por la mañana de comprar en la feria la zanahoria para Lázaro, su esposo, que todas las noches, al retornar del trabajo, las come ralladas como primer plato de la cena.

            En la verdulería está Frida. Hace gestos desesperados y repite una palabra en alemán. El verdulero se esfuerza pero no la comprende. "quiere repollo", le indica Rosa. El semblante del hombre se suaviza, mientras complace el pedido. Frida le agradece a Rosa en alemán. "No fue nada", le contesta Rosa en idisch.

            Esta mañana en la escuela, el nieto de Rosa junto con sus compañeros recibe una sorpresa. Se trata de Willie. Todos observan con recelo a ese flaco, rubio, todavía sin guardapolvos y vestido de tirolés, que luce como un guiñapo entre los brazos de la maestra: "Willie habla solo alemán, les pido que sean buenos amigos, y lo ayuden a entender nuestro idioma".
            La presencia del intruso los obliga a cambiar sus sitios habituales, y dejarle a su disposición el pupitre del centro del aula. La desconfianza inicial se transforma en rabia colectiva, al apreciar, como los ojos de la señorita son invadidos por un brillo de ternura que nunca exhibieron para ellos. En el recreo se produce la venganza, primero lo dejan solo, luego lo rodean, lo escupen, y a coro le recitan: "¡alemán, alemán culo de pan!". Willie es rescatado por la directora.

            El sol otoñal de las dos de la tarde, predispone a Rosa a tomar mate sentada sobre el pilar del frente del chalet. Frida la ve desde su ventana. Recuerda el episodio por el repollo de la tarde anterior. La conmueve aquella presencia. Se estira el cabello, hábilmente perfecciona un rodete, se sacude la pollera y se vuelve visible en el porche.        Rosa agita su brazo para que se acerque. Con paso apresurado Frida cruza la calle. Rosa ceba un mate y se lo extiende. Frida sonríe, pero con su cabeza niega el ofrecimiento. Se sienta al lado de Rosa, a ambas las ilumina el sol. Se miran, quedan calladas. Permanecen juntas casi dos horas. Rosa acaricia un malvón que se está marchitando, Frida señala las hojas que se precipitan de los árboles. Una nube inesperada tapa al sol. Las mujeres sienten frío. Frida se levanta y dice: "hasta pronto", en alemán, Rosa le contesta: "adiós", en idisch.

            En la escuela Willie ya es uno más. Aprende aceleradamente el castellano gracias a sus nuevos compañeros. Primero son las malas palabras. El nieto de Rosa se entretiene en el camino de regreso porque ahora tiene compañía. Camina junto a Willie, ambos revoleando sus respectivas carteras. El nieto de Rosa lo invita para la tarde a tomar Toddy, y escuchar juntos a Poncho Negro.

            Frida espera ansiosa que Rosa salga a tomar mate en el Pilar. Cuando la ve, sin pensarlo, corre a su encuentro. Esta vez las dos mujeres se besan. Ambas tienen la piel blanca-lechosa y los ojos claros. El alemán de Frida surge fluido de sus labios. Rosa capta solo algunas palabras que suenan parecido en idisch. Con la mano le hace señas para que hable más pausadamente. Frida cuenta su historia en alemán, Rosa le relata la suya en idisch. A veces ríen como dos adolescentes, porque no se entienden o le dan otro sentido a las frases. Las dos se sienten contentas, relajadas, las horas en el pilar se convierten en necesidad.

            El nieto de Rosa decide aceptar el ofrecimiento de Willie, este mediodía después de almorzar juegan en su casa. Willie le promete que va a mantener al perro atado en el árbol del fondo.
            Entrar inesperadamente del sol a un comedor oscuro lo deja ciego. Poco a poco va recuperando la visión, y con ella, la definición de los objetos. En las paredes hay fotos colgadas y un distintivo plateado que tiene la forma de alas de un pájaro.
            Mientras Willie entra en el patio para asegurar al animal, el nieto de Rosa inspecciona los cuadros. Adivina en uno al padre de Willie, más joven, vestido de militar junto a un avión bombardero. En otro, está el retrato de ese tipo con bigotitos como Chaplín, pero que Lázaro, su abuelo, aborrece en idisch cada vez que sale en el diario. En la habitación de Willie se entretienen con soldaditos de plomo.

            Lázaro llega del trabajo. Ha viajado en tren y dos colectivos, se siente cansado. Al ver a su nieto sonríe, coloca su sombrero sobre la repisa y deja que el chico le revise los bolsillos del traje, busca en cual está el milkibar que le trajo.
            Terminada la ceremonia cotidiana entre nieto y abuelo, Lázaro se cambia para cenar. Rosa deposita sobre la mesa el vino y la zanahoria rallada. Comen juntos.
            Después de escuchar a los Perez García, el matrimonio discute en idisch. El nieto de Rosa escucha sin entender, pero sabe como termina el intercambio de palabras. Ella le dice con bronca,"lituano", en idisch y él, bajando sus brazos en señal de vencido, pronuncia resignado:"Condesa Potovski ".

            Es día viernes, y en el cine dan tres películas de cowboys. Willie apesadumbrado, le comenta al nieto de Rosa que su padre no lo deja ir.
            Los chicos del barrio saltan de contentos. Todos llevan el importe de la entrada y algunas monedas para el colectivo y las golosinas. Desde su ventana Willie los saluda con tristeza.
            Se apagan las luces y en la pantalla principia la aventura. La diversión se matiza con gritos, risas y algún que otro proyectil que vuela por las plateas.
            El silencio consigue instalarse por un instante, y deja percibir que desde el pullman proviene un chistido. El nieto de Rosa mira: ve asomado en la baranda, medio cuerpo de Willie saludándolo.

            El esposo de Frida está en casa. Rosa no tendrá a su compañera por la tarde en el pilar. Con el mate entre sus manos observó a su nieto irse al cine. Previamente lo ha llenado de recomendaciones. Piensa en el marido de Frida: “Un hombre extraño, desde su llegada que no lo ha visto”. Doña teresa, la mujer de al lado, le ha contado que de noche siempre cenan solos ella y los chicos. Que sabe cuando él está, porque todos los postigos de la casa se encuentran cerrados. Rosa explora y confirma, efectivamente, la casa de Frida parece tapiada.

            El nieto de Rosa deja que sus compañeros se vayan, él decidió volver con Willie. Una vez terminada la función lo aguarda en el hall esperando verlo descender por la escalera del pullman. El cine se vacía, se cierra la ventanilla de la boletería, pero Willie no aparece. El nieto de Rosa sabe que no se confundió, le resulta extraño que se fuera sin contactarlo.

            A Lázaro lo sorprende el sonido del timbre a esta hora. El reloj le confirma que es las once de la noche. En el dintel de la puerta Frida tiembla. En un alemán desesperado explica su angustia. Rosa trata de consolarla en idisch mientras Lázaro, callado, observa a esa mujer desvalida en su puerta.

            "Así que a los alemanes se les escapó el hijo” -dice Chachi a la espera de una confirmación-. Rosa se encoge de hombros y sigue su camino hasta la panadería. "Yo, anoche escuché como ella lloraba y él la puteaba" -insiste Chachi para tentarla-. "¿vos hablás alemán?" -pregunta Rosa-. Chachi niega con la cabeza. "Entonces ¿cómo sabes que la puteaba?”. Rosa apura el paso y se distancia.

            Los postigos de la casa de Frida permanecen cerrados. Es mañana de sábado. Lázaro le pregunta a su nieto si vio a Willie. El pibe niega con la cabeza, sus labios están sellados. Es un día nublado y frío, solo algunos chicos salen detrás del carro de la panificación para comprar el lactal, los boyitos y las fugazzas gigantes fresquitas.  La puerta de la casa de Frida se abre de golpe, los que están en la calle quedan paralizados.

            El ovejero alemán parece liberarse de la mano de su dueño. A una velocidad monstruosa avanza seguro por la calle. Salta sobre el hijo del carpintero, otro de los nuevos compañeros de Willie. El chico cae al suelo ensangrentado. El esposo de Frida sin alterarse, pronuncia precisa, una orden en su idioma, y el perro suelta al chico para volver mansamente a su casa.

            Es noche de domingo, Willie retorna. Está hambriento y asustado por el castigo que le impondrá su padre. Al entrar se cobija en Frida, esconde el rostro en su pecho para parar posibles golpes. Se sientan a la mesa, no hay preguntas. El jefe de familia imperturbable, come, el resto hace lo mismo manteniendo sus cabezas gachas.

            En el pilar, Frida le levanta a Willie el sweater y la camisa. El chico no se resiste pero tensiona su rostro por el dolor. Rosa se toma la cara con las dos manos, no puede creer lo que está viendo. La espalda de Willie exhibe lonjas en carne viva.
            Frida le cuenta en alemán que a las 6 de la mañana el padre lo despertó, le ató los brazos al árbol del patio, lo llenó de latigazos y luego, se fue inmutable a su trabajo. Rosa se niega, en idish, a comprender lo evidente.

            Rosa no ha abandonado la costumbre mañanera de asomarse a la ventana. Su cabello se ha vuelto blanco, su nieto ya es un muchacho y Lázaro le habla cada noche de jubilación. El esposo de Frida sale más temprano que de costumbre, en esta oportunidad, ha reemplazado el portafolio habitual, por una maleta marrón, grande y rígida, parece pesarle.
            Rosa tiene un presentimiento, sus sentimientos se cruzan. Por un lado adivina la destrucción de una familia y eso la hiere, por otro, sabe que aquel déspota ya no molestará a los suyos, y eso la alegra.

            Frida corre hacia el pilar poco después del mediodía. Con el tiempo, también ella se ha acostumbrado a tomar mate y compartirlo con Rosa. En esta oportunidad sus ojos brillan. Su rostro sufrido trata de dibujar una sonrisa, para dedicar a su amiga. En alemán, ansiosa, le cuenta que él no volverá. Rosa calla, teme que cualquier comentario suyo, en idish,  sea perjudicial.
            En la puerta de Frida aparece la figura de Willie, se ha vuelto un muchacho alto de espaldas muy anchas. Mira hacia las mujeres, enfurecido le grita a la madre en alemán. Rosa se asombra, cree estar escuchando al esposo de Frida. Recuerda la sensación que tuvo de aquellos vocablos, el día que llegaron: “son como el sonido de un conjunto de tornillos cayendo en una olla de cocina”.
            Frida tiembla, no besa a Rosa, apenas consigue ponerse de pie y zigzagueando, cruza la calle hasta desaparecer detrás de su hijo. Willie cierra la puerta y al rato, frente a los ojos de medio barrio, se cierran los postigos.
                                                                       Eduardo Wolfson


lunes, 8 de octubre de 2012

Otro cuento que te cuento

Coartada

 Autor Eduardo Wolfson
Con un vaso de whisky, apoltronado en el sillón del living, Hugo, solitario, comenzó el festejo. En su departamento instalaron la televisión por cable. Esperó el comienzo de “Ley y orden”. Disfrutó del ritmo fílmico, las escenas cortas, la resolución de muchas con salidas irónicas. Sin embargo, después de servirse un segundo whisky, se sintió ansioso, levemente le temblaban las manos, evidenciando su malestar. Intranquilo atravesó el living, y antes de pisar la cocina, ojeó la puerta de entrada y comprobó que el pasador estaba corrido. Se acostó, y decidió tomarse un Uvasal, a lo mejor aquel nudo en el estómago se debía a la digestión lenta. A las siete, cando llamó el despertador,  Hugo ya cumplía con el rito del baño y la afeitada. No había pasado una buena noche, se despertó varias veces sobresaltado. Desde el divorcio,  no recordaba haber sufrido pesadillas, ni insomnio, su vida transcurría plácida, dormía más de ocho horas seguidas. Por ese día abandonó su desayuno habitual, café doble, tostadas con manteca y dulce. Lo reemplazó por un té de boldo, pensó que si se mantenía liviano hasta el mediodía desaparecerían esos trastornos, causados, según su creencia, por alguna comida mal digerida. En la entrada del edificio, Cardozo el encargado, cabeceó sin dejar de sacar brillo a los herrajes. Hugo retribuyó el gesto de saludo, pero en esta oportunidad agregó: “Son las ocho y diez Cardozo, yo salgo”. El portero asintió sorprendido. Hugo desandó los escalones del subte, cayendo en sus propias palabras: “¿Qué sentido tenía? haberle dicho Son las ocho y diez Cardozo, yo salgo”.  En su trabajo, se cruzó con la secretaria nueva del Director. Sintió impulso de frenarla, y lo hizo: “Soy Hugo Carozati, mucho gusto –le dijo- yo trabajo en aquel escritorio, y hoy, es 5 de marzo, son las diez y cinco de la mañana y estamos presentándonos”. La chica le prestó su sonrisa. Hugo continuó su camino. Esa noche, el delivery lo rescató del hambre. Entregó el dinero, la propina, tomó la pizza, la botella de vino y le dijo al muchacho: “Son las veinte horas, y me estás trayendo una calabresa a Medrano 675. ¿Lo vas a recordar? Creyéndolo borracho, el pibe montó su moto, y sin darle importancia, se marchó. Antes de comer, Hugo verificó que el ticket de la pizzería, tuviese la fecha y hora de emisión. Se prescribió relajarse viendo otro capítulo de Ley y orden: “Una pareja va a una plaza a prodigarse arrumacos, pero encuentran a una muchacha degollada en la base de un árbol. La policía precinta la escena del crimen. Los detectives interrogan a posibles testigos o sospechosos. Un vendedor de panchos del lugar, confiesa a los interrogadores, de muy mala gana, que cuando bajaba el sol, aproximadamente una hora antes según un perito de producirse el asesinato, un hombre, más bien bajo, y de aspecto latino le compró una salchicha, que comió debajo del árbol, prácticamente en el mismo sitio donde fue hallado el cadáver. El sabueso, pensando que el individuo le dibujaba una pista falsa, le pregunta cómo hace para identificarlo entre tantos clientes. El hombre de los perros calientes arroja un palillo de su boca, y con una sonrisa socarrona, apenas moviendo los labios, informa que el individuo en cuestión solo quiso la salchicha, dejándole el pan. Los detectives se retiran, mientras uno comenta a su compañero que buscan a un asesino a dieta”. Hugo aprovecha la pausa publicitaria, llama a su ex mujer, con quien mantiene una relación cordial pero distante. Ella contesta fervorosa, pero su ánimo decae cuando reconoce la voz de su ex cónyuge, Le dice que no está de humor para hablar. Hugo sin irritación, expresa: “son las veinte y cuarenta y cinco, te llamo durante la tanda intermedia de “Ley y orden”. Dan un capítulo que me tiene atrapado, hoy 5 de marzo, que la pases bien”, y cortó. Se sienta nuevamente en su sillón preferido, justo cuando: “una teniente negra, ordena a sus detectives que indaguen, entre los vagabundos latinos, que comen habitualmente salchicha sola en el parque central, para realizar una primera rueda de reconocimiento”. Hugo siente comezón en su brazo derecho, piensa que no es bueno estar solo en su casa, que si sucediera cualquier cosa, no podría justificar su inocencia sin coartada. Se dijo que lo mejor era tranquilizarse y analizar: “Por la mañana, Cardozo me vio salir a las ocho y diez, en el trabajo tengo cubierta mi presencia por el encuentro con la nueva secretaria. A las veinte estoy en casa, y tengo al ticket de la pizzería y al chico del delivery para demostrarlo. A las veinte y cuarenta y cinco llamo a Laura. Hasta ahí tengo coartada, pero de  ahora hasta mañana, ¿cómo hago para demostrar mi inocencia, del asesinato que pudiera producirse? Hugo decide llamar a su prepaga, habla de su comezón, le preguntan su edad, exagera un ardor de estómago que se anunciaba, la operadora habilita la visita de una ambulancia. Mientras espera la llegada del médico, Hugo vuelve a “Ley y orden”: Ahora los fiscales hablan con el psiquiatra, que les dice que una degollada al pie de un árbol, indica la posible escena de un rito. Que de ser así, puede tratarse de una secta. Que en ese caso, no sería uno sino varios asesinos. El fiscal comenta que no tiene evidencias suficientes para encarcelar a alguien. La fiscal indica que deben apresar al hombre latino que comió la salchicha, que bien podría ser el jefe de la cofradía a la que alude el psiquiatra, ya que la forense le ha dicho algo, que ahora en el relato cobra importancia. Que en la única herida que presenta la victima en el cuello, encontró una fibra que solo usaban, para la propia vestimenta y abrigo de sus muertos, los indios Tayrona de la Sierra Nevada en Colombia, antes de la llegada de Colón a sus tierras”. Suena el timbre. El paramédico y la doctora atienden a Hugo. Mientras el primero le toma la presión, la mujer palpa su abdomen. Hugo ve que el hombre anota en una planilla. La doctora ausculta su espalda y ordena que le inyecten antialérgico. El pinchazo es profundo. La doctora sonríe, y su compañero le pide que firme un recibo. Hugo confirma que la visita queda registrada en la central de la prepaga y que ellos le entregan una copia de lo firmado. Cuando Hugo vuelve al televisor: “los detectives interrogan, sin suerte, en el precinto, a un hombre obeso de tez oscura, con cabellera negra, poblada y compacta. Le preguntan por esa manía de comer salchicha sin pan debajo de un árbol. El sospechoso no contesta. Le muestran un retrato a lápiz de un indio Tayrona. Lo reconoce como un antepasado, pero dice que él no es Tayrona, que es americano, tiene papeles y paga sus impuestos. Le muestran una foto de la degollada. El declarante se quiebra, rompe en llanto, y al final expresa que no tiene idea de quien se trata. La interrogación se inclina entonces hacia cual era el sitio y que actividad ejercía en él, a la hora del asesinato. Amenazado con quedar detenido, saca de su bolsillo una factura de un motel, y alega que estuvo allí con la esposa del vendedor de salchichas, y que si no dijo nada antes, fue para no crearle problemas a la mujer. El conserje del motel dice no reconocer al sospechoso, pero si a la degollada y a la esposa del vendedor de salchichas, que mantenían reservada una habitación en el establecimiento. Los detectives arrestan al panchero, este niega conocer la relación de su esposa y la victima. Cuando lo interrogan acerca de su vinculación con una tribu Tayrona, el hombre no duda en solicitar un abogado. Los interrogadores se retiran”.  
A Hugo todavía le quedan más de diez horas para volver a su trabajo. Piensa que son diez horas que no podrá justificar si se queda solo en el departamento.. Decide salir y mezclarse con la gente, son la una de la madrugada. Camina por Constitución. Algunas prostitutas lo molestan y unos pibes con el rostro semicubierto por gorras lo estudian como presa fácil. Entra en un bar con muy pocos consumidores. En el mostrador, le pide al cantinero una ginebra. Un televisor en altura emite “Ley y orden”. “Me llamo Hugo Carozati”, le dice al que le sirve la ginebra y mira la serie: “El forense, le exhibe a un detective y al psiquiatra policial una fibra hallada en el cuello de una segunda victima, que yacía al pie de otro árbol. Asevera que también es de origen Tayrona. El detective esboza otra hipótesis. Para él no se trata de una secta, sino de un asesino en serie, que fue abandonado al nacer por su madre india. El psiquiatra, más cauto, mira la fibra, y agrega, que de ser así, muy bien podría tratarse de una secta, cuyos miembros fueron abandonados por una madre india que asesina en serie. El fiscal, que escucha la conversación al entrar, ordena que se detenga al docente de la escuela primaria que va su hijo. Ya en la sala de interrogatorios, el hombre niega haber participado en el degüello de la segunda joven, y que no tiene como probarlo, porque a esa hora estaba en la biblioteca solo, leyendo “A degüello”, un libro histórico de Argentina. En cuanto a la primera victima, reconoció haberla presenciado en un altercado sin importancia. Contó, que estaba en el puesto de panchos, ese día atendido por una mujer, pidiendo un sándwich cargado, o sea con cebolla, chile, manteca de cacao, patatas pisadas, rodajas de piña, un huevo frito de codorniz, y por supuesto dos super salchichas. La mujer, se acercó nerviosa por atrás suyo, e increpó a la señora de los panchos, quien le dijo que no podía abandonar el puesto hasta que la reemplace su marido. Ambas cruzaron sus miradas, destellando fuego. En un acto de furia, la que luego resultara victima, arrancó el sándwich de las manos del docente, para arrojárselo en el rostro a la esposa del panchero. La teniente negra y la ayudante del fiscal, que juntas escucharon los interrogatorios, concluyen, que el docente y la esposa del panchero, tenían motivo suficiente para asesinar a la degollada número uno, el primero, al verse arrancado violentamente del sándwich, y la panchera, por recibirlo en pleno rostro arruinándole el maquillaje”. “Me llamo Hugo Carozati”, le dice otra vez al mozo, y agrega: “¿Se lo dije?” El cantinero se acaricia un par de bigotes poblados y contesta que si se lo dijo, y que se caga en los homosexuales. Hugo abona, y sudando deja el boliche. En la calle visualiza un indigente apretujado en un umbral. Camina, solitario, bajo una llovizna leve. Un patrullero avanza a paso de hombre. Hugo siente aprensión. En el bolsillo interno del saco palpa su documento de identidad, y se tranquiliza. Piensa en un inminente interrogatorio, y como justificar su presencia en la madrugada de aquel lugar: “Les diré la verdad. Que soy Hugo Carozati, y que de mala gana camino en esta noche desabrida, porque de haber un crimen, nadie más que yo, justificaría mi presencia en casa, y que ellos dirían que no es una coartada sustentable, y me llevarían detenido como sospechoso”. El patrullero se detiene en la entrada de una pizzería abierta. Hugo aligera el paso y vuelve a su departamento. Se experimenta cansado, pero no puede dormir. Decide distraerse con Ley y orden: “el docente muere degollado en el presidio. Los investigadores interrogan a los penitenciarios presentes. Uno de ellos, el sargento Mamani, acepta haber mantenido relaciones con la segunda victima degollada, aclarando que no se presentó a la justicia porque tiene mujer, dos hijos y vive en un barrio residencial con cochera y aro de básquet. Al preguntársele ¿dónde estaba cuando degollaron a la primera victima?, el Sargento Mamaní solicitó un abogado, y no contestó amparándose en la primera enmienda. El forense encuentra en el cuello cercenado del docente otra fibra Tayrona, pero esta vez, reconstituida desde una célula madre. La autopsia del docente descubre un bolo alimenticio que fue parte de un sándwich recargado, conteniendo una huella parcial que pertenecería a la primera victima degollada.  Para el fiscal, el estudio muestra a las claras la inocencia del docente degollado en el presidio”.
En la computadora, Hugo anota la hora, y cuenta el argumento del segmento de Ley y orden vista en su casa. Describe las fotos de las degolladas, los rostros de los policías al saber que la escena del crimen se encuentra contaminada por motivos lesbios, y por último, al docente asesinado en el presidio, cuya autopsia demuestra su inocencia. Hugo siente pánico, quiere convencerse que lo registrado es evidencia suficiente de su paradero al momento de perpetrarse vaya a saber que crimen. Una vez más, trata de serenarse tomando un whisky, pero la botella se cae de sus manos. El líquido se desparrama en el suelo, él se agacha para recoger los vidrios esparcidos, y uno le corta la palma de la mano derecha. Las gotas de sangre señalan su derrotero. En el baño se desinfecta, se aplica una gasa. Debilitado vuelve al sillón. En Ley y orden: “el fiscal discute con el juez, quien dice que no habrá juicio porque los indios tayrona no pertenecen a su jurisdicción. El fiscal lo acusa de haber tomado esa determinación porque teme que la asociación de lesbianas pida su desafuero por discriminación. La discusión culmina con un acuerdo salomónico, el juicio se llevará a cabo, aceptando solo las evidencias que provengan de los latinos. El acuerdo, contempla que la esposa del docente degollado en prisión, quede detenida sin fianza, por ser el eslabón más débil del conflicto”. Hugo escucha un grito aterrador en el palier, deja sin volumen al televisor, y en otro plano, oye  una voz femenina que expresa reiteradamente la palabra “aguante”. Suena el timbre del departamento, y de inmediato, fuertes golpes en la puerta. Hugo tiembla, no quiere abrir, pero atraído por el zafarrancho corre el cerrojo. Un hombre de edad, semidesnudo, y una enfermera con un recipiente de enema en una mano y una manguera en la otra invaden como una tromba el comedor. El rostro agarrotado del anciano enuncia un sufrimiento insoportable.¡Aguante!, repite la mujer, pero el mortal se encoje, en posición de cuclillas despide primero un líquido, y esparce materia fecal por todo el ámbito, luego, acurrucado, despacha un llanto aliviador. Hugo abraza con alegría a la enfermera: “soy Hugo Carozati, son las dos de la madrugada, y es un placer para mí recibirlos en casa”. La mujer se deshace del abrazo. Asombrada por la recepción, observa a su alrededor tratando de incorporarse al contexto para entender la situación. La caca del piso, no logra tapar del todo las gotas de sangre derramada, y tampoco las esquirlas en que se convirtió la botella de whisky. “Por favor no vayan a creer que estoy loco –continuó diciendo Hugo Carozati – a pesar del enchastre, ustedes con su presencia dan credibilidad a mi coartada, y yo a la de ustedes, por supuesto”. El anciano, débil y asustado, tomó la mano de su enfermera, quien exigió, le  aclare lo de la coartada. Hugo eufórico respondió: “Pero ¿cómo?, pero ustedes no se han dado cuenta, que si en este momento se comete un crimen en cualquier parte, todos somos automáticamente sospechosos, y al ser interrogados, tendremos que mostrar fehacientemente, cual era nuestro paradero a la hora del crimen, sino queremos morir asesinados en la cárcel”. Enfermera y paciente, agotados por sus propios trajines encadenados, cayeron sobre el sillón, mientras que Hugo alzaba el volumen del televisor: “Los detectives interrogan a la cónyuge del docente asesinado en prisión, quien confiesa que es la madre de la segunda victima degollada, hecho que ocultó para que no se enterara el docente, su cuarto esposo, que creyó haberse casado con una mujer virgen, sin querer ella contrariarlo. Una fibra tayrona aparece jugando entre los dedos de la detenida. Un detective se la arranca y la acusa del asesinato de la segunda victima, o sea su hija. Ella llora y asiente. Entra el fiscal y le hace una oferta, reemplazar la silla electrica por una probation en una escuela de sordomudos, a cambio que confiese quien asesinó a la primera victima. Ella acepta y descarga un ¡fui yo!”. Se oyen una multiplicidad de sirenas, un grupo especial de la policía rompe la puerta del departamento de Hugo. Uno de sus componentes arroja a Hugo sobre la caca y lo esposa, la enfermera es arrastrada por la cofia hasta el palier. El impacto provoca un paro cardíaco en el anciano. El inspector de homicidios se presenta en la escena del crimen. Observa el recipiente de enema y la manguera, la materia fecal tapando los chorros de sangre y vidrio que lo llevan hasta el baño. Al salir, los vecinos del edificio que hicieron la denuncia cuando escuchaban los pedidos de auxilio del viejo, le señalaron a Hugo como el inquilino del departamento. El inspector le dice que es el asesino y que le esperan unos cuantos años adentro. “Si mañana hablo con el juez, lo aclaro todo”   le dice Hugo ofuscado – la enfermera va a testificar que el muerto era su paciente y que yo no tuve nada que ver”. El inspector lo interrumpe, le dice que no se haga el gallito y que sepa que va a pasar unos cuantos años adentro antes de ver a un juez o a un fiscal, que esto es la Argentina y que le parece que tiene la cabeza llena de series.