domingo, 14 de octubre de 2012

El cuento que cuento no es cuento


Postigos cerrados
            
          Refugiada detrás de su ventana, Rosa observa aquel movimiento inusual. Se ocupó la casa de enfrente. Entre su mirada y la fachada de la vivienda se interpone el camión. Sin embargo, el ajetreo, le da la posibilidad de configurar un primer cuadro, se basa en las características de los muebles que se descargan, y en la vestimenta tan extraña, que usan los chicos de los nuevos vecinos corriendo alrededor del vehículo. En escena, aparece un perro bello. Es enorme, silueta estilizada,  pelaje plateado brilloso. Rosa tiembla, en su vida vio un animal así.
            Un hombre alto y corpulento reprende a los pibes con atuendo tíroles, estos agachan sus cabezas y sumisamente, junto al perro, desaparecen de la vista de Rosa. Ella escucha la recriminación pero no la comprende. Son vocablos duros, rígidos. "Como clavos golpeando en el fondo de una olla", piensa.
            El sol impacta en la ventana. La novedad le hace pasar a Rosa el momento del mate. Toma una bolsa y el monedero, su compañía inseparable de los días de feria. Camina tres cuadras por el barrio, se le acoplan algunas mujeres con el mismo destino. Es una mañana fresca. “No me dé esos zapallitos, me da los del otro cajón”, le dice al verdulero, mientras Chachi le susurra: "son alemanes, ¿vio el perro que tienen?”.
            A las 11, como todos los días, Rosa está esperando que salga el pan de la mejor horneada. Braulio, el panadero, comenta: “Son recién llegados, parece que ni la mujer, ni los chicos saben una palabra de castellano”. “Dicen que él es ingeniero de una empresa alemana”, completa Maruja, la empleada.   

            Frida se queda con sus hijos en la casa nueva. Después de ayudar a descargar, su esposo, de traje, se dirige hacia la parada del colectivo para la capital.
            Rosa, de nuevo detrás de su ventana. La ausencia del camión le permite espiar mejor las actividades de sus flamantes vecinos.
            Tratando de airear, Frida abre los postigos del frente, presta atención al paisaje nuevo. En el paneo visual descubre a Rosa, se le aparece fragmentada por los rayos de sol que hieren los vidrios. Ambas se observan, por un instante sus rostros perplejos, acaban dibujando una tenue sonrisa. Rosa piensa en idisch: "que joven que es, y tan blanca como yo". Frida sorprendida, siente ternura en alemán: "esa mujer, podría ser perfectamente mi madre".

            Es mediodía, el nieto de Rosa llega del colegio, tira su delantal y portafolios en el patio, antes de entrar en la cocina. Rosa escucha su alboroto. "se acabó la tranquilidad”, piensa. El glotón se echa sobre la mesa y engulle el primer kreplaj. Recién entonces mira a su abuela y le agradece con una sonrisa su plato favorito. La radio está encendida. Rosa suspira cuando escucha: "por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya". Pone el agua para el mate, el previo a su almuerzo.

            Frida, mientras tanto, rendida por la mudanza y la posterior limpieza a fondo, descansa en el sillón del comedor. Abraza a Ilona y Willie, sus hijos. Les cuenta que al día siguiente comenzarán la escuela. En los tres se adivina el temor a lo desconocido. Una ancestral canción de cuna alemana trae el alivio.

            Rosa entra en la verdulería, son las cinco menos cuarto de la tarde, está apurada porque no quiere perderse el radioteatro de las cinco.  Se olvidó por la mañana de comprar en la feria la zanahoria para Lázaro, su esposo, que todas las noches, al retornar del trabajo, las come ralladas como primer plato de la cena.

            En la verdulería está Frida. Hace gestos desesperados y repite una palabra en alemán. El verdulero se esfuerza pero no la comprende. "quiere repollo", le indica Rosa. El semblante del hombre se suaviza, mientras complace el pedido. Frida le agradece a Rosa en alemán. "No fue nada", le contesta Rosa en idisch.

            Esta mañana en la escuela, el nieto de Rosa junto con sus compañeros recibe una sorpresa. Se trata de Willie. Todos observan con recelo a ese flaco, rubio, todavía sin guardapolvos y vestido de tirolés, que luce como un guiñapo entre los brazos de la maestra: "Willie habla solo alemán, les pido que sean buenos amigos, y lo ayuden a entender nuestro idioma".
            La presencia del intruso los obliga a cambiar sus sitios habituales, y dejarle a su disposición el pupitre del centro del aula. La desconfianza inicial se transforma en rabia colectiva, al apreciar, como los ojos de la señorita son invadidos por un brillo de ternura que nunca exhibieron para ellos. En el recreo se produce la venganza, primero lo dejan solo, luego lo rodean, lo escupen, y a coro le recitan: "¡alemán, alemán culo de pan!". Willie es rescatado por la directora.

            El sol otoñal de las dos de la tarde, predispone a Rosa a tomar mate sentada sobre el pilar del frente del chalet. Frida la ve desde su ventana. Recuerda el episodio por el repollo de la tarde anterior. La conmueve aquella presencia. Se estira el cabello, hábilmente perfecciona un rodete, se sacude la pollera y se vuelve visible en el porche.        Rosa agita su brazo para que se acerque. Con paso apresurado Frida cruza la calle. Rosa ceba un mate y se lo extiende. Frida sonríe, pero con su cabeza niega el ofrecimiento. Se sienta al lado de Rosa, a ambas las ilumina el sol. Se miran, quedan calladas. Permanecen juntas casi dos horas. Rosa acaricia un malvón que se está marchitando, Frida señala las hojas que se precipitan de los árboles. Una nube inesperada tapa al sol. Las mujeres sienten frío. Frida se levanta y dice: "hasta pronto", en alemán, Rosa le contesta: "adiós", en idisch.

            En la escuela Willie ya es uno más. Aprende aceleradamente el castellano gracias a sus nuevos compañeros. Primero son las malas palabras. El nieto de Rosa se entretiene en el camino de regreso porque ahora tiene compañía. Camina junto a Willie, ambos revoleando sus respectivas carteras. El nieto de Rosa lo invita para la tarde a tomar Toddy, y escuchar juntos a Poncho Negro.

            Frida espera ansiosa que Rosa salga a tomar mate en el Pilar. Cuando la ve, sin pensarlo, corre a su encuentro. Esta vez las dos mujeres se besan. Ambas tienen la piel blanca-lechosa y los ojos claros. El alemán de Frida surge fluido de sus labios. Rosa capta solo algunas palabras que suenan parecido en idisch. Con la mano le hace señas para que hable más pausadamente. Frida cuenta su historia en alemán, Rosa le relata la suya en idisch. A veces ríen como dos adolescentes, porque no se entienden o le dan otro sentido a las frases. Las dos se sienten contentas, relajadas, las horas en el pilar se convierten en necesidad.

            El nieto de Rosa decide aceptar el ofrecimiento de Willie, este mediodía después de almorzar juegan en su casa. Willie le promete que va a mantener al perro atado en el árbol del fondo.
            Entrar inesperadamente del sol a un comedor oscuro lo deja ciego. Poco a poco va recuperando la visión, y con ella, la definición de los objetos. En las paredes hay fotos colgadas y un distintivo plateado que tiene la forma de alas de un pájaro.
            Mientras Willie entra en el patio para asegurar al animal, el nieto de Rosa inspecciona los cuadros. Adivina en uno al padre de Willie, más joven, vestido de militar junto a un avión bombardero. En otro, está el retrato de ese tipo con bigotitos como Chaplín, pero que Lázaro, su abuelo, aborrece en idisch cada vez que sale en el diario. En la habitación de Willie se entretienen con soldaditos de plomo.

            Lázaro llega del trabajo. Ha viajado en tren y dos colectivos, se siente cansado. Al ver a su nieto sonríe, coloca su sombrero sobre la repisa y deja que el chico le revise los bolsillos del traje, busca en cual está el milkibar que le trajo.
            Terminada la ceremonia cotidiana entre nieto y abuelo, Lázaro se cambia para cenar. Rosa deposita sobre la mesa el vino y la zanahoria rallada. Comen juntos.
            Después de escuchar a los Perez García, el matrimonio discute en idisch. El nieto de Rosa escucha sin entender, pero sabe como termina el intercambio de palabras. Ella le dice con bronca,"lituano", en idisch y él, bajando sus brazos en señal de vencido, pronuncia resignado:"Condesa Potovski ".

            Es día viernes, y en el cine dan tres películas de cowboys. Willie apesadumbrado, le comenta al nieto de Rosa que su padre no lo deja ir.
            Los chicos del barrio saltan de contentos. Todos llevan el importe de la entrada y algunas monedas para el colectivo y las golosinas. Desde su ventana Willie los saluda con tristeza.
            Se apagan las luces y en la pantalla principia la aventura. La diversión se matiza con gritos, risas y algún que otro proyectil que vuela por las plateas.
            El silencio consigue instalarse por un instante, y deja percibir que desde el pullman proviene un chistido. El nieto de Rosa mira: ve asomado en la baranda, medio cuerpo de Willie saludándolo.

            El esposo de Frida está en casa. Rosa no tendrá a su compañera por la tarde en el pilar. Con el mate entre sus manos observó a su nieto irse al cine. Previamente lo ha llenado de recomendaciones. Piensa en el marido de Frida: “Un hombre extraño, desde su llegada que no lo ha visto”. Doña teresa, la mujer de al lado, le ha contado que de noche siempre cenan solos ella y los chicos. Que sabe cuando él está, porque todos los postigos de la casa se encuentran cerrados. Rosa explora y confirma, efectivamente, la casa de Frida parece tapiada.

            El nieto de Rosa deja que sus compañeros se vayan, él decidió volver con Willie. Una vez terminada la función lo aguarda en el hall esperando verlo descender por la escalera del pullman. El cine se vacía, se cierra la ventanilla de la boletería, pero Willie no aparece. El nieto de Rosa sabe que no se confundió, le resulta extraño que se fuera sin contactarlo.

            A Lázaro lo sorprende el sonido del timbre a esta hora. El reloj le confirma que es las once de la noche. En el dintel de la puerta Frida tiembla. En un alemán desesperado explica su angustia. Rosa trata de consolarla en idisch mientras Lázaro, callado, observa a esa mujer desvalida en su puerta.

            "Así que a los alemanes se les escapó el hijo” -dice Chachi a la espera de una confirmación-. Rosa se encoge de hombros y sigue su camino hasta la panadería. "Yo, anoche escuché como ella lloraba y él la puteaba" -insiste Chachi para tentarla-. "¿vos hablás alemán?" -pregunta Rosa-. Chachi niega con la cabeza. "Entonces ¿cómo sabes que la puteaba?”. Rosa apura el paso y se distancia.

            Los postigos de la casa de Frida permanecen cerrados. Es mañana de sábado. Lázaro le pregunta a su nieto si vio a Willie. El pibe niega con la cabeza, sus labios están sellados. Es un día nublado y frío, solo algunos chicos salen detrás del carro de la panificación para comprar el lactal, los boyitos y las fugazzas gigantes fresquitas.  La puerta de la casa de Frida se abre de golpe, los que están en la calle quedan paralizados.

            El ovejero alemán parece liberarse de la mano de su dueño. A una velocidad monstruosa avanza seguro por la calle. Salta sobre el hijo del carpintero, otro de los nuevos compañeros de Willie. El chico cae al suelo ensangrentado. El esposo de Frida sin alterarse, pronuncia precisa, una orden en su idioma, y el perro suelta al chico para volver mansamente a su casa.

            Es noche de domingo, Willie retorna. Está hambriento y asustado por el castigo que le impondrá su padre. Al entrar se cobija en Frida, esconde el rostro en su pecho para parar posibles golpes. Se sientan a la mesa, no hay preguntas. El jefe de familia imperturbable, come, el resto hace lo mismo manteniendo sus cabezas gachas.

            En el pilar, Frida le levanta a Willie el sweater y la camisa. El chico no se resiste pero tensiona su rostro por el dolor. Rosa se toma la cara con las dos manos, no puede creer lo que está viendo. La espalda de Willie exhibe lonjas en carne viva.
            Frida le cuenta en alemán que a las 6 de la mañana el padre lo despertó, le ató los brazos al árbol del patio, lo llenó de latigazos y luego, se fue inmutable a su trabajo. Rosa se niega, en idish, a comprender lo evidente.

            Rosa no ha abandonado la costumbre mañanera de asomarse a la ventana. Su cabello se ha vuelto blanco, su nieto ya es un muchacho y Lázaro le habla cada noche de jubilación. El esposo de Frida sale más temprano que de costumbre, en esta oportunidad, ha reemplazado el portafolio habitual, por una maleta marrón, grande y rígida, parece pesarle.
            Rosa tiene un presentimiento, sus sentimientos se cruzan. Por un lado adivina la destrucción de una familia y eso la hiere, por otro, sabe que aquel déspota ya no molestará a los suyos, y eso la alegra.

            Frida corre hacia el pilar poco después del mediodía. Con el tiempo, también ella se ha acostumbrado a tomar mate y compartirlo con Rosa. En esta oportunidad sus ojos brillan. Su rostro sufrido trata de dibujar una sonrisa, para dedicar a su amiga. En alemán, ansiosa, le cuenta que él no volverá. Rosa calla, teme que cualquier comentario suyo, en idish,  sea perjudicial.
            En la puerta de Frida aparece la figura de Willie, se ha vuelto un muchacho alto de espaldas muy anchas. Mira hacia las mujeres, enfurecido le grita a la madre en alemán. Rosa se asombra, cree estar escuchando al esposo de Frida. Recuerda la sensación que tuvo de aquellos vocablos, el día que llegaron: “son como el sonido de un conjunto de tornillos cayendo en una olla de cocina”.
            Frida tiembla, no besa a Rosa, apenas consigue ponerse de pie y zigzagueando, cruza la calle hasta desaparecer detrás de su hijo. Willie cierra la puerta y al rato, frente a los ojos de medio barrio, se cierran los postigos.
                                                                       Eduardo Wolfson


No hay comentarios:

Publicar un comentario