lunes, 8 de octubre de 2012

Otro cuento que te cuento

Coartada

 Autor Eduardo Wolfson
Con un vaso de whisky, apoltronado en el sillón del living, Hugo, solitario, comenzó el festejo. En su departamento instalaron la televisión por cable. Esperó el comienzo de “Ley y orden”. Disfrutó del ritmo fílmico, las escenas cortas, la resolución de muchas con salidas irónicas. Sin embargo, después de servirse un segundo whisky, se sintió ansioso, levemente le temblaban las manos, evidenciando su malestar. Intranquilo atravesó el living, y antes de pisar la cocina, ojeó la puerta de entrada y comprobó que el pasador estaba corrido. Se acostó, y decidió tomarse un Uvasal, a lo mejor aquel nudo en el estómago se debía a la digestión lenta. A las siete, cando llamó el despertador,  Hugo ya cumplía con el rito del baño y la afeitada. No había pasado una buena noche, se despertó varias veces sobresaltado. Desde el divorcio,  no recordaba haber sufrido pesadillas, ni insomnio, su vida transcurría plácida, dormía más de ocho horas seguidas. Por ese día abandonó su desayuno habitual, café doble, tostadas con manteca y dulce. Lo reemplazó por un té de boldo, pensó que si se mantenía liviano hasta el mediodía desaparecerían esos trastornos, causados, según su creencia, por alguna comida mal digerida. En la entrada del edificio, Cardozo el encargado, cabeceó sin dejar de sacar brillo a los herrajes. Hugo retribuyó el gesto de saludo, pero en esta oportunidad agregó: “Son las ocho y diez Cardozo, yo salgo”. El portero asintió sorprendido. Hugo desandó los escalones del subte, cayendo en sus propias palabras: “¿Qué sentido tenía? haberle dicho Son las ocho y diez Cardozo, yo salgo”.  En su trabajo, se cruzó con la secretaria nueva del Director. Sintió impulso de frenarla, y lo hizo: “Soy Hugo Carozati, mucho gusto –le dijo- yo trabajo en aquel escritorio, y hoy, es 5 de marzo, son las diez y cinco de la mañana y estamos presentándonos”. La chica le prestó su sonrisa. Hugo continuó su camino. Esa noche, el delivery lo rescató del hambre. Entregó el dinero, la propina, tomó la pizza, la botella de vino y le dijo al muchacho: “Son las veinte horas, y me estás trayendo una calabresa a Medrano 675. ¿Lo vas a recordar? Creyéndolo borracho, el pibe montó su moto, y sin darle importancia, se marchó. Antes de comer, Hugo verificó que el ticket de la pizzería, tuviese la fecha y hora de emisión. Se prescribió relajarse viendo otro capítulo de Ley y orden: “Una pareja va a una plaza a prodigarse arrumacos, pero encuentran a una muchacha degollada en la base de un árbol. La policía precinta la escena del crimen. Los detectives interrogan a posibles testigos o sospechosos. Un vendedor de panchos del lugar, confiesa a los interrogadores, de muy mala gana, que cuando bajaba el sol, aproximadamente una hora antes según un perito de producirse el asesinato, un hombre, más bien bajo, y de aspecto latino le compró una salchicha, que comió debajo del árbol, prácticamente en el mismo sitio donde fue hallado el cadáver. El sabueso, pensando que el individuo le dibujaba una pista falsa, le pregunta cómo hace para identificarlo entre tantos clientes. El hombre de los perros calientes arroja un palillo de su boca, y con una sonrisa socarrona, apenas moviendo los labios, informa que el individuo en cuestión solo quiso la salchicha, dejándole el pan. Los detectives se retiran, mientras uno comenta a su compañero que buscan a un asesino a dieta”. Hugo aprovecha la pausa publicitaria, llama a su ex mujer, con quien mantiene una relación cordial pero distante. Ella contesta fervorosa, pero su ánimo decae cuando reconoce la voz de su ex cónyuge, Le dice que no está de humor para hablar. Hugo sin irritación, expresa: “son las veinte y cuarenta y cinco, te llamo durante la tanda intermedia de “Ley y orden”. Dan un capítulo que me tiene atrapado, hoy 5 de marzo, que la pases bien”, y cortó. Se sienta nuevamente en su sillón preferido, justo cuando: “una teniente negra, ordena a sus detectives que indaguen, entre los vagabundos latinos, que comen habitualmente salchicha sola en el parque central, para realizar una primera rueda de reconocimiento”. Hugo siente comezón en su brazo derecho, piensa que no es bueno estar solo en su casa, que si sucediera cualquier cosa, no podría justificar su inocencia sin coartada. Se dijo que lo mejor era tranquilizarse y analizar: “Por la mañana, Cardozo me vio salir a las ocho y diez, en el trabajo tengo cubierta mi presencia por el encuentro con la nueva secretaria. A las veinte estoy en casa, y tengo al ticket de la pizzería y al chico del delivery para demostrarlo. A las veinte y cuarenta y cinco llamo a Laura. Hasta ahí tengo coartada, pero de  ahora hasta mañana, ¿cómo hago para demostrar mi inocencia, del asesinato que pudiera producirse? Hugo decide llamar a su prepaga, habla de su comezón, le preguntan su edad, exagera un ardor de estómago que se anunciaba, la operadora habilita la visita de una ambulancia. Mientras espera la llegada del médico, Hugo vuelve a “Ley y orden”: Ahora los fiscales hablan con el psiquiatra, que les dice que una degollada al pie de un árbol, indica la posible escena de un rito. Que de ser así, puede tratarse de una secta. Que en ese caso, no sería uno sino varios asesinos. El fiscal comenta que no tiene evidencias suficientes para encarcelar a alguien. La fiscal indica que deben apresar al hombre latino que comió la salchicha, que bien podría ser el jefe de la cofradía a la que alude el psiquiatra, ya que la forense le ha dicho algo, que ahora en el relato cobra importancia. Que en la única herida que presenta la victima en el cuello, encontró una fibra que solo usaban, para la propia vestimenta y abrigo de sus muertos, los indios Tayrona de la Sierra Nevada en Colombia, antes de la llegada de Colón a sus tierras”. Suena el timbre. El paramédico y la doctora atienden a Hugo. Mientras el primero le toma la presión, la mujer palpa su abdomen. Hugo ve que el hombre anota en una planilla. La doctora ausculta su espalda y ordena que le inyecten antialérgico. El pinchazo es profundo. La doctora sonríe, y su compañero le pide que firme un recibo. Hugo confirma que la visita queda registrada en la central de la prepaga y que ellos le entregan una copia de lo firmado. Cuando Hugo vuelve al televisor: “los detectives interrogan, sin suerte, en el precinto, a un hombre obeso de tez oscura, con cabellera negra, poblada y compacta. Le preguntan por esa manía de comer salchicha sin pan debajo de un árbol. El sospechoso no contesta. Le muestran un retrato a lápiz de un indio Tayrona. Lo reconoce como un antepasado, pero dice que él no es Tayrona, que es americano, tiene papeles y paga sus impuestos. Le muestran una foto de la degollada. El declarante se quiebra, rompe en llanto, y al final expresa que no tiene idea de quien se trata. La interrogación se inclina entonces hacia cual era el sitio y que actividad ejercía en él, a la hora del asesinato. Amenazado con quedar detenido, saca de su bolsillo una factura de un motel, y alega que estuvo allí con la esposa del vendedor de salchichas, y que si no dijo nada antes, fue para no crearle problemas a la mujer. El conserje del motel dice no reconocer al sospechoso, pero si a la degollada y a la esposa del vendedor de salchichas, que mantenían reservada una habitación en el establecimiento. Los detectives arrestan al panchero, este niega conocer la relación de su esposa y la victima. Cuando lo interrogan acerca de su vinculación con una tribu Tayrona, el hombre no duda en solicitar un abogado. Los interrogadores se retiran”.  
A Hugo todavía le quedan más de diez horas para volver a su trabajo. Piensa que son diez horas que no podrá justificar si se queda solo en el departamento.. Decide salir y mezclarse con la gente, son la una de la madrugada. Camina por Constitución. Algunas prostitutas lo molestan y unos pibes con el rostro semicubierto por gorras lo estudian como presa fácil. Entra en un bar con muy pocos consumidores. En el mostrador, le pide al cantinero una ginebra. Un televisor en altura emite “Ley y orden”. “Me llamo Hugo Carozati”, le dice al que le sirve la ginebra y mira la serie: “El forense, le exhibe a un detective y al psiquiatra policial una fibra hallada en el cuello de una segunda victima, que yacía al pie de otro árbol. Asevera que también es de origen Tayrona. El detective esboza otra hipótesis. Para él no se trata de una secta, sino de un asesino en serie, que fue abandonado al nacer por su madre india. El psiquiatra, más cauto, mira la fibra, y agrega, que de ser así, muy bien podría tratarse de una secta, cuyos miembros fueron abandonados por una madre india que asesina en serie. El fiscal, que escucha la conversación al entrar, ordena que se detenga al docente de la escuela primaria que va su hijo. Ya en la sala de interrogatorios, el hombre niega haber participado en el degüello de la segunda joven, y que no tiene como probarlo, porque a esa hora estaba en la biblioteca solo, leyendo “A degüello”, un libro histórico de Argentina. En cuanto a la primera victima, reconoció haberla presenciado en un altercado sin importancia. Contó, que estaba en el puesto de panchos, ese día atendido por una mujer, pidiendo un sándwich cargado, o sea con cebolla, chile, manteca de cacao, patatas pisadas, rodajas de piña, un huevo frito de codorniz, y por supuesto dos super salchichas. La mujer, se acercó nerviosa por atrás suyo, e increpó a la señora de los panchos, quien le dijo que no podía abandonar el puesto hasta que la reemplace su marido. Ambas cruzaron sus miradas, destellando fuego. En un acto de furia, la que luego resultara victima, arrancó el sándwich de las manos del docente, para arrojárselo en el rostro a la esposa del panchero. La teniente negra y la ayudante del fiscal, que juntas escucharon los interrogatorios, concluyen, que el docente y la esposa del panchero, tenían motivo suficiente para asesinar a la degollada número uno, el primero, al verse arrancado violentamente del sándwich, y la panchera, por recibirlo en pleno rostro arruinándole el maquillaje”. “Me llamo Hugo Carozati”, le dice otra vez al mozo, y agrega: “¿Se lo dije?” El cantinero se acaricia un par de bigotes poblados y contesta que si se lo dijo, y que se caga en los homosexuales. Hugo abona, y sudando deja el boliche. En la calle visualiza un indigente apretujado en un umbral. Camina, solitario, bajo una llovizna leve. Un patrullero avanza a paso de hombre. Hugo siente aprensión. En el bolsillo interno del saco palpa su documento de identidad, y se tranquiliza. Piensa en un inminente interrogatorio, y como justificar su presencia en la madrugada de aquel lugar: “Les diré la verdad. Que soy Hugo Carozati, y que de mala gana camino en esta noche desabrida, porque de haber un crimen, nadie más que yo, justificaría mi presencia en casa, y que ellos dirían que no es una coartada sustentable, y me llevarían detenido como sospechoso”. El patrullero se detiene en la entrada de una pizzería abierta. Hugo aligera el paso y vuelve a su departamento. Se experimenta cansado, pero no puede dormir. Decide distraerse con Ley y orden: “el docente muere degollado en el presidio. Los investigadores interrogan a los penitenciarios presentes. Uno de ellos, el sargento Mamani, acepta haber mantenido relaciones con la segunda victima degollada, aclarando que no se presentó a la justicia porque tiene mujer, dos hijos y vive en un barrio residencial con cochera y aro de básquet. Al preguntársele ¿dónde estaba cuando degollaron a la primera victima?, el Sargento Mamaní solicitó un abogado, y no contestó amparándose en la primera enmienda. El forense encuentra en el cuello cercenado del docente otra fibra Tayrona, pero esta vez, reconstituida desde una célula madre. La autopsia del docente descubre un bolo alimenticio que fue parte de un sándwich recargado, conteniendo una huella parcial que pertenecería a la primera victima degollada.  Para el fiscal, el estudio muestra a las claras la inocencia del docente degollado en el presidio”.
En la computadora, Hugo anota la hora, y cuenta el argumento del segmento de Ley y orden vista en su casa. Describe las fotos de las degolladas, los rostros de los policías al saber que la escena del crimen se encuentra contaminada por motivos lesbios, y por último, al docente asesinado en el presidio, cuya autopsia demuestra su inocencia. Hugo siente pánico, quiere convencerse que lo registrado es evidencia suficiente de su paradero al momento de perpetrarse vaya a saber que crimen. Una vez más, trata de serenarse tomando un whisky, pero la botella se cae de sus manos. El líquido se desparrama en el suelo, él se agacha para recoger los vidrios esparcidos, y uno le corta la palma de la mano derecha. Las gotas de sangre señalan su derrotero. En el baño se desinfecta, se aplica una gasa. Debilitado vuelve al sillón. En Ley y orden: “el fiscal discute con el juez, quien dice que no habrá juicio porque los indios tayrona no pertenecen a su jurisdicción. El fiscal lo acusa de haber tomado esa determinación porque teme que la asociación de lesbianas pida su desafuero por discriminación. La discusión culmina con un acuerdo salomónico, el juicio se llevará a cabo, aceptando solo las evidencias que provengan de los latinos. El acuerdo, contempla que la esposa del docente degollado en prisión, quede detenida sin fianza, por ser el eslabón más débil del conflicto”. Hugo escucha un grito aterrador en el palier, deja sin volumen al televisor, y en otro plano, oye  una voz femenina que expresa reiteradamente la palabra “aguante”. Suena el timbre del departamento, y de inmediato, fuertes golpes en la puerta. Hugo tiembla, no quiere abrir, pero atraído por el zafarrancho corre el cerrojo. Un hombre de edad, semidesnudo, y una enfermera con un recipiente de enema en una mano y una manguera en la otra invaden como una tromba el comedor. El rostro agarrotado del anciano enuncia un sufrimiento insoportable.¡Aguante!, repite la mujer, pero el mortal se encoje, en posición de cuclillas despide primero un líquido, y esparce materia fecal por todo el ámbito, luego, acurrucado, despacha un llanto aliviador. Hugo abraza con alegría a la enfermera: “soy Hugo Carozati, son las dos de la madrugada, y es un placer para mí recibirlos en casa”. La mujer se deshace del abrazo. Asombrada por la recepción, observa a su alrededor tratando de incorporarse al contexto para entender la situación. La caca del piso, no logra tapar del todo las gotas de sangre derramada, y tampoco las esquirlas en que se convirtió la botella de whisky. “Por favor no vayan a creer que estoy loco –continuó diciendo Hugo Carozati – a pesar del enchastre, ustedes con su presencia dan credibilidad a mi coartada, y yo a la de ustedes, por supuesto”. El anciano, débil y asustado, tomó la mano de su enfermera, quien exigió, le  aclare lo de la coartada. Hugo eufórico respondió: “Pero ¿cómo?, pero ustedes no se han dado cuenta, que si en este momento se comete un crimen en cualquier parte, todos somos automáticamente sospechosos, y al ser interrogados, tendremos que mostrar fehacientemente, cual era nuestro paradero a la hora del crimen, sino queremos morir asesinados en la cárcel”. Enfermera y paciente, agotados por sus propios trajines encadenados, cayeron sobre el sillón, mientras que Hugo alzaba el volumen del televisor: “Los detectives interrogan a la cónyuge del docente asesinado en prisión, quien confiesa que es la madre de la segunda victima degollada, hecho que ocultó para que no se enterara el docente, su cuarto esposo, que creyó haberse casado con una mujer virgen, sin querer ella contrariarlo. Una fibra tayrona aparece jugando entre los dedos de la detenida. Un detective se la arranca y la acusa del asesinato de la segunda victima, o sea su hija. Ella llora y asiente. Entra el fiscal y le hace una oferta, reemplazar la silla electrica por una probation en una escuela de sordomudos, a cambio que confiese quien asesinó a la primera victima. Ella acepta y descarga un ¡fui yo!”. Se oyen una multiplicidad de sirenas, un grupo especial de la policía rompe la puerta del departamento de Hugo. Uno de sus componentes arroja a Hugo sobre la caca y lo esposa, la enfermera es arrastrada por la cofia hasta el palier. El impacto provoca un paro cardíaco en el anciano. El inspector de homicidios se presenta en la escena del crimen. Observa el recipiente de enema y la manguera, la materia fecal tapando los chorros de sangre y vidrio que lo llevan hasta el baño. Al salir, los vecinos del edificio que hicieron la denuncia cuando escuchaban los pedidos de auxilio del viejo, le señalaron a Hugo como el inquilino del departamento. El inspector le dice que es el asesino y que le esperan unos cuantos años adentro. “Si mañana hablo con el juez, lo aclaro todo”   le dice Hugo ofuscado – la enfermera va a testificar que el muerto era su paciente y que yo no tuve nada que ver”. El inspector lo interrumpe, le dice que no se haga el gallito y que sepa que va a pasar unos cuantos años adentro antes de ver a un juez o a un fiscal, que esto es la Argentina y que le parece que tiene la cabeza llena de series.








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