domingo, 28 de octubre de 2012

Relato de "Sobre ráfagas y ausencias"

Tsunami
         
          En la mesa hay cinco jarritos vacíos de café, pero estoy solo. Puedo pensar que estaban en ella antes de que llegara. ¿Y cuándo llegué? También que yo los haya tomado. ¿Pero cuando fue que no me di cuenta?
         Claro, ¿Tal vez estuve con cuatro amigos? Imposible, ya no tengo amigos. Sin embargo algo empaña mi visión.
         Haber Ernesto, recopilemos, pero antes, colaborá con un poco de voluntad. Vamos, agarrá la servilleta y pásasela a los lentes para ver más claro. Efectivamente son lágrimas, ahora insinúate a vos mismo que desconoces el motivo. Comenzá por poner excusas, dale. Que la conjuntivitis está mal curada. No, mejor es la del cansancio visual, ese siempre te da lágrimas, y nadie va a decir que te estás volviendo flojo, aunque algunos deben estar pensando que estas hecho un viejo carcaman.
         Dale Ernesto no te desarmes, confesate vos una verdad. Para que te sea más fácil pásalas a tercera persona. “Esas lágrimas son llanto y ese llanto es la expresión de la angustia profunda…” ¡Muy bien! ¿Y con eso punto?

         Los rayos de sol se regodean en el mantel y brillan sobre el logo dorado, estampado en las tazas de la confitería. Este lugar no tiene nada que ver con mis lugares. Es un sitio esterilizado, “libre de humo”, como reza el cartelito de acrílico, muy coqueto, colocado estratégicamente en las columnas. 
         Una chica entera, enfundada en media minifalda negra recorre las mesas entregando y levantando pedidos. Muestra el culo que muy pocos miran, la mayoría se entretiene con su teléfono celular.
         Este sitio no tiene nada que ver con mis sitios, sin embargo, reconozco este rincón. Aunque no es el mismo piso, ahora es una cerámica que brilla, y en cada ángulo, muy pequeño, también resplandece el logo de la confitería. Antes había un granito gastado, sobre él una mesa de madera chueca, defecto que disimulábamos con una cuña de cartón.
         Sin tomarlo en cuenta, el nuevo siglo me cayó como un tsunami, palabra que, por otra parte, no podría haber acuñado sin la existencia de este siglo recién estrenado. ¿Qué hubiese dicho si mi vocabulario no hubiese agregado “tsunami” para describir la situación? ¿Torrente?, ¿Terremoto?, ¿Maremoto? Ninguna sirve como “tsunami” para señalar lo que siento.
         El nuevo siglo me dio la palabra, y en este lugar cibernético la uso. Una escenografía, abarrotada de gente que comparte con otros la mesa, hablando cada uno con su celular. En la mía cinco jarritos vacíos y mis lágrimas que se desperezan sobre el cristal orgánico de mis anteojos.
         ¡Vamos Ernesto! ¿Por qué este estado de ánimo?, después de todo las cosas han progresado. ¡Las cosas!, ¿Qué cosas?
         Si se me ocurriera preguntarlo en voz alta nadie me escucharía. Se envuelven en ese ruido infernal para no responder. Tengo la sensación que confunden trasgresión con talento. Indudablemente se trata de un progreso con mucha fritura, con anteojeras. Para la trasgresión sin talento el ruido basta.
         No hay caso Ernesto, siempre enroscándote con teorías, que te antojas desarrollar para esconder en un laberinto de palabras, este dolor… ¿Crónico?  
         Otra vez esta puntada arriba de la boca del estómago. Haber como disimulo. Respiro profundo, coloco mi dedo mayor sobre el punto doloroso y masajeo. De apoco, así despacito voy largando el aire. Nadie se da cuenta, solo la piba de la minifalda me mira, como exigiéndome que abandone la mesa o pida otro café.
         ¿Qué habrá sido de la vida de José?, es muy probable que ya sea hueso de cementerio, ese sí que era un mozo. Veía que cualquier tipo se agarraba algo, y ya estaba el con su copita de coñac, ofreciéndote su psicoanálisis a la mesa. Y aliviaba el gallego, como ¡aliviaba!
         Claro, es muy probable que se tratara solo de una sensación, todavía las cosas no me venían desde atrás, las teníamos colectivamente como futuro. Experimentábamos para los otros con nuestras vidas, sin pertenecernos la muerte. En nuestra juventud, no entraba ni remotamente la idea de cuan sanguinarios llegarían a ser nuestros verdugos.
         Todo lo intentábamos con ganas, con amor, con alegría, con vehemencia. Fueron días de militancia y amistad indivisibles. Fue una ráfaga de ilusión, oxigeno que se transformaba en ozono, vida que construía vida. Había tanta potencia. Solo la noche de los perversos, pudo con la muerte silenciarla.

         No necesitábamos estadios repletos para que una diva nos enceguezca con las luces, nos aturda con la electrónica, nos separe con el idioma y nos individualice con el precio de una entrada.
         La cosa era mucho más humilde, sin estridencia. Una guitarra, un fogón, manos que se encontraban, abrazos que se compartían y un vino tinto danzando en la luz

         Pero lo idílico, tal vez, no permitió que advirtiéramos la llegada de esas otras noches. Cayeron sobre nosotros trayendo ausencias y dispersión.
         Al mismo tiempo, unos desaparecían, otros se exiliaban, y muchos, nos mezclamos en el anonimato, obligándonos a la inmovilidad, para escondernos del monstruo que nos arrojaba.
         Después del terror, y el acecho de cobardes con hábitos nocturnos, necesitaron limpiar, esconder y justificar la sangre. Entre otras cosas cambiaron la cara al paisaje. Los viejos mozos del pucho en la boca trocaron en adolescentes de diecisiete años con el culo agrandado. Los que no están con el wi fi, lo hacen con su celular. Cada maestrito con su aparatito.
         Nos han transformado en seres pasajeros que aliviamos nuestra soledad con una página Web, capaz de traernos todo el peso de la nada. El monstruo está instalado confortablemente, mientras los monstruitos quedamos pendientes de la cuota del micro ondas.
         En todo este gran canje que los políticos llamaron “progreso”, alguna gente del pensamiento, “pos-modernidad”, y los gurúes, financistas, tecnológicos, o latifundistas, “calidad de vida”, quedamos fuera los que no pudimos dar por finalizada la historia, porque en ella habitan los amigos. Muchos, hace treinta años desaparecieron en la noche, y otros, como el Gato, que creo que decidió irse, al avizorar que su leucemia no se curaba con la democracia recién estrenada. Algunos llegaron a estos tiempos, pero con una renguera vieja que no los dejó avanzar. Luis, hastiado de la nada se pegó un tiro y Juan no pudo resistir más que insulten a su inteligencia y le pidió a su corazón parar en aquel taxi.

         Llamo a la muñeca en minifalda y pago los 5 cafés, que solo yo he bebido.
                                                     Eduardo Wolfson 

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