sábado, 30 de noviembre de 2013

Capítulo de novela

ÚLTIMO CAPÍTULO de
            
              "Siempre que llovió..."
                           Capítulo XLV


Eduardo Wolfson agradece la paciencia que han demostrado, semana a semana, los lectores de esta obra inaudita e inedita.  Allí va el último tramo. Pero dice el autor: "No crean que se han salvado. Siempre enviaremos algo por "el que va contando". Se aceptan amenazas, siempre que sean virtuales".

-Sin lugar a dudas, podemos afirmar que, a pesar de haber sacrificado sus piernas en un acto de bondad inmensa, ¡Virginia murió de pie!

El encuadre, lo redondeó el movilero al comienzo de la nota.
Las cámaras lo tomaron en la intemperie, soportando una lluvia fina que le empapaba el rostro. Sus pies chapoteaban en un barro desvanecido, y por detrás, las viejas chapas oxidadas, estructurales en las casillas de la villa, le servían como marco a sus estrategias poéticas, metáforas totalmente improvisadas e inspiradas, sobre aquel cuadro de muerte y desolación. Con su rostro atribulado y voz apesadumbrada, prosiguió:
-Nos encontramos en la puerta del que fuera hasta hoy el hogar de la niña.
Con nuestras cámaras queremos documentar, pero al mismo tiempo respetar el profundo e irreversible dolor de aquellos que hoy velan a esta inocente.
Recordemos para nuestros televidentes, que hace tres años, por salvar a su compañerito de juegos, este ángel, en aquel momento de solo diez años, fue arrollada por una locomotora, logrando sobrevivir, pero dejando en esas vías insensibles, carentes de toda bondad, piedad, indulgencia y asistencia, sus dos hermosas piernas.
Si la cámara me acompaña, quiero mostrarles al grupo de personas, que a pesar de la lluvia intensa y del lugar inhóspito, se encuentran congregadas para dar el último adiós, a esta adolescente que supo ganarse la inmortalidad, al estar presente en cada uno de los corazones de los habitantes de este pueblo y de quiénes la conocieron personalmente, o de esos otros, que supieron, como homenaje, derramar una lágrima cuando se enteraron de su corta, pero fecunda historia.

Imágenes del sufrimiento de los presentes, acompañaron las palabras del reportero. En un salón con piso de tierra, improvisado como capilla ardiente, se apiñaban.
La mayoría eran mujeres con pañuelos negros cubriendo su cabeza, el resto, chicos de corta edad, muchos descalzos, doblemente atraídos en su curiosidad. Por un lado aquella tristeza que se respiraba frente a un cajón famélico y tantas velas, y por otro, aquellos aparatos y luces singulares que desplegaba la tecnología televisiva.
El periodista apartó a una mujer y le acercó el micrófono, ella, como avergonzada bajó la cabeza. Junto al primer plano se escuchó la pregunta:
-¿Usted cree que esta muerte se pudo haber evitado?

La entrevistada daba muestras claras de aturdimiento:
-Yo no sé, el señor dispuso que fuera así, ahora la pobrecita Virginia debe estar junto a él.
-¿Ya saben donde y cuando será el entierro?
-Tengo entendido que los padres querían que descansara en el lote de un cementerio, que les regaló el que era Intendente cuando pasó lo del tren. Pero parece que no va a poder ser.
- ¿Por qué?
- Es algo de la municipalidad. Creo que dicen que deben todos los impuestos del terreno.
- Las donaciones que se recolectaron en aquel programa especial, cuando sucedió la tragedia, ¿aliviaron en algo el dolor Virginia?
- Algunas cosas sé que no llegaron.
- Usted me dice ¿qué prometieron y no cumplieron?
- ¡No!, pero por ejemplo, ¿se acuerda que alguien regaló el techo para la casa nueva?
- Sí recuerdo.
- Bueno, pero nadie dio la casa nueva.
- Pero el viaje a Chapelco, ¿la criatura lo pudo hacer con su madre?
- ¡No!, porque nunca les alcanzó para los pasajes.
- ¿Qué pasajes?
- Claro. Porque la agencia de viajes le regaló las noches de habitación y algunas comidas, pero nadie dio los pasajes.

La lluvia, las chapas oxidadas y el barro, fraternales infaltables en el velorio de la villa.
Sobre aquellas sombras que derrama el olvido, sucedió todo casi sin resignación, como algo natural.
Esta vez no hubo funcionarios, ni prelados importantes, ni equipos interdisciplinarios, ni artistas y mucho menos intendentes o gobernadores. Tampoco hubo coronas enviadas por los comerciantes de la ciudad, solo algunas flores de plástico, un ataúd clavado sin cepillar, y muchísimos pobres.
También estaban aquel camarógrafo y el reportero del canal nacional, ahora sí, como único medio dando a conocer su primicia.
Una de las imágenes mostró a Juan, aquel compañerito de Virginia, pero tres años mayor. Llevaba por los pasillos, una silla de ruedas repleta de cartones.
Poco antes de partir en marcha hacia el cementerio, el Director de noticias del canal le comunicó por celular a su movilero:

-Cubran el entierro, desarmen todo y se vuelven, que allí no hay más negocio.


sábado, 23 de noviembre de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
            
             Capítulo XLIV
Otra entrega semanal de la novela inaudita e inedita de
Eduardo Wolfson


Descendió del tren en la estación, amanecía. El fresco lo impactó de golpe, el aire limpio oxigenó sus pulmones, cosa que le gustó. Sobre el overol azul se puso la campera de paño que le entregó la empresa: Está raída,-pensó- es lógico, desde que trabajo en los ferrocarriles nunca tuve una reposición.
 Se reconoció desorientado, viajó toda la noche, no era raro, siempre le sucedía al acabar de despertarse. Estiró los brazos, parpadeó varias veces, con un movimiento de cuello, contrario a las agujas del reloj, acomodó sus vértebras cervicales. Como si fueran dientes de un peine, pasó los dedos abriéndose paso en sus cabellos.
Al alejarse, la humareda espesa dejada por la locomotora, se disipó.
El hombre se tapó la cabeza con la gorra de lana, y adivinó el bar detrás de aquellos vidrios nublados por el vapor.
De algún modo, extrañaba pasar las horas en esos apeaderos, no volvió a pisar uno desde el día de la suspensión.
Todo estaba como esperaba encontrarlo, las mesas vacías, el olor a orín de gato, la máquina de café echando humo y unas medialunas viejas, acompañando unos alfajores de maicena sobre el mostrador, refugiados en una campana de vidrio.
Detrás del estaño, el revestimiento de madera maciza y muy oscura, con orgullosas molduras talladas por algún ebanista inglés del siglo pasado. La cubierta enmarcaba un gran espejo, reproduciendo una exposición de bebidas, no mucho más que algunas cañas, grapas y ginebras.
El maquinista ojeó el piso de granito gastado, marcado por escupitajos, y una serie de puchos aplastados volcados desde los ceniceros de lata. Aquel sitio, no se diferenciaba de las multitudes de borracherías en estaciones de trenes que conoció.
Rostro de splin, de saudades y esgunfie, el del concesionario que observa al recién llegado.
El pedido se detuvo en una ginebra doble.
De una repisa de chapa, sin ganas, el cantinero extrajo un vaso de vidrio muy grueso, lo frotó con una servilleta y desde una medida, volcó dos veces con yapa aquel líquido transparente, seguramente bautizado con agua de pozo el día anterior. El sonido serpenteante de la bebida al caer sobre el recipiente, fue lo único audible en los alrededores.
De un solo trago, el maquinista se despachó la bebida. Durante el silencio, la lengua repasó sus labios. El servidor preguntó por decir algo:
-¿No se siente bien?

Tardó en contestar el maquinista, como meditando la respuesta:  
-Sí, ¿Por qué lo pregunta?
-¿Cómo no lo vi subir nuevamente? y a la ciudad, ya nadie llega por tren desde lo que le pasó a la chica...

El visitante se encogió de hombros y pidió otra ginebra. Después de beberla se quedó jugando un tiempito con el vaso. Al fin extendió un billete y preguntó:
-¿Dónde quedan los tribunales?

Luego de recibir la explicación catastral y el vuelto dijo:
-Soy el maquinista, vengo a declarar.
Se alejó por el camino señalado.
El concesionario atrancó las ventanas del local, les echó llave a los pasadores externos de la salida y corrió a dejarle el mensaje a Benito.
Los pocos que hacían la fila a esa hora lo dejaron pasar primero, según contaron más tarde, lo hicieron por la actitud de poseído que traía.
Dejó el recado y gracias a Benito, la noticia ganó toda la ciudad.
El sol no calentaba todavía lo suficiente, en el salón de conferencias de la cámara de comercio no cabía un alfiler.
Hombres y mujeres alterados, tratando de hacerse escuchar, gritaban al unísono en total desorden.
 El tío del fiscal ayudado por un megáfono, incuestionable y contundente, sugirió silencio. La multitud congregada espontáneamente, acató respetuosa el pedido.
-Señores, -dijo el antiguo tendero- sabemos que el mutilador de nuestra Virginia se encuentra en la ciudad.

El auditorio lo interrumpió, propalando la palabra “asesino” primero, “criminal” luego, y “justicia”, después.
El orador improvisado esperó nuevamente la calma, esta vez imponiendo solo su presencia austera, luego agregó:
-La declaración como testigo de este infame destructor de niños, no debe significar para él un simple trámite. Propongo que sienta el castigo total por parte de nuestra comunidad.
Nadie en la ciudad le dará alojamiento, ni comida, ni siquiera agua.
Ahora los invito a todos a marchar hasta los tribunales para que ese truculento pichón de genocida sienta nuestro escarmiento.

El gentío aumentaba geométricamente sobre las escalinatas del Palacio de Justicia, las consignas voceadas engordaron en frases encolerizadas, constituyendo la certeza de malos augurios.
Los medios en directo trasladaron al país el crecimiento de la convulsión.
La primera línea de manifestantes, copada por unos cuantos jóvenes con sus rostros tapados, esgrimía palos y piedras en actitud amenazante. En un segundo plano, la furia se recogía en el caos. Se veía a hombres y mujeres con bocas abiertas, brutalmente forzadas, vociferando frases intangibles al cielo.
Una cronista, aprovechó aquel escenario beligerante, para comentar a su audiencia:
- ¿Qué es esto?, ¿Acaso la patria movilizada? ¿Qué nos quieren hacer creer? ¿Qué este tumulto anónimo, es la resultante de fuerzas civiles con sed de justicia, dispuestos a encontrarla por su propia mano?
Sí quieren saber mi opinión: creo que solo se trata de marginales, son vecinos de Virginia en la villa, que desean imponerse con violencia, método que el resto de los ciudadanos rechaza como forma de protesta.

 La muchedumbre desbordó a la policía del lugar y ocupó la misma audiencia.
El Juez, rápido de reflejos, ordenó esconder al testigo en su despacho y enfrentó a la turba.
El doctor Larrondo, colocó su corpulencia con los brazos extendidos junto al vano de la puerta, la que separaba a la irascible concurrencia del testigo. Una voz previno al magistrado:
-¡Doctor, no es con usted la cosa, entréguenos a ese asesino y felices pascuas!

La cámara de uno de los noticiarios congeló el instante en que los revoltosos arrojaron largos bancos de madera por una de las ventanas de la sala.
Desde uno de los laterales, al trote y en fila india, entraron siete efectivos policiales muñidos de casco y escudo. Cuando pudieron proteger al magistrado, tiraron gases lacrimógenos para disolver.
La pueblada volvió a concentrarse en la plaza.
Empleados de la intendencia improvisaron una tarima, y ayudaron al Intendente a treparla. A través de un megáfono, el funcionario impuso silencio y habló:
-Queridos vecinos el mundo nos está mirando, -contempló a muchos para testear el impacto de su frase- estas acciones dañan nuestra imagen. No las condeno porque conozco su origen y lo comparto.
Soy uno de ustedes, lo saben muy bien, sufro junto a ustedes este acto criminal que no solo cortó las piernas a nuestra Virginia, sino que nos amputó a cada uno de nosotros.
Pero esta no es forma de conducirse, piensen que periodistas de todas partes están en la ciudad, trasladando a sus audiencias estas imágenes de barbarie que hasta aquí hemos producido.
Les pido que dejemos actuar a la justicia, tenemos la obligación de creer en ella.
La violencia solo engendra violencia, serenemos los ánimos y retornemos a nuestros hogares.

Se escucharon unos pocos aplausos, seguidos de una ensordecedora silbatina, algunos creyeron que se encontraban en presencia del primer terremoto de la pampa.
 En lugar de dispersarse, la multitud se tornó más compacta y nutrida. Algunas señoras, temblando, trataron de refugiarse en la Catedral, pero encontraron sus puertas cerradas.
 Todas las fuerzas de choque de la región se congregaron en el centro.
Pequeñas escaramuzas asediaron, logrando los primeros detenidos.
Al atardecer, los televidentes, observaron los estragos que la revuelta dejó en la ciudad. Al disiparse una bruma de gases, impresionaba el desconcierto. Grupos desperdigados. Hombres acostados sobre el pasto de la plaza, recibiendo auxilio de sus compañeros, quienes trataban de curar las heridas recibidas en las distintas refriegas.
A otros, se los veía buscar y recoger en el asfalto los cartuchos servidos, intentando probar ante el periodismo la contundencia de la represión. Sin embargo, en esas horas, el silencio invadió el paisaje, tanto, que para muchos distraídos, la ciudad pareció pacificada.
Con los primeros vestigios de la noche, el panorama volvió a cambiar.
En vivo, en primerísimo primer plano, con reporteros agitados, con gran desorden y material sin editar, surgieron fogatas dispersas, llamaradas sobre el horizonte, que otorgaron a las imágenes una fuerte impronta del magenta.
El zoom, contenedor, dio cuenta de los rostros, teñidos por contrastes, mezclas del color sangre y su compañero, el color sombra. Manos desnudas, buscando el abrigo del fuego. De las fogatas nacieron palos encendidos y con ellos, dibujando estrellas fugaces en el azul profundo comenzaron las corridas espasmódicas.
Las pantallas atravesaron fuego y escudos, lluvia de camiones hidrantes, cascos y pasamontañas, secuencias de un solo momento, adheridas a gritos lacerantes, a hombres cayendo pisoteados.
Pero la batalla, necesitaba tener tregua para las tandas.
Las lágrimas arrancadas a la audiencia, fueron lavadas así por el jabón que les dejaba el cutis más blanco. No fueron tenidas en cuenta por el yogurt que los hacía crecer. Por supuesto, las absorbió el pañal que previene los paspados.
La pausa, con un poco de muzzarella chorreando en los dedos de los televidentes, los preparaba para volver a escena.
Esta vez el impacto lo dio una vidriera destrozada a cascotazos. Criaturas y mujeres arrastrando una variedad de mercancías. Un murmullo creciente ocupó cada centímetro de las calles céntricas, hasta darle al rumor el valor de la resistencia.
 La voz del periodista relató en detalle, e indagando notas de color, trazó el despojo de la propiedad privada, el desastre, la zona liberada.
-El seguro no nos cubre ni los destrozos, ni los robos. - dijo el tío del fiscal visiblemente alterado.
-En este descalabro -gritó uno de los comerciantes reunidos en la Cámara- somos las únicas victimas y el culpable, es el gobierno que no le importó un pepino la suerte de nuestros bienes.
-¿Dónde estaban los gendarmes y la policía cuando esos negros villeros destruyeron mi comercio? -manifestó histéricamente una mujer enjoyada, que una lipotimia abandonó en el piso.

-Según mis cuentas -declaró el tío del fiscal- los únicos que se beneficiaron con el testimonio del maquinista fueron todos esos oportunistas que vienen de otros pueblos con un caballete, traen mercadería trucha y no pagan impuestos, porque los que somos gente decente de aquí, hemos perdido más que en una guerra. Yo pregunto: ¿Para que necesitamos Intendente y Concejo Deliberante en la ciudad, si son inútiles e incapaces de defendernos a quiénes les damos de comer?

sábado, 16 de noviembre de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió"
          Capítulo XLIII
Otra entrega semanal de la obra inedita e inaudita de 
Eduardo Wolfson

           
            La rebelión popular, de hecho, colocó una vez más en todo el espectro nacional a la ciudad de Virginia. Los principales medios de comunicación, tomaron en cuenta que para competir, ya no bastaba con repetitivas y meras crónicas, o con la organización de colectas para auxiliar a las necesidades de la victima.
            Los reportajes a sectores en pugna vinculados al tema, o a personajes famosos disímiles, carecieron de valor marketinero, para insistir y legitimar, ese tipo de producción como garantía de una buena medición de audiencia.
            Un exitoso gerente de programación dio en el blanco, cuando recordó aquella olvidada teoría de los dos demonios y a uno de sus creadores.
            El abogado, filósofo y estanciero, que encontró su vocación en un pretendido periodismo reflexivo, resultaba el indicado, para abordar un programa especial, austero.             El hombre, acostumbrado a transitar sus relatos con más dudas que certezas, lograba hacer presuponer al televidente, que se hallaba inmerso en un discurso cargado de sentido.
            Un locutor en off, presentó con voz engolada a las empresas y consultoras auspiciantes. Entonces la cámara tomó un primerísimo primer plano de la tapa caoba de un escritorio. Sobre él, solo un par de lentes de fino armazón dorado.
            Por fin, el zoom se distanció, para descubrir la figura del protagonista. Sonriendo a las pantallas, tomó las gafas por las patillas, y jugó con ellas, otorgando un amaneramiento de gestos a toda su alocución:
-Aquí, en este recinto que guarda para mi tanto afecto, siento a niños, imaginariamente, correteando por la plaza. Inocencia que en su ciclo evolutivo se transformará inexorablemente.
         Me pregunto entonces, como tantas veces, ¿Si es verdad que en esas criaturas habita el germen de los hombres del futuro?
         En todo caso, también me pregunto que es la verdad. ¿No me estará engañando ese rayo de luz que refracta en los cristales de mis anteojos, al susurrarme que quién lo manda es fuente de energía?
         Ustedes, señores televidentes, tal vez se sientan incómodos con este preámbulo, pero creo que es imprescindible transmitirles, más que un conocimiento revelado, la sustancia que anida en una sensación, que por cierto, será única e irrepetible, aunque no me permito perder de vista la síntesis de múltiples causas determinantes.
         Sirva esta introducción, para preguntarnos una vez más ¿Es Virginia una elegida por la vivisección o una victima? Vivisección, como ustedes aprecian, viene del latín (vivus, vivo, sectio). Decimos esto, de aquel ser que es sometido a una operación, que nos permitirá estudiar fenómenos fisiológicos. En cambio, victima, que también proviene del latín, se le dice a una persona que padece por culpa ajena.
         Entonces me pregunto y les pregunto: ¿Es Virginia una persona que padece por culpa ajena?, o más acertado, sería investigar sobre ¿Si es un ser apto para estudiar en él nuevos fenómenos fisiológicos? Pero estos interrogantes, si bien son densos, no alcanzan para completar el cuadro.
         Se me ocurre en este instante de la reflexión, dejarles un disparador para compartir. Me pregunto: antes de los sucesos, ¿Quiénes sabían en el mundo de la existencia de la ciudad de Virginia? Les recuerdo que “existir” viene del latín (existire) y significa “tener el ser”. En cambio, cuando decimos existencia, nos referimos al “estado de lo que existe”.
         En nuestro “tener el ser” en la ciudad de Virginia, indudablemente, visualizamos un antes y un después. En el antes, nos resulta muy difícil vislumbrar el “estado de lo que existe”. Pero si podemos afirmar que en el después, esta categoría se nos transparenta. Pasamos de un “tener el ser”, al “estado de lo que existe” en forma plena.
         Pero otra vez la duda nos asalta cuando nos disponemos a formular cualquier hipótesis: ¿Es solo Virginia, nuestra “vivisección”, la que posibilita el puente que une el “tener el ser” de su ciudad al “estado de lo que existe” en lo urbano?
         Creo que pecaríamos de obtusos, si negamos que por lo menos se necesiten dos extremos para mantener una viga. Les quiero significar, que sin la presencia del ferrocarril, a Virginia no le alcanzaba para adjudicar al “tener el ser” el “estado de lo que existe”.
         Como primera hipótesis, podemos arriesgar que “la ciudad que hoy todos miramos existe para los demás, porque Virginia, unida al ferrocarril lo ha posibilitado”.
         Si la conjetura es correcta, hay algo que no comprendemos: ¿Por qué los medios componen la figura de victima en Virginia, y la de victimario en los ferrocarriles?
         En la antigüedad, el victimario era un sacrificador de sacerdotes, lo que hoy vulgarmente denominamos asesinos. ¿Puede una formación de vagones y una locomotora ser victimaria? ¿No es contrario el sacrificio al “estado de lo que existe”? ¿No es más plausible decir que Virginia es la Vivisección y que la empresa del riel es el vivisector, o sea el que efectúa las vivisecciones? De ser así, nuestros dos pilares no resultan contrarios, como quieren hacernos creer, sino complementarios. 
         Para el hombre en bruto, ese que genéticamente es sólo “sexo, economía, poder y trascendencia”, esta niña Virginia, antes del episodio que debió transitar, era menos que una forma. Tengo la profunda convicción, que para ese hombre en bruto, Virginia no se encontraba instalada en su imaginario.      Ahora bien: ¿Cuándo irrumpe en él?, ¿Cuándo comienza a hacerse forma?
         Las respuestas nos son esquivas. Pero entre las brumas, percibiremos solo una perla genuina, y es que el imaginario del hombre en bruto, jamás pudo acceder a la forma de una Virginia completa, porque cuando ella tomó forma para el hombre en bruto, ya había pasado la locomotora con su formación. Así que nuestro personaje, el hombre en bruto, solo tuvo de la viviseccionada su forma inconclusa y definitiva.
         No pertenece al mundo real, dilucidar si hubo otra forma Virginia, eso es para el ámbito de la ficción.
         Debo confesar que frente al descubrimiento, mi músculo cardíaco, contra mi voluntad, se contrajo y se dilató a una velocidad inusitada. Me pregunto: ¿Será que mi pensamiento es heterodoxo?, o sea, ¿Qué pienso de otro modo que el rebaño? Sí es así, supongo que estas reflexiones, deben estar instalando un nuevo “paradigma”, palabra que proviene del griego una lengua épica para nuestra cultura.

         Pero como solemos decir los hombres de campo: “cada vez que llovió… ¡paró!”.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Capítulo de novela



"Siempre que llovió"
            Capítulo XLII
Otra entrega semanal de la obra inaudita e inedita de 
                      Eduardo Wolfson 

No alcanzó el esfuerzo ingente por mantener aquel volcán en erupción. El fenómeno acabó por extinguirse. A pesar de urdir tácticas y estrategias, de llevar a cabo acciones enérgicas, los habitantes de la ciudad, no pudieron atrapar para siempre la agenda de los medios de comunicación del país.
Nadie acertó a precisar, en que momento comenzó la perdida de interés. Sin embargo, para especialistas en lecturas cuantitativas, los gráficos, presentaban sin error al punto máximo de atención como una meseta, lo que señala en palabras sencillas, la permanencia total del fenómeno en un periodo prolongado de tiempo.
En el interior de ese sosegado altiplano, en la cúspide de aquel entrecruzamiento entre abscisas y ordenadas, otros científicos, logrando un acercamiento mayor, visualizaron otros picos, que daban cuenta de los altibajos de captación, según los sucesos colaterales producidos.
Por ejemplo: en aquel episodio que tuvo como protagonista al Presidente de los ferrocarriles, traído por la fuerza pública para declarar, se comprobó, el retorno a la ciudad de periodistas de medios chicos, que por falta de recursos, tuvieron que abandonar la posta en su momento.
En esa ocasión, la policía local se reforzó con miembros de la Federal y gendarmería. Todos los servicios urbanos prácticamente colapsaron. El municipio recurrió a la habilitación de galpones, preparados usualmente para guardar maquinaria, con el fin de alojar a visitantes que no encontraban sitio en hoteles, pensiones, o casas de familia.
También la flecha de los gráficos atravesó las señales máximas, la semana de la rebelión popular, cuando el conductor del tren, fue citado como testigo en la causa.           En la jornada de la comparencia, el canal de los cartelones rojos y letras huecas, reiteró en forma intermitente: “Después de declarar, el mutilador de Virginia quedará en libertad”.
A ciencia cierta no hubo certezas. Algunos especialistas opinaron, que fue el titular catástrofe, culpable de excitar la indignación de los pobladores, tanto, como para crear una turba, dispuesta a buscar justicia por mano propia. Sin embargo, otros, indicaron que se trató de una movilización teatral, organizada por los dirigentes de las asociaciones gastronómicas, hoteleras y comerciales, con el propósito de agitar pasiones e impedir, una baja en la recaudación diaria. Cualquiera fuese el origen de la resistencia, esta cumplió sus objetivos.
Los medios volvieron masivamente a la ciudad buscando su espacio para registrar la sedición. Si bien hubo disparos de gases lacrimógenos, por parte de las fuerzas de seguridad, y algunos lanzamientos de piedras por parte de la población, no se opacó la semana, que según los encuestadores consultados, registró una consumición sin precedentes en todo el territorio.
Cabe destacar que en dicha rebelión, los médicos del hospital municipal por fin tuvieron su hora. Sus rostros, voz y pensamientos fueron emitidos, difundidos y escritos en todo el país, frente al deseo de los medios por informar sobre el estado de los heridos en la revuelta, las altas, la gravedad de los internados, las posibles defunciones de vecinos y de otros bandos.
La actividad, cobró nuevos bríos también, la vez que una dama mayor, de reconocida prosapia familiar, acarició el rostro de Virginia en la Iglesia Catedral, para luego manifestarse salvada. Según sus declaraciones, el mal que la aquejaba era incurable. El milagro corrió como reguero de pólvora. Nuevamente la ciudad fue invadida.
Encuestas a los visitantes, permitieron descubrir a un gran número con origen en países limítrofes. Las agencias de viajes locales, se transformaron en receptoras de contingentes enviados en vuelos charter, por sus colegas de toda América. El ejército y la gendarmería, prestaron apoyo logístico para albergar y dar de comer a precios módicos.
La muchedumbre anhelaba halagar a la mutilada, y obtener a cambio, la retribución de su deseo. Para tal fin, en las escalinatas de la Catedral, damas católicas, autollamadas “Adoratrices de Virginia Amor y vida”, instalaron una casita de acrílico translúcido, con entrada y salida. En su interior, Virginia reposaba sobre una camilla.
Formando una fila india de final imperceptible, creyentes y curiosos esperaban su turno. Al llegar, la mayoría trataba de prolongar la caricia, lo que les era impedido por las devotas organizadoras. 

sábado, 2 de noviembre de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió"
            Capítulo XLI
Otra entrega semanal de la obra inaudita e inedita de 
                      Eduardo Wolfson


Escoltado por dos abogados de los ferrocarriles, el banderillero entró al Palacio de Tribunales. Era un hombre bajo y menudo, de esos que transitan casi sin ser notados.
Por treinta años, desde la muerte de su madre, la vida se le refugió en las sombras de aquella casilla pegada a la vía. Nunca fue afecto a la conversación, ignorando en forma visceral el valor de una compañía.
Sus vecinos no tenían conciencia de su existencia, él, con ellos no compartió nunca ni el saludo. Su trabajo, era custodiar aquel paso a nivel sin barreras, comprobar la ejecución rutinaria de la alarma. En caso contrario, su función consistía en advertir, a los infrecuentes automovilistas o peatones, la proximidad de la formación, hasta que el desperfecto fuese reparado.
Resultó una faena ardua para los leguleyos, hacerle entender lo de la declaración testimonial, más todavía, explicarle el papel que pretendían que desempeñe.
Pasaron horas junto a él en aquel albergue de chapa, sentados sobre unas tablas de madera sin cepillar, apoyadas en sendas pilas de ladrillos.
Cuando llegaron, se sintieron impactados por el aroma profundo, rancio de añejas y arcanas frituras en grasas, las que les provocaron nauseas horribles, difíciles de disimular. En varias ocasiones, alternativamente, salieron al exterior para respirar hondo y renovar el oxígeno en sus pulmones.
Luego del proceso de adaptación, y mientras el guardabarrera tomaba mate sin convidar, las visitas trataron de conectarse con aquella presencia casi fantasmal.
 Le hablaron mucho, comenzaron con discursos y palabras ampulosas, pero a medida que transcurría el tiempo, y los ojos inexpresivos del destinatario seguían igual, el lenguaje fue cayendo en cantidad y calidad, hasta quedar reducido a simples monosílabos, silencios prolongados y onomatopeyas.
Por fin, a modo de despedida, dejaron sobre un colchón andrajoso, un traje, una corbata y una camisa, ropa para lucir al día siguiente al brindar testimonio.
El palacio de justicia lucía atestado de entrometidos locales. Todos trataban de ubicar al personaje, que ocupaba hace varias jornadas, primeras planas de muchos periódicos. Lo que provocaba la curiosidad extrema, es que nadie se encontraba en condiciones de diseñar una descripción del individuo.
Según los diarios, el hombre en cuestión nació en la ciudad. De su padre heredó el puesto de guardabarrera y la casilla vivienda junto a las vías, perteneciente al ferrocarril.
Con cierta bronca, los vecinos se preguntaban: ¿Cómo era aquel personaje que no recordaban? Un testigo misterioso, un perfecto desconocido, pero que sin embargo compartió con ellos, desde siempre, su espacio vital.
Supieron que era él, aunque sin recordarlo, porque lo vieron avanzar escoltado por los dos letrados de ferrocarriles.
Nadie pudo traer a su memoria, aquel rostro con ojos muy pequeños y pómulos prominentes, ambos enmarcados en una piel olivácea. Pensaron que la falla retentiva se debía al traje nuevo y al primer corte de cabello realizado por un estilista, que metamorfoseaba su aspecto corriente.
Lo sentaron en el centro del tribunal, en la silla señalada para testigos, frente al estrado del Juez. A su izquierda se encontraban los letrados defensores de las empresas involucradas. A su derecha el fiscal y los abogados querellantes.
Luego de tomársele el juramento de práctica, el doctor Larrondo formuló las preguntas formales del proceso. En el enunciado de una de ellas, deslizó la palabra “accidente”, detalle que trajo aparejado un entredicho con la parte querellante:
-¿Usted visualizó el accidente? -Interrogó el Juez.-
-Protesto y exijo que mi protesta conste en actas -interrumpió el doctor González Sueyro- el vocablo “accidente”, en la pregunta de un magistrado de esta corte, significa una presentencia sobre el veredicto que tendrá que pronunciar el tribunal, una vez que todos los elementos de prueba hayan sido sopesados en el presente juicio.
-¿Cómo pretende, el Dr. Gonzalez Sueyro que califique  mi pregunta de rigor. -dijo el Juez con sorna- Tal vez tendría que preguntarle al testigo ¿Visualizó usted el incidente?
-Yo prefiero que diga “acontecimiento”, a secas su señoría, ya que incidente alerta sobre un suceso de poca importancia. Aplicar incidente en este caso es solo un eufemismo hipócrita y tendencioso, que sirve para desdramatizar la realidad, calzándole como anillo al dedo a la parte acusada, para desteñir su responsabilidad en el asunto que hoy nos toca, que no es otra cosa que hallar justicia para la vida de una niña, que debe afrontarla con sus extremidades inferiores cercenadas. Nuestra obligación señor Juez, es buscar a todos los culpables, y el suyo, de aplicar una sentencia sin atenuantes. Quiero decir otra vez, que lo dicho conste en actas.

 El magistrado respiró hondo, extrajo un cigarrillo y lo prendió esperando que se desvanecieran los murmullos en la sala. Su intención era ser oído por todos los presentes y atravesar con su voz, al que consideraba un inoportuno querellante:
-Mi querido doctor -expresó con agudeza - he recibido con agrado su lección, y sobre todo, el que me recuerde cual es la responsabilidad que la sociedad asigna a mi cargo, pero debo señalarle que su juventud vehemente, en esta ocasión ha herido a este tribunal, al acusar al mismo de hipócrita, es más, debo informarle que no toleraré de su parte, expresiones similares en el futuro.
Espero que usted lo haya entendido, sin tener la necesidad de pedir que “conste en actas”.
Con respecto al motivo de su interrupción y para contribuir a un acuerdo salomónico, cual es su parecer, si le pregunto al testigo ¿Visualizó usted el evento?, ni accidente, ni incidente, ni acontecimiento, sino evento, entendiendo como tal a un suceso contingente, o sea algo que puede darse.
Si las partes están de acuerdo, así será formulada la pregunta.

Los abogados de la fiscalía, los querellantes y la defensa, prestaron su conformidad a esta nueva figura de la disposición interrogativa, que inmediatamente, su señoría trasladó al testigo.
El guardabarrera escuchó pero sin comprender, sabía que aquel hombre sentado en el centro del estrado se dirigía a él, porque lo señaló añadiendo su nombre y apellido. Sin saber que actitud esperaban, miró hacia los costados, tratando de encontrar las figuras conocidas de los representantes de los ferrocarriles. Cuando las miradas se cruzaron, encogió sus hombros exhibiendo su incomprensión:
-Sr. juez, debo informarle que nuestro testigo no presenció el evento.
-Su testigo ¿es mudo?, que tiene que responder usted.
-No, pero es muy parco, exageradamente solitario, y es posible que al verse por primera vez, rodeado de tanta gente, se encuentre inhibido para hilvanar una respuesta. Por lo expuesto, le pido a su señoría, que el testigo brinde su declaración sin público.

El doctor Heriberto Larrondo se tomó su tiempo para contestar, indudablemente pensaba. Luego observó al testigo, y al final se dirigió a su abogado:
-Pero si este sujeto no vio el evento, ¿sobre que tema pretende la parte acusada que atestigüe?
-Este hombre su señoría, es empleado de los ferrocarriles, su puesto lo heredó de su finado padre y también la vivienda que le fue concedida por la empresa. Por lo expuesto, consideramos que su experiencia, como trabajador y habitante, desde su nacimiento, en las inmediaciones de las vías vuelve imprescindible su testimonio para esta audiencia.
No se trata de un testigo directo del evento, es cierto, pero si, lo consideramos calificado para contar si recuerda otros sucesos no programados que hayan ocurrido en el pasado y además, para testimoniar sobre la conducta ejemplar que ha tenido la empresa para con él, su familia y la comunidad de esta ciudad, conducta que hoy se encuentra en tela de juicio en este tribunal, tal vez influido por el tinte perverso que medios de dudosa reputación con periodistas venales, esos, que vulgarmente la calle conoce y denomina “prensa amarilla”, han armado con intenciones de vender más, aprovechándose de la extremada libertad de prensa reinante y de la inocencia de la gente desprevenida, resuelta a creer como real, esta prestidigitación especializada, efectuada por esas plumas inmorales y por lo tanto, corruptas, capaces de transformar un cisne, sinónimo de belleza, en un Cuasimodo, producto del hedor y las llamas del infierno.
Por lo dicho su señoría, el nuestro es un testigo de concepto, le pido que desaloje la sala, para que nuestro hombre pueda exponer sin presiones de ningún tipo, y con naturalidad.


Luego que el Presidente del tribunal, negara que el mismo sufriera la influencia de la prensa, autorizó el pedido de desalojo. El público, de muy mala gana se fue como desflecando, mientras los medios se resistían a dejar su lugar, alegando que no podían cercenarles el derecho a la información.