sábado, 23 de noviembre de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
            
             Capítulo XLIV
Otra entrega semanal de la novela inaudita e inedita de
Eduardo Wolfson


Descendió del tren en la estación, amanecía. El fresco lo impactó de golpe, el aire limpio oxigenó sus pulmones, cosa que le gustó. Sobre el overol azul se puso la campera de paño que le entregó la empresa: Está raída,-pensó- es lógico, desde que trabajo en los ferrocarriles nunca tuve una reposición.
 Se reconoció desorientado, viajó toda la noche, no era raro, siempre le sucedía al acabar de despertarse. Estiró los brazos, parpadeó varias veces, con un movimiento de cuello, contrario a las agujas del reloj, acomodó sus vértebras cervicales. Como si fueran dientes de un peine, pasó los dedos abriéndose paso en sus cabellos.
Al alejarse, la humareda espesa dejada por la locomotora, se disipó.
El hombre se tapó la cabeza con la gorra de lana, y adivinó el bar detrás de aquellos vidrios nublados por el vapor.
De algún modo, extrañaba pasar las horas en esos apeaderos, no volvió a pisar uno desde el día de la suspensión.
Todo estaba como esperaba encontrarlo, las mesas vacías, el olor a orín de gato, la máquina de café echando humo y unas medialunas viejas, acompañando unos alfajores de maicena sobre el mostrador, refugiados en una campana de vidrio.
Detrás del estaño, el revestimiento de madera maciza y muy oscura, con orgullosas molduras talladas por algún ebanista inglés del siglo pasado. La cubierta enmarcaba un gran espejo, reproduciendo una exposición de bebidas, no mucho más que algunas cañas, grapas y ginebras.
El maquinista ojeó el piso de granito gastado, marcado por escupitajos, y una serie de puchos aplastados volcados desde los ceniceros de lata. Aquel sitio, no se diferenciaba de las multitudes de borracherías en estaciones de trenes que conoció.
Rostro de splin, de saudades y esgunfie, el del concesionario que observa al recién llegado.
El pedido se detuvo en una ginebra doble.
De una repisa de chapa, sin ganas, el cantinero extrajo un vaso de vidrio muy grueso, lo frotó con una servilleta y desde una medida, volcó dos veces con yapa aquel líquido transparente, seguramente bautizado con agua de pozo el día anterior. El sonido serpenteante de la bebida al caer sobre el recipiente, fue lo único audible en los alrededores.
De un solo trago, el maquinista se despachó la bebida. Durante el silencio, la lengua repasó sus labios. El servidor preguntó por decir algo:
-¿No se siente bien?

Tardó en contestar el maquinista, como meditando la respuesta:  
-Sí, ¿Por qué lo pregunta?
-¿Cómo no lo vi subir nuevamente? y a la ciudad, ya nadie llega por tren desde lo que le pasó a la chica...

El visitante se encogió de hombros y pidió otra ginebra. Después de beberla se quedó jugando un tiempito con el vaso. Al fin extendió un billete y preguntó:
-¿Dónde quedan los tribunales?

Luego de recibir la explicación catastral y el vuelto dijo:
-Soy el maquinista, vengo a declarar.
Se alejó por el camino señalado.
El concesionario atrancó las ventanas del local, les echó llave a los pasadores externos de la salida y corrió a dejarle el mensaje a Benito.
Los pocos que hacían la fila a esa hora lo dejaron pasar primero, según contaron más tarde, lo hicieron por la actitud de poseído que traía.
Dejó el recado y gracias a Benito, la noticia ganó toda la ciudad.
El sol no calentaba todavía lo suficiente, en el salón de conferencias de la cámara de comercio no cabía un alfiler.
Hombres y mujeres alterados, tratando de hacerse escuchar, gritaban al unísono en total desorden.
 El tío del fiscal ayudado por un megáfono, incuestionable y contundente, sugirió silencio. La multitud congregada espontáneamente, acató respetuosa el pedido.
-Señores, -dijo el antiguo tendero- sabemos que el mutilador de nuestra Virginia se encuentra en la ciudad.

El auditorio lo interrumpió, propalando la palabra “asesino” primero, “criminal” luego, y “justicia”, después.
El orador improvisado esperó nuevamente la calma, esta vez imponiendo solo su presencia austera, luego agregó:
-La declaración como testigo de este infame destructor de niños, no debe significar para él un simple trámite. Propongo que sienta el castigo total por parte de nuestra comunidad.
Nadie en la ciudad le dará alojamiento, ni comida, ni siquiera agua.
Ahora los invito a todos a marchar hasta los tribunales para que ese truculento pichón de genocida sienta nuestro escarmiento.

El gentío aumentaba geométricamente sobre las escalinatas del Palacio de Justicia, las consignas voceadas engordaron en frases encolerizadas, constituyendo la certeza de malos augurios.
Los medios en directo trasladaron al país el crecimiento de la convulsión.
La primera línea de manifestantes, copada por unos cuantos jóvenes con sus rostros tapados, esgrimía palos y piedras en actitud amenazante. En un segundo plano, la furia se recogía en el caos. Se veía a hombres y mujeres con bocas abiertas, brutalmente forzadas, vociferando frases intangibles al cielo.
Una cronista, aprovechó aquel escenario beligerante, para comentar a su audiencia:
- ¿Qué es esto?, ¿Acaso la patria movilizada? ¿Qué nos quieren hacer creer? ¿Qué este tumulto anónimo, es la resultante de fuerzas civiles con sed de justicia, dispuestos a encontrarla por su propia mano?
Sí quieren saber mi opinión: creo que solo se trata de marginales, son vecinos de Virginia en la villa, que desean imponerse con violencia, método que el resto de los ciudadanos rechaza como forma de protesta.

 La muchedumbre desbordó a la policía del lugar y ocupó la misma audiencia.
El Juez, rápido de reflejos, ordenó esconder al testigo en su despacho y enfrentó a la turba.
El doctor Larrondo, colocó su corpulencia con los brazos extendidos junto al vano de la puerta, la que separaba a la irascible concurrencia del testigo. Una voz previno al magistrado:
-¡Doctor, no es con usted la cosa, entréguenos a ese asesino y felices pascuas!

La cámara de uno de los noticiarios congeló el instante en que los revoltosos arrojaron largos bancos de madera por una de las ventanas de la sala.
Desde uno de los laterales, al trote y en fila india, entraron siete efectivos policiales muñidos de casco y escudo. Cuando pudieron proteger al magistrado, tiraron gases lacrimógenos para disolver.
La pueblada volvió a concentrarse en la plaza.
Empleados de la intendencia improvisaron una tarima, y ayudaron al Intendente a treparla. A través de un megáfono, el funcionario impuso silencio y habló:
-Queridos vecinos el mundo nos está mirando, -contempló a muchos para testear el impacto de su frase- estas acciones dañan nuestra imagen. No las condeno porque conozco su origen y lo comparto.
Soy uno de ustedes, lo saben muy bien, sufro junto a ustedes este acto criminal que no solo cortó las piernas a nuestra Virginia, sino que nos amputó a cada uno de nosotros.
Pero esta no es forma de conducirse, piensen que periodistas de todas partes están en la ciudad, trasladando a sus audiencias estas imágenes de barbarie que hasta aquí hemos producido.
Les pido que dejemos actuar a la justicia, tenemos la obligación de creer en ella.
La violencia solo engendra violencia, serenemos los ánimos y retornemos a nuestros hogares.

Se escucharon unos pocos aplausos, seguidos de una ensordecedora silbatina, algunos creyeron que se encontraban en presencia del primer terremoto de la pampa.
 En lugar de dispersarse, la multitud se tornó más compacta y nutrida. Algunas señoras, temblando, trataron de refugiarse en la Catedral, pero encontraron sus puertas cerradas.
 Todas las fuerzas de choque de la región se congregaron en el centro.
Pequeñas escaramuzas asediaron, logrando los primeros detenidos.
Al atardecer, los televidentes, observaron los estragos que la revuelta dejó en la ciudad. Al disiparse una bruma de gases, impresionaba el desconcierto. Grupos desperdigados. Hombres acostados sobre el pasto de la plaza, recibiendo auxilio de sus compañeros, quienes trataban de curar las heridas recibidas en las distintas refriegas.
A otros, se los veía buscar y recoger en el asfalto los cartuchos servidos, intentando probar ante el periodismo la contundencia de la represión. Sin embargo, en esas horas, el silencio invadió el paisaje, tanto, que para muchos distraídos, la ciudad pareció pacificada.
Con los primeros vestigios de la noche, el panorama volvió a cambiar.
En vivo, en primerísimo primer plano, con reporteros agitados, con gran desorden y material sin editar, surgieron fogatas dispersas, llamaradas sobre el horizonte, que otorgaron a las imágenes una fuerte impronta del magenta.
El zoom, contenedor, dio cuenta de los rostros, teñidos por contrastes, mezclas del color sangre y su compañero, el color sombra. Manos desnudas, buscando el abrigo del fuego. De las fogatas nacieron palos encendidos y con ellos, dibujando estrellas fugaces en el azul profundo comenzaron las corridas espasmódicas.
Las pantallas atravesaron fuego y escudos, lluvia de camiones hidrantes, cascos y pasamontañas, secuencias de un solo momento, adheridas a gritos lacerantes, a hombres cayendo pisoteados.
Pero la batalla, necesitaba tener tregua para las tandas.
Las lágrimas arrancadas a la audiencia, fueron lavadas así por el jabón que les dejaba el cutis más blanco. No fueron tenidas en cuenta por el yogurt que los hacía crecer. Por supuesto, las absorbió el pañal que previene los paspados.
La pausa, con un poco de muzzarella chorreando en los dedos de los televidentes, los preparaba para volver a escena.
Esta vez el impacto lo dio una vidriera destrozada a cascotazos. Criaturas y mujeres arrastrando una variedad de mercancías. Un murmullo creciente ocupó cada centímetro de las calles céntricas, hasta darle al rumor el valor de la resistencia.
 La voz del periodista relató en detalle, e indagando notas de color, trazó el despojo de la propiedad privada, el desastre, la zona liberada.
-El seguro no nos cubre ni los destrozos, ni los robos. - dijo el tío del fiscal visiblemente alterado.
-En este descalabro -gritó uno de los comerciantes reunidos en la Cámara- somos las únicas victimas y el culpable, es el gobierno que no le importó un pepino la suerte de nuestros bienes.
-¿Dónde estaban los gendarmes y la policía cuando esos negros villeros destruyeron mi comercio? -manifestó histéricamente una mujer enjoyada, que una lipotimia abandonó en el piso.

-Según mis cuentas -declaró el tío del fiscal- los únicos que se beneficiaron con el testimonio del maquinista fueron todos esos oportunistas que vienen de otros pueblos con un caballete, traen mercadería trucha y no pagan impuestos, porque los que somos gente decente de aquí, hemos perdido más que en una guerra. Yo pregunto: ¿Para que necesitamos Intendente y Concejo Deliberante en la ciudad, si son inútiles e incapaces de defendernos a quiénes les damos de comer?

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