jueves, 13 de diciembre de 2012

Huéspedes


Mis palabras

Camino por calles mezquinas, polvorientas, tristes. Se desdibujan. Mi presente las convierte en niebla de lo tangible para ocultar el principio del olvido.

Fricciono las encías, mientras apoyo mi mano izquierda en el muro, con la derecha sostengo débil el bastón, que hasta hoy, es el que me ayuda a marchar. Ahora me doy cuenta que fricciono automáticamente las encías, pero sin bronca, sin dolor.

Repican las campanas, y las palomas cagando, huyen en masa.

Las cejas me han crecido, se han convertido en viseras sobre mis ojos.

Antes, con que facilidad entraba en las sombras y salía a la luz. No dudaba, era el dueño de la verdad, el hacedor de mi vida. Ahora en cambio dudo, pero se me está convirtiendo en certeza, que soy el hacedor de mi muerte.

La densa humareda en la entrada del boliche, ¿acceso a la eternidad?, tal vez. Escucho el entrechocar de bolas de billar, llego al mostrador arrastrándome. La copa me espera como siempre, con la yapa.   

Extasiado veo como las que fueron mis palabras huyen por la puerta. Para atraparlas necesito poseer la voluntad de pronunciarlas. No solo no tengo voluntad, tampoco experimento necesidad. Hasta ayer me servían para el intercambio. Las pronunciaba, y desde mi entorno las lanzaba en un orden para que el otro capte el sentido, y dándoles otro orden, me las retornaba. La puerta está cerrada y aún así la traspasan. Vertiginosamente se escabullen de mí, saben que estoy solo.

La artrosis se ha convertido en una compañía no querida. No me deja digitar los billetes que tengo que dejar por la copa. Observo mi mano, y a los que me rodean. Lentamente, logro introducir los cinco dedos en el bolsillo del pantalón, y fricciono las encías. Al hacerlo, se que mi prótesis dental compone una sonrisa poco convincente. Lo veo en el gran espejo, que reproduce detrás del estaño, al infinito, una exposición de bebidas pobres, cañas y otras aguas ardientes.

Un muchacho rueda un taco sobre el paño verde, se lo ve satisfecho con la elección. En la otra mesa, palmean tres veces sus bordes, celebrando una carambola de tres bandas. Envidio no poder probar el taco, ni convertir una raya de carambolas en una esquina. Es un sentimiento que me disgusta porque no me pertenece. Viene de ese parásito que está en mí, decidido a no reflejar nunca más mi cabellera lacia y tupida en el espejo.

Recuerdo cuando me alegré por estar enfermo. Fueron hermosas vacaciones pagas y sin culpas, que me ofrecía un empleo tedioso y repetitivo. A mi lado, los amigos apilaron una multitud de libros. Los disfruté página por página esperando al médico laboral, que certificaba semana a semana, otra más de permiso, para saborear mundos de lectura que mi imaginación profanaba, miles de letras que formaban palabras, cobradoras de sentido en multitud de personajes que surcaban otras tantas ciudades, indiferentes a sus subsuelos de perdedores, a los rascacielos con ganadores y a las mujeres hermosas que las habitaban.

Pero este parásito no es una enfermedad virtuosa, ni siquiera despreciable. Fue creciendo aquí, dentro mío, no sé ni como, ni cuando entró. No hace falta que pase lista para conocer su presencia. Es el enemigo realizando su guerra de zapa. Se me ha metido en los ojos para arruinarme la lectura, puso pesas en mis pies para violentar mis caminatas, endureció mis articulaciones para tenerme consiente cuando deseo tomar una copa.

Hay menos billares porque los tiempos han cambiado, me confirma un mozo. Pasa con una bandeja repleta de cervezas pero no lleva un solo vaso. Ya no se usan me dice. Oigo el destape, es un dolor gaseoso, una queja poco perceptible de fermentaciones en transferencia.

No se gana por merecer, se merece por ganar
                        Eduardo Wolfson


No hay comentarios:

Publicar un comentario