sábado, 19 de marzo de 2016

Cruzando la plaza



40 años de la noche más oscura, de la conspiración trágica tramada por genocidas, algunos de guante blanco, otros con purpurado cuello, y los serviles, mucamos de uniforme cumpliendo órdenes.
Con el fin de contribuir a que no haya olvido, ofrezco el décimo relato de la serie de unitarios sin título.

Serie de unitarios sin título

décimo relato por Eduardo Wolfson

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.Del Castillo, el intendente interventor, el almirante, el obispo, Boris mi editor, y otros, parafrasean el eslogan de la teoría: “Hay que achicar la ciudad para agrandar el cementerio”. Hoy ensayan buches con miel para aclarar la voz, y sobre todo pronunciar la palabra tantos años guardada. Nunca pensaron que por esas islas del sur, en un abrir y cerrar de ojos tendrían que desempolvarla. Para no aburrirse, realizan un concurso interno, de secta cerrada. Frente a un gran espejo colgado en la sacristía, uno por uno separa aquellas sílabas dormidas en sus cuerdas vocales. En tonos graves y más agudos relajando cualquier discurso tratan de nombrarla. DE MO CRA CIA. El primero que prueba, naturalmente es el obispo. Los demás no logran disimular su risa, cuando escuchan que el esfuerzo de su eminencia acaba en un cacareo, producido por los diques construidos en su garganta. Pide un vaso de agua, lo bebe de golpe, tose atragantado, descansa practicando un ejercicio respiratorio antes de volver a intentarlo.
Cruzando la plaza del otoño. Ya no pasan uniformados, solo las viejas tercas de los grifos insisten en su calesita. Pañales cubriéndoles el cabello, sábanas pinzadas por sus manos, y otras fraternales, abrigan las fotos de los ausentes. La mayoría muestra respeto y una sonrisa escondida en la palidez de sus rostros, palidez lograda en ocho años de encierro, tiempo que me sentí perseguido por el espejo. En mis cruces, me defendí de él dejándolo a mi espalda, nunca tuve el coraje suficiente para frenar, sorprenderlo, y quedarnos cara a cara. A la altura de los grifos, con ocho años más a cuestas, lo hago. La última vez que vi a su habitante teníamos la misma edad, dos muchachos rubios que dejaban la adolescencia. Ambos, con pupilas brillantes asombradas de futuro. Ahora me cuesta darme cuenta que es él. Perdió pelo, engordó, lleva lentes, y una vestimenta arrugada. Impresionado miro hacia otro punto cardinal. Noto la ciudad empequeñecida, y el cementerio loma abajo, inconmensurablemente agrandado. Me pregunto, si yo admiro el panorama desde la urbanización de los vivos, pero no obtengo respuesta. Lo veo a Boris acercarse a una de las viejas y abrazarla, y continúa junto a ellas el desfile. Descansa en un banco, me llama. Fatigado, me observa con sus ojos pequeños y enrojecidos. Encoge sus hombros y dice en voz alta, pero como para si mismo: <Se acabaron los festejos en los cuarteles, tendremos que acostumbrarnos a comer asado en algún patio de tierra y a cantar con los comensales la marchita durante algún tiempo>
La plaza se convierte en parque, son ocho años de película en negro que se queman, como un día los dueños de la película quemaron libros. Avanzan con sus rostros desencajados el ruso, el tano y el gallego. “Ahora son mano de obra desocupada”, dice Boris con ironía.

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