¡Extranjeros!
Sobre la vereda
estrecha y gris, las luces mortecinas lo individualizaban con la cabeza gacha
cargada sobre sus hombros. Las putas en sus paradas, se lo pasaban unas a otras,
tomándolo del brazo. Era la carrera de postas de un ebrio. Cuando se terminaban
las putas el hombre caía recogido sobre sí mismo. Esa rutina se repitió, tanto,
que pasó a formar parte del paisaje y de las acciones mecánicas.
Su lenguaje brotaba
húmedo, arrastrando saliva. Los que lo rodeaban, desconocían si se trataba de
otro idioma, o simplemente de los berrinches de la embriaguez. Los transeúntes
lo esquivaban como si se tratase de un bulto.
Él, maldecía
cuando sus pupilas extraviaban la niebla, porque lo arrojaban en ese mundo
desconocido, tan patético. Miraba con reproche la caca de paloma, estacionada
como tropel sobre el abrigo, un capote miserable.
Al estar en
condiciones de sentarse, apoyaba la espalda contra el muro y estiraba las
piernas, al lado colocaba la gorra y rasgueaba una guitarrita de juguete. La
última puta, era la que entre cliente y cliente, le echaba una mirada.
Él insultaba a
esos extranjeros, por no interesarse en las rimas que intentaba modular. Con
las horas, algunas monedas quedaban en la gorra, las más, puestas por las
mismas mujeres luego de cumplir un servicio.
Balanceándose,
aprisionándolo con una de sus manos, tomaba el dinero. Deslizaba su espalda
hasta acostarse en la vereda, daba media vuelta, se arrodillaba y trepaba,
apoyándose en sus antebrazos con los puños cerrados, hasta quedar de pie. Con
pasos cortitos y cada tanto trotando, entraba al boliche y ponía las monedas
sobre el mostrador. A cambio y sin palabras, recibía una petaca abierta de un
aguardiente indescifrable con reminiscencia a ajenjo. El primer trago,
desesperado, lo bebía en el interior. Sin terminar de caer, mostrando una
sonrisa apacible, buscaba a trancos la calle para enfocarse con el poco sol. Apuntalándose
sobre una columna de alumbrado, liquidaba el resto.
Era entonces,
cuando recuperaba las caricias prodigadas por las manos suaves de su compañera,
y aquel paseo de enamorados, los besos profundos, una lucha de lenguas para
reconocer en detalle el otro paladar. De golpe, y solo por un instante, un minúsculo
rayo de sobriedad, quebraba aquel placer.
Retorciéndose reconocía el desarraigo, como si
fuera la primera vez, veía esas calles y a los que transitaban por ellas, y
para no perderse del todo, les gritaba: “¡extranjeros!”. Se auto zamarreaba, se
palpaba aquel capote cagado de palomas, se miraba las palmas de las manos
buscando su identidad, que no encontraba.
A la sazón, el
dolor transformado en imágenes, corría el velo de los ojos ausentes de su
pareja, acompañados por su rostro y su risa. Él trataba de alcanzarla, pero el
tiro inesperado la dejaba en sus brazos, ya sin vida.
Desmoronado,
rodeando la columna, se convertía en murmullo. Entre sus labios, un verso que
nombraba cabellos lacios y banderas compartidas. No tuvo suficiente energía
para preguntarse que fue de la vida de su autor. Esta vez sin ganas volvió a
repetir: “extranjeros”.
Nuevamente
sobrevino el pase de manos por las putas. Una española comentó, que tarareaba
las palabras: “estudiantes, colonia ¡No!, peronistas, hasta la victoria siempre”,
y otras yerbas que no pudo retener.
Cuando cayó, a
la última puta le llamó la atención que no ovillara su cuerpo como de
costumbre. Los brazos estirados y perpendiculares a cada hombro con las palmas
hacia arriba, las piernas abiertas, una apoyaba en la vereda y otra, bajaba el cordón
hacia la calle, y por último, los ojos bien abiertos con la mirada hacia el
cielo de Praga.
Eduardo Wolfson
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