martes, 22 de enero de 2013

Otro cuento que te cuento


Golem

- Nos conocemos. Usted tal vez no me recuerde porque ahora me ve sin maquillaje. ¿No le dice nada mi voz?... En otros tiempos, usted me entrevistó, cuando hacía crítica de teatro para la sección cultural de su diario. ¿No recuerda?... En aquel entonces, nuestro elenco logró notoriedad con una puesta en escena muy original de Macbeth. Yo era el protagonista. Pero claro, la entiendo, pasaron muchos años.
Y ya lo ve, sigo siendo actor, pero a los medios no les intereso. Un amigo me contó que las listas negras que soportamos en la época de los militares, ahora las confeccionan los medios de comunicación, y que yo estoy en ellas.
Ya se que ahora hay democracia señorita, pero según me informaron, a los dueños de los medios no les cayó bien que elogiara al gobierno por esa ley sobre la inclusión de minorías. Por eso usted no se acuerda, porque les prohibieron el recuerdo. No, no se ponga a la defensiva, no hace falta. Yo sé que usted fue enviada para armar una nota.
Es así, cuando los ciudadanos se hartan de la ausencia del Estado, actúan emblemáticamente con acciones ejemplares, dándoles a ustedes la posibilidad de la primicia.
Debo decirle que la felicito…¡¿Por qué?! ¿Le parece poco? Me ha elegido entre todos estos parroquianos, para que le narre cada detalle de lo sucedido. Y dice usted que no me reconoció. El haberme seleccionado como personaje clave habla mucho y bien de su inteligencia. Lo único que le aconsejo, como mujer joven, bien podría ser mi nieta, que tenga cuidado, porque uno para vivir y trabajar, en ocasiones frecuentes, permite que le laven el cerebro.
No se altere por favor, no es la intención de este viejo actor hacerle perder su tiempo.
Comienzo a contarle: el primero que notó su presencia fue Humberto el cantinero, ese que está detrás del mostrador. Cuando llegué, solo rutina, ningún evento que acredite mi atención. Me senté en esta mesa como lo hago habitualmente. Me gusta este sitio frente a la ventana, la gente pasa y me entretiene. No son pocos los que me reconocen y saludan con respeto. Los actores necesitamos como combustible para la vida, esa caricia de los otros. Sí disculpe, voy a tratar de no dispersarme. Humberto se me acercó y lo noté muy pálido, supe que sus manos temblaban cuando las apoyó en mis hombros. Con esfuerzo pudo modular unas palabras en mi oído. Dijo señalando al personaje que se encontraba frente al mostrador: “Apuró la ginebra que restaba en el vaso, detuvo la mirada en una foto vieja, y la arrojó en el bolso. Si bien estaba un poco borroneada, puedo asegurarle que la imagen era la de una chiquilina con trenzas”.
Alcé la vista intrigado, buscando al mortal. Reflejados en el espejo, vi los labios cuarteados del tipo, se entreabrían para dejar paso a una lengua rojo sangre. El vicioso llevaba la punta de un extremo a otro para lubricarse. Entrecruzó las solapas del sobretodo, y se mantuvo inmóvil.
Ah!, ¿le atrae mi descripción, mi forma de expresarme?...Y ya me ve, sigo siendo actor, pero sin representante, ni productor, ni lujosas puestas en escena. Ahora soy cuenta propista. Recorro los pueblos con monólogos de mi autoría, y los presento en cafés, y otras veces en algún pequeño teatro, que los pastores, mi competencia, esa semana decidieron no usar. Tengo una gorra y la paso al final de cada espectáculo. No me quejo, allí por lo general, quedan algunos pesitos que me sirven para el micro y para la pensión. En muchas oportunidades la comida la salvo, a cambio de contar algunos chistes en las cantinas.
Sí, vuelvo al tema. Recuerdo que ante mi asombro e incredulidad, Humberto, un poco más tranquilo me confesó: “Uno en el mostrador se acostumbra a conocer gente. Es muy difícil que me equivoque, pero ese no es un parroquiano común. Por experiencia sé que se trata de un pervertido, de esos que vuelta a vuelta buscan por la televisión porque abusan de menores”.
Mientras Humberto y yo, vigilábamos los movimientos del desconocido, Abdón entró en escena. Mire, es aquel sentado en el fondo, ¿ve?
Los años han pasado para el pobre Abdón, y han dejado profundas huellas en su cuerpo. Gracias a ese trípode, no está totalmente inmóvil. ¿Sabe que en su juventud fundó un pueblo en la Quebrada de Humahuaca?
Usted es muy perspicaz, tiene razón, ese es el trípode que fue usado como arma mortal, pero no piense que fue él quién la esgrimió. Hace años que visita a un curandero que vive muy lejos de aquí. Religiosamente el viejo Abdón se toma el micro y va a visitarlo. Sin embargo, siempre me dice que está hastiado de hacer ese viaje tratando de conseguir una mejoría. Tanto de ida como de vuelta, pasa una infinidad  de pueblitos, todos iguales: “con campos plantados con vacas, y otros donde pasta la soja”, suele decirme el viejo.
Hasta antes del suceso, pensaba que Abdón se nos estaba apagando, sentía que su presencia, día a día, se desdibujaba, veía que irremediablemente se nos estaba muriendo. Después de lo acontecido, Abdón revivió. De golpe recuperó visibilidad, a todos se nos hizo notorio. Sin titubeos, con voz monocorde pero profunda, me dijo: “Pepe, Lo que le hacemos a ese sujeto es un acto de estricta justicia. Y pensar que mi trípode, casi inútil para movilizarme, es el Excalibur del Rey Arturo. La juventud hablará de mí, como el que supo dar batalla entregando su mayor riqueza, (señaló al trípode) a quien nos ha devuelto la dignidad humana”.
No le parece mi estimada periodista, que la impronta poética que está tomando el reportaje, ¿conquista categoría de dossier?
Me doy cuenta que la tomé un poco distraída. Claro, mientras el grabador funciona, usted se puede dar el lujo de no prestar atención al entrevistado, y al mismo tiempo imaginar, las distintas fuentes que legitimarán su nota: “funcionario de primera línea, diputado oficialista, sindicalista autorizado, alto jefe departamental, y para completar,  fuentes confiables, anónimas y allegadas”. Sí, continúo, y disculpe la digresión.
Del relato angustiado de Humberto me incomodaron tres palabras: “ginebra, pervertido, abusador de menores”. El sujeto, en tanto, eligió aquella mesa, la más retirada, y pegó el rostro al vidrio de la ventana. Noté que miraba decidido el paisaje. Era la hora en que el gris se vuelve llano, sin ondulaciones, más nítido, me entiende, había quedado atrás el amanecer. La mesa pegada al mostrador fue ocupada por dos chóferes de larga distancia. No sé si usted lo observó, pero los chóferes, a veces no saben si piensan o hablan con su acompañante. Sea como sea, comprendí que ambos se sorprendieron con la presencia de ese individuo que no se había quitado el abrigo, y que mantenía con sus manos tiesas el cruce de las solapas. “¡Este está muy enfermo, o lleva un perro disimulado”, creo que escuché que un conductor le murmuraba al otro. Con disimulo, quedaron atentos a los movimientos del extraño, quien me parece, a esa altura, se sabía blanco de la mirada de los presentes. Sentí chuchos de frío, se lo juro, y traté de quedarme en el molde. Humberto se acercó a los chóferes, y contó una vez más lo de la foto de la piba con trenzas en el bolso, pidiéndoles a los hombres que entren en conversación con el individuo, para ver que le sacaban. Me contó que uno, de mal modo, le dijo: “Yo piloteo un micro, no soy alcahuete de turno, y mucho menos cuando estoy tomando el descanso que me corresponde”.
Lo cierto es que el aire se ponía espeso, pero creo que nos tranquilizamos cuando llegó Trabuco. Sí es un sobrenombre, y de mi autoría, gozo bautizando con apodos a la gente. Lo hago según el físico, la profesión, o cualquier otra característica que me parezca relevante. Trabuco es policía, y como lo hace a diario, toma servicio y se viene para aquí, la confitería “El arca de Noé”, para cumplir con su primera misión: tomar el trago de grapa que el establecimiento dona a la repartición.
Humberto tomándole la muñeca sobre el mostrador, lo detuvo, y en un hilo de voz le dijo: “Es un degenerado, tiene con él una foto de una piba que violó y asesinó”. Trabuco solo asintió, y derechito, después de completar el trago fue hacia la mesa del depravado. Estudiándolo desde arriba, y como para romper el hielo dijo en voz alta: “espero que no le moleste un poco de compañía, la mañana es larga”. El  licencioso continuó mirando hacia el exterior. La ausencia de respuesta no presionó a Trabuco, que decidió mostrarse amigable antes de entrar en faz interrogativa. Se sentó en la silla desocupada junto a la mesa y ofreció: “son de menta ¿no quiere una pastilla?”, y le mostró el paquete. La pausa fue silencio, la mejor arma de los jesuitas. Tengo la sensación que Trabuco creyó que se trataba de un sordo. Lo digo porque volvió a insistir como para cerciorarse:”mire que son más sanas que los cigarrillos. Refrescan y no hacen doler la garganta”. El sujeto dejó la solapa en manos de Dios, y con la suya tomó la pastilla que le ofrecía, sin pronunciar palabra, ni gesto de agradecimiento, volviendo a su postura conocida. Después Trabuco me dijo, que quiso y no pudo verificar en aquel desprendimiento, si ocultaba algo a la altura de su pecho.
Mire, esa que entra ahí es Felicitas, otra de las habitué que llegó ese día a esta misma hora. Le confieso, pero por favor guarde el secreto, y por nada del mundo se lo transmita a ella. Mi opinión, es que su papel en esta tragicomedia es muy menor, hasta diría totalmente prescindible. Sino fuera porque el dramaturgo de la vida, hace de la escena lo que quiere y jamás consulta con sus personajes, yo le diría por experiencia que Felicitas está demás o totalmente desperdiciada. Le digo esto porque es una golosa incorregible, adicta a los bombones finos. Sus placeres visual y gustativo, los ejerce sobre los chocolates. Así que ese día, Felicitas no tuvo en cuenta el interrogatorio sutil que Trabuco impartía al sospechoso, ni tampoco fue consciente del aquelarre en el que nos encontrábamos inserto los presentes. Ella misma me dijo luego: “Al asesino no lo tuve en cuenta, creo que percibí su figura desde mi silla, pero mi interés, en aquel momento, se centró frenéticamente en mis amadas golosinas”.
¡Ah!, ¿Qué a usted le sirve como nota de color? ¿Así les permite a sus lectores un relax, descargando la tensión impresionante del relato? Claro, ¿cómo no voy a entender?, es como usted dice: “la nota de color, posibilita a los leyentes tomar fuerza, y que todos juntos, puedan asumir la estocada final del drama”.
Ese que está en el rincón de la barra, acodado, es el viajante. ¡Qué pinta! ¿No? Yo lo llamo tanguito. Morocho, peinado sin raya con el pelo engominado, vestido de traje, flaco, con semblante de esgunfie permanente. Así como está ahora, usted lo puede encontrar siempre, el vaso de whisky en una mano, el pucho importado en los labios, y el puño cerrado de la otra mano, como esperando un momento para pegarse así mismo.
Ese día, como de costumbre, estaba con mucha bronca. Él dice que no tiene mal carácter, que solo es un tanto pasional. La zona y los clientes de su corretaje los heredó de su padre. Es hijo único ¿sabe? Aficionado al billar, profesional para el póquer. Sus conversaciones son filosóficas, pero de tanto escucharlas, me dí cuenta que solo son una máscara mala, que deja traslucir alguna angustia, un poco de Spleen y muchos egoísmos. En una oportunidad, desapareció por más de dos meses, toda su familia lo buscaba desesperada. Nadie atinaba a decir cual podía ser su paradero, se lo había tragado la tierra. Un día, como si nada, apareció otra vez, acodado en la barra así como usted lo ve, con su vaso de whisky mañanero. Intrigado, me le acerqué. Comenzó a hablar como si estuviese solo, su voz profunda emitió términos kafkeanos, hasta que en un momento dado me dijo: “No sé que me pasó, pero como anestesiado entré al torbellino. Con mi señora tuvimos un cambio de palabras. Siempre el mismo reclamo, que la plata no alcanza, que los chicos necesitan cosas. Me considera nada más que un proveedor. Le aseguro que mi mano se disparó contra mi voluntad. Lo último que vi fue su mejilla enrojecida y pegué el portazo. Todas las otras acciones que siguieron se enguantaron de neblina en mi memoria.
Me instalé en el mejor hotel de la ciudad. Al principio todas las mañanas visitaba a los clientes, les contaba los chistes que esperaban del porteño, hacía el pedido y la cobranza. A la noche me ponía el mejor traje, iba a buscarla al cabaret, cenábamos en un buen restaurante, me acompañaba al póquer y terminábamos al amanecer en una amueblada. Para continuar con esa vida metí mano en la cobranza, no sé como pude. Igualmente la plata se acababa, yo quería ganarle a la mala racha con las barajas, y no me daba por vencido. Ella me obligó a dejar el hotel y me llevó a su pensión. No hubo más restaurantes ni espejos en el techo. Poco a poco, mi aspecto se fue deteriorando, pasaba el día en ese cuarto roñoso con un whisky barato y echando humo, esperando que la loca vuelva y me tire algunos mangos para la venganza. Pero el último día la mina mostró la hilacha, en lugar de pesos me dio un pasaje para Buenos Aires, y me dijo, volvé con tu mujer y tus hijos, y agregó: que Dios se apiade de sus almas”. Ese día Tanguito llegó y creo que lo sorprendió aquella presencia extraña. Humberto me comentó, que impresionado le expuso: “pero ese gigante está totalmente abrazándose así mismo en el interior del sobretodo”. Parece que aquella observación, impactó profundamente a Humberto, noté como su maxilar inferior temblaba intermitente, y la frente le transpiraba en forma profusa. Su cuerpo, créame, quedó ovillado, recogido como el de un chico asustado. Me acerqué a él, tomó fuertemente mis manos como queriendo descargar en ellas todo su miedo, me contó con tonos mortecinos, produciendo cada tanto algún falsete, todo sobre lo que aquel monstruo, que habitaba nuestro espacio, había potenciado en su imaginario. Conseguí sacármelo de encima dejándole dos o tres palabras de consuelo en el aire. Con él en toda mi vida crucé algunos vocablos de circunstancia en su boliche, esos que se dicen en los tiempos vacíos de espera. Usted vio, se habla del clima, del futbol, o quizás, chabacanamente de nuestro destino. Sí, por ejemplo cuando uno comienza diciendo: “si esto sigue así, yo no sé adónde iremos a parar”. ¿Qué puede saber o interesarle a Humberto el teatro? Su mundo nunca se ha extendido más allá de la caja registradora.
¿Ve esa mujer que recorre el largo ventanal en el frente, de ida y vuelta? Bueno esa es Cora. A ella le gusta decir que es una mujer independiente, y si usted la apura un poco, le responderá que no tiene prejuicios, y que eso la lleva a tener la costumbre de mantener conversaciones con desconocidos, que después, suelen transformarse en amistades más o menos duraderas. A través de la ventana, ese día, Cora visualizó casi sin observar a esa mole enfundada en el abrigo y cubierto por un chambergo. Sin decir agua va, entró y se sentó en su mesa. Hace un rato me confirmó cual fue su impresión: “Supuse que ese hombre, desandaba su vida en forma mucho más lenta que los que cronológicamente habían recorrido sus años”.
Cora es de las que no se avergüenza por nada. A pesar de que el tiempo pasa, sigue atractiva. Siempre intenta estrategias de seducción. Pero esta vez, la indiferencia del desconocido le dejó grandes porciones de rencor y un profundo miedo. Él ni se percató, continuó adherido al vidrio. Yo la vi cuando extrajo de la cartera el neceser de maquillaje, y como desentendiéndose del clima que deseaba crear, comenzó  a empolvarse. Creo que supuso, no sé, que el aroma concentrado de esencias, iba a oficiar de anzuelo, pero nada pasó. Intentó entrar en conversación, pero no se atrevió. Me confesó que fue ese octavo de perfil que la impresionó, esa pequeña porción de rostro que veía no se expresaba. Del ojo, notó el párpado a media asta, y donde otros tienen blanco, no sabía si por los contraluces, pero se le antojó que se trataba de media cuenca vacía. Sintió escalofríos, sin embargo, se armó de coraje para echar otra ojeada, y no pudo soportar la fealdad de aquella agudeza extrema.
En un impulso, colocó desordenadamente los elementos de maquillaje en el fondo de la cartera, y huyó. Se refugió junto a Humberto, quien le contó lo de la foto de la piba, de la segura violación y asesinato, los dos se quedaron temblando haciéndose compañía. Para justificar su fracaso, Cora nos hizo suponer, que aquel individuo no la tuvo en cuenta porque repasaba los pasos de un plan meditado.
Mire con disimulo a esa mujer que acaba de entrar, es Gertrudis. Si la de traje sastre azul. Es otra de las protagonistas. Yo la conozco por lo menos hace cuarenta años. Es increíble, parece que en ella nada ha cambiado. Tiene la misma cara avinagrada del primer día, pómulos enjutos, tez cetrina y el cabello bien negro. Tantos años y nunca le adiviné una cana. Si usted le pregunta, le va a decir: “Dediqué mi vida a llevar la palabra de Dios para el que la necesita, y también para el que no sabe que la necesita”.
Con los cadáveres frescos todavía sobre el piso, declaró a la policía, que si bien se encontraba en la escena del crimen, el señor no quiso que notara la presencia exánime de aquellos engendros. Que de descubrirla hubiese tratado humildemente de confortarlos. Que al tomar conciencia de la realidad, ya era demasiado tarde para llevarles palabras de redención. Además sostuvo,  que las casualidades son parte de los planes de nuestro creador. Y opinó, que Él quiso evitar que los viera, tal vez para que a los disolutos no les llegue su piedad.

Noto que no se sorprende fácil, ¿es por qué no presta atención a mi relato? Claro, medita acerca de las formas para cumplir con su objetivo. Seguro que está pensando que volverá a usar el “modo potencial” para no comprometerse, y así, contar lo que le cuento, cumpliendo con los deseos de su editor. Ya falta poco, no se me descorazone ahora. Fíjese que solo tengo que hablarle de un intelectual y de una enfermera. Con ellos, creo que completo a las personas, que casualmente o por habitualidad, compartimos ese día el espacio del Arca. Después, solo me quedaría para narrarle la interacción de los presentes, y el desencadenamiento.
Pues bien, usted sabe, que en su mayoría los intelectuales se divorcian de sus pueblos, no es el caso del que nos toca. Este jamás ha sucumbido al dinero fácil de los poderosos. Es el Arca, el campo donde encuentra sus recursos de estudio, de análisis, me refiero a sus concurrentes. De tanto estudiar rostros, gestos y actitudes, reconoce a los asiduos. Pero lo fascinan los nuevos. Si descubre uno, enseguida abre una ficha en su archivo, denominándola con un alias que se adapte a la primera impresión que sugiere el elemento. Un día, sin proponérmelo, leí una frase recién escrita en una de sus fichas, que hasta hoy no pude borrarla de mi memoria. Decía “las cifras se disparan a registros dramáticos”. Se da cuenta, son las cifras las que se disparan, así que los hombres no debemos temer por los registros dramáticos. Tratando de calificar al extraño visitante, anotó que en una mano llevaba un bolso raído, y con la otra cerraba las solapas del sobretodo negro. No pudo observar las características de su rostro, ya que como le he dicho, lo ocultaba con un chambergo aludo.
Usted se preguntará, por qué no eligió al intelectual y sus fichas como soporte para su narración, en lugar de este viejo carcamán, que solo apela a su memoria para reproducir una acción histriónica en la escena del suceso. Sé que usted es una joven inteligente y tiene la respuesta, pero permítame explicitarla: “este viejo actor tiene humanidad, sabe compartir su pan y el brillo de su mirada, mientras que el intelectual, solo dispone de fichas que buscan la universalidad de las ciencias duras”.
La que nos falta, es la enfermera. Había dejado recién su guardia. Al mirar su mesa de todos los días, vio al nuevo merodeador sentado. Debo decir para que no haya malas interpretaciones, que su estado de ánimo no era el mejor. En terapia intensiva su turno terminó con tres habitantes menos. Usted me entiende. Buscó auxilio en Humberto, pero el hombre no le hizo caso, a esa altura el miedo lo devoraba suministrándole aspecto de autómata. La muchacha miró a los chóferes, totalmente dormidos con medio cuerpo sobre las mesas. Así que decidió arreglar ella misma el problema. Se paró al lado del adefesio, en el mismo sitio que minutos antes lo observara Trabuco. Cuando creí que derramaría toda su histeria sobre esa hiena asesina, ocurrió lo contrario. Retrocedió construyendo un gran salto en largo. Se quedó sola, en aquel rincón temblando. En su auxilio, aunque usted no lo crea, acudió el viajante. La instó a beber de su vaso de whisky. Ella sacaba su lengua como un perrito faldero agitado.
Felicitas, desde su mesa alzó la vista,  justo para ver la mano de nuestro viajante tomando la de la enfermera. A ella le gustan las parejas, es romántica, pero inmediatamente volvió a depositar su vista sobre la caja abierta de bombones surtidos. Grande fue la sorpresa cuando notó una mano posada sobre los chocolates. Era la del intelectual, que sin perder de vista a su objeto de estudio, distraídamente despachaba los recursos ajenos. El grito de Felicitas fue aterrador. Al intelectual se le cayeron las fichas, y comenzó a gatear atorado, recogiéndolas. El vaso de whisky del viajante se estrelló sobre el mostrador, salpicando con hielo y todo el rostro de Humberto. Con las manos liberadas abrazó a la enfermera, y le estampó su pucho apagado por el salpicón sobre la boca. Gertrudis que estaba preparada para reconfortar a la enfermera, se experimentó frustrada, abrió la biblia, que nunca abandona, iniciando una salmodia llena de reverencias frente al espejo. Cora, ya abandonada por Humberto, continuaba temblando cuando escuchó la monotonía de Gertrudis, casi arrastrándose llegó hasta ella, abrazándose a sus piernas le pidió que la aceptara como a la oveja descarriada de su rebaño. A Trabuco, el alarido de Felicitas le provocó la caída del machete. Antes que pudiera alzarlo se quedó con la vista clavada en tres individuos, que sospechosamente entraban. Arrastrando los pies se acercaron al mostrador, despedían el aroma de un vino barato mezclado con el de sus ropas, semejante a aguas servidas. Cubrían sus rostros con las viseras de sus gorras y no pasaban de los quince años. Pensé que eran oriundos de un núcleo habitacional transitorio que está aquí, a dos cuadras, hace como 60 años.
Entiendo su desacuerdo señorita, pero no digo Villa miseria porque podría ofender a sus lectores.
 El más ágil, llegó antes que Trabuco al machete. Ahí no me quedaron dudas, que en poco tiempo más, seríamos boleta. Estaba seguro que aquel mastodonte, osamenta vestida que estaba en la mesa, y que hace rato nos tenía amedrentados con su presencia era el jefe. Angustiado por esa nada de futuro, quise imprimir en mis retinas a esos parroquianos con quiénes compartiría el último viaje. Trabuco, paralizado, miraba al poseedor de su machete que lo mantenía extendido. Cora y Gertrudis abrazadas fuertemente tanteándose las espaldas, el viajante colocó a la enfermera delante suyo para que le sirviera de escudo. Humberto, enfrentado al espejo, había tomado un tono azulado, sin atreverse a darse vuelta para mirar de frente. Los dos chóferes permanecían en la mesa tomados de las manos. Todo lo que le cuento sucedió en un segundo. Vi que el viejo Abdón avanzaba desde el fondo, el coloso le arrancó el trípode, y comenzó a revolearlo. Todos levantamos los brazos, tapándonos los ojos en actitud defensiva. Escuchamos graznidos, gritos espeluznantes, y los golpes de la Excalibur quebrando huesos. Pasaron algunos minutos, todavía, para que se restituyera el silencio. Luego nos atrevimos a ver la escena. Los tres villeros, yacían desparramados en el piso sobre el charco de su propia sangre, convertidos en naturaleza muerta. Todos buscamos en el local a nuestro salvador, pero no lo encontramos. Nos quedó la deuda del agradecimiento y la culpa, por dejarnos convencer al principio que estábamos en presencia de un asesino y violador. Por eso decidimos hoy, reunirnos los sobrevivientes de ese día, ya que Humberto nos permitió rebautizar el nombre del boliche, para recordarlo siempre. Claro señorita, “El Arca de Noé” finaliza para dar nacimiento a Golem, por ese autómata judío con forma humana que se animaba para defender a su pueblo.
Eduardo Wolfson
















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