domingo, 29 de marzo de 2015

1962

 Relato de "Sobre ráfagas y ausencias"                                                                                           por Eduardo Wolfson

La taza de café entibia mis manos, y el sol mañanero que entra por esa ventana, templa mi cuerpo de 67 años. Vuelvo a repetir, y creo que en voz alta: ¡67 años!. Estoy solo, abrazando la taza de café, calentándome el cuerpo con su líquido oscuro. No sé por qué, asocio a los rayos que invaden el cuarto con la velocidad de la luz. Y un pensamiento trae a otro, aparentemente sin ningún orden, pero sí empujados por el apuro de tener que aceptar, que efectivamente, son 67 años precipitados sin freno sobre un plano inclinado. Dejo la taza sobre el escritorio, miro las pecas del dorso de mis manos, es un obsequio que el tiempo transcurrido deposita en mi piel. Lo hace para que no me olvide de él, para ayudarme a tomar conciencia de lo mucho que me ha acompañado. Sin embargo, no puedo apartar esta sensación de ser, solo un actor de reparto en mi propia existencia, y creo que no exagero, si digo que no alcancé ese rango. Tal vez, en mi vida soy un extra, de esos, que para su entrada en la filmación de una escena, requieren su presencia desde la primera hora, y se lo humilla, abandonándolo entre reflectores y cámaras, obligándolo a sobrevivir en pequeños espacios hacinado junto a los otros de su condición. ¿Que hay un sueño?, por supuesto que lo hay. Cada uno de los que se apiñan en el lugar, lo tienen. Todos anhelan con llegar a ser el primer actor, compartir con otros el mundo de los protagonistas. En ese tiempo de espera, casi eterno, que están en el rincón para no molestar, intercambian estrategias. Se experimentan inmensos, gozando la envidia de los otros, cuando en una multitud de extras, la cámara toma un primer plano de su rostro. Después, el día del estreno, no sabe por qué, y como no conoce a nadie, nadie le explica porque su escena fue cortada, interrumpiendo abruptamente su porvenir.  Si, en esta vida soy un extra de 67 años, de esos que no sacan premios, y que por mucho que caminen, jamás firman un autógrafo. No los invitan, y no disponen de lo suficiente para pasearse por los festivales. Retiro la taza, ¡que extraño!, entre el cristal que la cubre, y la tapa del escritorio, está esa foto amarillenta con mis compañeros de tercer año del secundario. Sé que son los de tercer año, por el cartelito que Graciano sostiene, arrodillado en el frente. No salgo de mi asombro, me acordé del flaco Graciano, no estoy tan lelo. ¡Haber los otros!: este de la punta es Bavio, vivía en Villa Soldati, en un carnaval fuimos a bailar a un club del barrio, dónde su padre, creo que era tesorero. Este de atrás, el alto, es Riboira, un traga de aquellos, tenía las mejillas muy rojas, siempre nos contaba sus proezas sexuales. Su record, y por qué no creerle, fueron diecisiete polvos seguidos en un quilombo de la calle Carlos Calvo. Nos contó, que su mayor emoción, fue: “cuando le arranqué los botones de la bombacha a la mina”. Los petisos de adelante son Acosta, Amarante y Rojas. En la segunda línea está Monzón, y este de al lado…¡Soy yo!, gordo con anteojos gruesos y con sonrisa de yo no fui. Claro, en ese  año, los azules y colorados, impidieron que se cristalizara mi primer amor y el de muchos de mis compañeros. Estoy seguro, que ahí comenzó mi encontronazo con los militares. También, estos tipos siempre tuvieron muy poco tacto. Justo el día de la primavera, se les ocurre jugar a la banderita. Y ya se sabe, cuando ellos juegan nuestra posibilidad de recreación se anula. La turbación no me dejó dormir la noche previa, salíamos en el micro a las siete de la mañana, pero a las seis y media, estábamos todos en la puerta del colegio. ¡Que algarabía!, diferente a la de cualquier año, esta era mucho más intensa. En Bella Vista, nos habíamos dado cita con una división del normal de mujeres. Quien más, quien menos, escondía en su timidez un flechazo con alguna de ellas. Pero los tanques, a la altura de Campo de Mayo nos cortaron el camino. Por seguridad, nos volvieron a casa, según ellos no éramos el enemigo…, siempre tuve mis dudas. A partir de la orden, el ómnibus fue una tumba, matizada por alguna que otra puteada escondida en el anonimato. Con los sándwich y la coca cola sin tocar, volví vencido al departamento de mis viejos. Allí me esperaba el abrazo más fraternal, supe como se recibe a un hijo que retorna del frente. Mi bronca se ahuyentó, en la medida que crecían los partes por Radio Colonia en la voz de Ariel Delgado. Sin duda había revolución. Papá y el abuelo estaban en casa, mamá y la abuela compraron toda la harina y los fideos que supieron conseguir. Lloviznaba en el barrio de Caballito, era casi medio día cuando nos sorprendió el portero eléctrico. Los tíos y mis primos del parque Chacabuco pedían asilo político en casa. Papá agrandó la mesa y comimos en el comedor. Las mujeres de los refugiados colaboraban con las locales en el servicio, mientras los hombres, con un cinzano, unas aceitunas, unos daditos de queso y mortadela, trataban de desentrañar la realidad, y adivinar un posible vencedor. La familia que albergamos fue evacuada por hombres vestidos de combate. Muy pronto, una fila india de tanques se detuvo en contramano sobre la calle Quito. Para que escuchar Radio Colonia, si teníamos la revolución en planta baja. Una nueva duda, nos proponía una adivinanza a los adolescentes: ¿de qué bando eran?, y los que se atrincheraban en el parque, ¿eran los mismos, o los otros?. Así pasamos al primer plato y las milanesas con puré, pero antes del postre nos encontrábamos en la terraza del edificio. La alarma fue una detonación y la confirmación radial: los azules bombardeaban Parque Chacabuco.  El jefe de familia de nuestros parientes, hombre de pocas palabras, caminaba mecánicamente por el pasillo del lavadero. Lo recorría de una punta a otra, y volvía a hacerlo, reincidiendo armónicamente. Sin embargo, recuerdo que observé, que sus mejillas enrojecían en cada vuelta, tuve la sensación, también por sus ojos vidriosos, que podía llegar a estallar.
El pedido de José, el portero, fue la sobremesa. El hombre, habituado a ser mandado, oficiaba, en ese momento, de mensajero castrense. Los insubordinados de los tanques pedían ayuda a la población civil. Precisaban telas blancas para cubrir sus vehículos deportivos en señal de rendición, y evitar, que los aviones puedan bombardear la formación. Las mujeres de la casa, visitantes y locales, desaforadamente, rastrearon cada rincón de placares y alacenas, investigando la sospechosa presencia de manteles y sábanas viejas. En pocos minutos aparecieron metros y metros de trapos que jamás hubiese supuesto, alojados en mi hogar. Con mi hermano, corrí a la calle para alcanzar, los saldos encontrados, a los vencidos. Ahora que lo pienso, a lo mejor fue en este episodio, que tomó evidencia, un sino que acompañaría mi vida,: la simpatía por los perdedores.
Gracias a la capitulación, llegó la confraternidad entre vecinos y fuerzas armadas derrotadas. Los soldados, recibieron con satisfacción, de manos de las señoras, recipientes con comidas humeantes. En un santiamén, las fuentes pirex recorrían los vehículos y eran devueltas pulidas a sus propietarias.


Se está nublando, a ese sol tan prometedor de la mañana, lo invadió el pudor y decidió ocultarse. Fue solo un amague de buen tiempo. Estos 67 años también conocieron sus amagues de buena vida. El sol se oculta tras las nubes, mi vida, encontró otros parapetos para esconderse: los militares, muchas veces. El dólar, muchas otras. El neoliberalismo. Las prohibiciones de amar en los bancos de las plazas. Nunca me dejaron entrar en la sala cuando ya había comenzado el espectáculo. La taza está vacía.

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