sábado, 21 de marzo de 2015

De "Relatos sobre Carlos Passos"

            Teoría de los patrones  
                   Por Eduardo Wolfson
            
            Con el índice y el mayor, apresó el cubo de hielo que flotaba en el vaso de whisky medio lleno. Le dio impulso, persiguiendo la trayectoria circular del recipiente, gozando de la ingravidez que le proporcionaba el líquido ambarado. Luego, Carlos Passos levantó la vista, para encontrarse con la curiosidad de su auditorio. Los estudiantes rodeaban su mesa, aguardando en silencio ritual el consejo del sumo sacerdote.
            Motivaba la consulta, el fracaso frecuente del grupo por canalizar su gana sensual y prometedora, organizando fiestas lujuriosas.
            Carlos, conocido como el gurú de las minifaldas de gamuza, con cuarenta y tantos años distribuidos en su espalda, pasaba la mayor parte del día en la mesa, junto a la ventana del bar Diógenes. Vivía enfrente. Le gustaba mezclarse con el humo, derrochado y acumulado entre esas paredes por los futuros filósofos.
            Carlos Passos sonrió sopesando el silencio de los muchachos. Recién después de pinchar una aceituna, murmuró en un porteño gangoseado una frase, que produjo en los oyentes un rictus de ignorancia expectante.
            “La teoría de los patrones”, repitió, esta vez modulando mejor.
            Los escuchas cruzaron miradas, tratando de desentrañar cada uno en el otro, el sentido de aquella oración.
            Parsimoniosamente, Passos estudió a uno por uno y expresó: “Si quieren ganarse a una mina para que participe de un encuentro solidario, tienen que conocer y poner en practica la teoría de los patrones”.
            Ninguno se atrevió a señalar su propia ignorancia, al contrario, asintieron, como si supieran de qué se estaba hablando.
            “Es muy fácil –aseguró y continuó-, todo es cuestión de que uno oficie como patrón y que los demás ejecuten sus órdenes sin dudar”.
            Pepe le sonrió a Quique, pero este no retribuyó. Al cabo de unos segundos interrogó en voz alta, captando el deseo colectivo: “¿Y quién de nosotros tendría que ser el patrón?”.
            Un resplandor brotó de los ojos pequeños de Passos, Antes de responder, en el paneo previo, con disimulo, tomó un sorbo de whisky:
            “Si entendieran la teoría de los patrones, en lugar de pelearse por serlo, tratarían de volverse invisibles para que no los agarren como candidatos”.
            El “¿por qué?”, provino de Paco.
            El rufián, devenido en tallerista de prendas femeninas, pisó sobre el final de la frase: “Porque el patrón conduce pero no toca, mira pero no arrima. Seduce a través de sus encargados”.
           
            Las dos chicas estaban tan desabrigadas cuando entraron al bar, que si no fuera por el frío polar que se coló por la puerta, los presentes hubiesen tenido la certeza de la presencia del verano. La morocha, se quedó parada descargando el peso de sus senos sobre la cabeza de Quique, y exhibiéndolos, a través del escote para los ojos de Paco. La rubia en cambio, se hizo lugar entre Passos y Pepe. El cruce de piernas desenfundadas marcó el detalle.
            Un silencio incómodo se ganó a los muchachos, de golpe se los descubrió tiesos y enrojecidos. Solo Passos, que no pareció afectarle la presencia femenina, aprovechó el impacto de los otros, para pinchar otra aceituna.
            Las miradas perdieron eufemismo. Las pupilas de los pimpollos tomaron un movimiento de derecha a izquierda, de arriba abajo, confeccionando el circuito velocísimo de un juego de ping pon, apasionados entre ubres, montes de Venus, delicadezas minuciosas, y olfatos de augurio táctil.
            Passos ocultó el carozo en su mano derecha y lo depositó en un platito de copetín, luego irguió su meñique y exhibió el gran sello rojo de su argolla  dorada. Sin embargo ya no pudo recuperar la atención de su audiencia.


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