sábado, 18 de abril de 2015

1963


           

  Fragmento de relato largo                                     (3º entrega)
     
     Último viernes del mes.  Adolfo ya prepara el asado. Saúl me contó que lo dejaron, no porque sea un genio del mantenimiento, sino porque es el rey de los asados. El último viernes de cada mes, Migdason y Minsky, agasajan a los gerentes de los bancos y a los capos de Ducilo. Con los primeros mantienen aceitados el crédito y el descubierto, los segundos, ayudan a ampliar la cuota de compra de hilado, y a enterarlos de los próximos aumentos, permitiéndoles comprar con la lista anterior.
            Son las 10 de la mañana, Adolfo tira un elástico de cama vieja sobre unas pilas chicas de ladrillos. De bajo, con una pala, coloca brasas de carbón hasta cubrir una buena superficie. Limpia con un algodón los flejes, y sobre la parte que no tiene brasas, pero cerca del calor, coloca una fila de chorizos que extrae de una olla con agua. Ahora, sobre una tabla, aplasta con sus dedos una cantidad de carne picada. Saúl y yo, seguimos con fidelidad los movimientos del asador. Saúl me observa, se ríe y dice:
“La carne picada es para Migdason, el viejo tiene dentadura completa, y lo único que puede masticar son esos filetes”.
            La parrilla comienza a poblarse: mollejas, chinchulines trenzados, morcillas, vacío y tira de asado. El aroma obstaculiza nuestra decaída voluntad de trabajo.
            Van llegando los agasajados, Migdason trata de hacerse el simpático pero no lo consigue. De cualquier forma, las visitas lo dejan creer que sí.            Aunque se siente el calor todos nos ponemos el saco, menos el Bebe Minsky, que usa una camisa con mangas recogidas, de cuadros pequeños, blancos y negros, similar al tablero de las damas.
            Avanzamos hasta la galería de chapa donde se encuentra la tabla forrada en papel, que apoyada en dos caballetes, oficia de mesa. El Bebe estrella la formalidad, ayudando al Adolfo a servir los primeros choripán y unos vasos de vino. Con el bocado en la boca y el trago ganamos confianza. Las castas desaparecen, por un momento creo que todos somos navegantes del mismo barco. Nos sentamos, Adolfo distribuye las ensaladas, sobre los platos de madera nos sirve las achuras. Las carcajadas comienzan a ganarle a la música de los telares vecinos, muy lejos, escucho el sonido pegadizo de la Bamba.
            En una de las puntas se explaya el Bebe Minsky, rodeado a cada lado por los representantes del poder industrial y del financiero. En la otra punta, casi solo, Migdason come con dificultad el ungüento de carne y huevo preparado especialmente. Saúl y yo nos enfrentamos en el centro, participamos de los brindis y algunas bromas, a las que les presto mi risa porque no las entiendo.

            Bebe reemplaza a Maruja con Norma. Es vieja y gorda, tendrá como 40 años. Cuando se ríe sorprenden sus incisivos partidos, pero seria, le sobresale una sombra de bigote muy desagradable. Mastica permanentemente bizcochos rotos. Los saca de un bolso de mano del que no se separa. Tiene las uñas largas y siempre pintadas de un escarlata refulgente. Ni bien llega, se pone un guardapolvo azul oscuro con la solapa de un bolsillo desgarrada. Para ir al baño, esquiva los escritorios con la agilidad de una ballena varada. Al salir, abre la puerta y recién tira la cadena. Saúl y yo nos reímos abanicando con las manos nuestras caras. Llego a la conclusión que Norma es desprolija, roñosa, repulsiva. Doy las gracias porque no se le ocurre nunca servirme café.
            Estoy furioso, le pregunto a Saúl si sabe algo de Maruja. Deja de escribir, se quita los lentes, me mira como dispuesto a hablarme. Pero todo termina en un gesto vago con su brazo. Entiendo que mi ansiedad me juega una mala pasada, estoy mostrando la hilacha. Siento vergüenza, callado me voy a revisar piezas de tela.

            Con Saúl viajamos juntos hasta Chacarita, y también compartimos el subte. Yo bajo en la estación Pueyrredón, él continua hasta el Correo Central. Le comento que hoy entro más tarde al colegio. Me propone quedarnos en un bar de colegiales jugando al billar. Acepto. Está lluvioso, caminamos por Federico Lacroze, Saúl lleva la gabardina suelta. Como siempre, el nudo de su corbata permanece desbocado del cuello, descansando sobre la camisa. En su bigote poblado y negro, principian algunas canas. Me pregunto, ¿qué edad tendrá Saúl?  Se lo ve un tipo canchero, le doy unos 35 años.
            -Por si te preguntan, tenés 18 años. .-me advierte-
            El mozo nos señala una mesa de tres bandas al fondo de todo. Saúl toca el paño y pone cara de disgusto. Le aviso que yo nunca jugué. Mi confesión parece no importarle, elige un taco, lo rueda sobre el paño y lo rechaza. Repite la operación con otro, el tercero es el vencido. Me toca a mí, imito a Saúl pero no sé lo que estoy buscando. Las tres bolas comienzan a chocar. Saúl saca, concreta una carambola de tres bandas y deja armado el juego en una de las esquinas. Detrás de nosotros, un tipo que observa el juego golpea tres veces la base de su taco como señal de aprobación. Saúl agradece con la risa semioculta en el bigote y una reverencia. Hace tres carambolas libres en un sector de la mesa y malogra la cuarta.
            Es mi turno, no se que hacer, pero debo disimular. Miro mi bola, me agacho y observo al ras de la mesa. Saúl se acerca con una tiza y la frota en la punta de mi taco.
            -Así no la pifias –me explica.
            Pongo el taco en posición, Saúl me habla de los efectos. Por fin tiro con fuerza. Mi bola se dispara en una trayectoria impensada, toca las bandas que le imprimen potencia. Contra todo lo pensado, mi esférico marfilinio choca a los otros dos. No me contengo, desaforado grito: “¡Carambola!”
            El milagro vuelve a producirse una segunda vez. Saúl pide un whiski, lo noto tenso. Pienso que mis acertadas lo molestan. Enciende un cigarrillo, lo posa en el cenicero que está donde el mozo sirve la bebida. El tipo que nos miraba, se aburre y ya está en otra mesa. Saúl estudia su juego y dispara. Hace una seguidilla de cuatro, en la quinta falla. Lo veo dar un golpe seco al taco sobre el canto de la mesa. Los demás buscan la procedencia del ruido. Saúl continúa paralizado, sus ojos negros brillan. Permanece parado, apretando el taco, la visión perdida, parece estar en otro mundo, como si no tuviese conciencia del lugar.
            -No te pongas así-le digo-si ya casi alcanzaste la ventaja que me diste.
            Saúl deja el taco, bebe y da una pitada profunda a su cigarrillo. Al fin me mira:

            -No es porque me puedas ganar que me pongo así. Más que nada se trata de una competencia contra mi mismo. Tus carambolas son pura suerte pendejo, suerte de principiante.

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