jueves, 7 de enero de 2016

Cruzando la plaza


Serie de unitarios sin título
Quinto relato                                                               por Eduardo Wolfson


-Del castillo logró el sello de la fiesta nacional. (Le dije a Boris de improviso). Sosteniendo una copa, Boris giró su sillón dándome la espalda, y enfrentó al ventanal.
-Ese hijo de puta quiere llevarse los laureles, y seguro piensa que nosotros debemos glorificarlo. (Reflexionó al fin en voz alta).
Volvió a girar, se puso los lentes, y con desprecio, me observó como se hace con el cartero portador de malas noticias.
-Y vos ¿como te enteraste? (preguntó desconfiando)
-En el bar. (Contesté corto)
-¿Quién te lo dijo? (pretendía asegurar la fuente)
-Él mismo
-Y ¿cómo se lo veía?
-Contento (emití con aire ingenuo)
-Sí, eso lo imagino, pero ¿Te dijo algo que deba saber?
 Su rostro enrojecía tal vez por el efecto de la noticia, por el whisky, o por la presión alta. La reunión finalizó cuando largué textual el mensaje del Intendente:
-“Decíle al editor de tu pasquín que se ponga a tono con las circunstancias”.
Boris, casi atragantado, exhaló un “Hijo de puta”.

Cruzando la plaza hacia la catedral, por la perpendicular, me detuve a observar nuestro kilómetro cero de cuatro grifos, que en una plena mañana de primavera dominical se transformó en mito urbano. Sin explicación alguna, y por el término de tres horas, reemplazó el liquido incoloro, inodoro e insípido, y para muchos hasta termal, por otro rojizo, amarronado, y más denso. La primera voz del acontecimiento, circuló por la casa del señor. Los fieles abandonaron la misa recién iniciada, aprovechando que el Obispo estaba de espaldas hacia ellos. Corrieron hasta la fuente central, y al ver el fenómeno, a las antiguas mujeres cubiertas por mantillas, no les alcanzaron los brazos para persignarse. Algunos, tal vez más científicos, recordaron la sangre de Cristo o el vino de las bodas de Caná. Para otros el ambiente había tomado el aroma del milagro, pero la mayoría contemplaba callada, lucían agotados, con sus hombros abandonados a la ley de gravedad. Las fotos sacadas por Rogelio, y nunca publicadas, exhibían una multitud de ojos sin brillo, sostenidos por párpados rugosos y secos.

Hacia el mediodía de ese domingo, las fuerzas policiales rodearon el edificio de la editorial. El operativo, anunciaba con sirenas la visita oficial del Almirante y el intendente en un coche, y como escolta, otro vehículo ocupado por el ruso, el tano y el gallego revoleando escopetas fuera de la ventanilla. Boris salió a recibirlos, pero un empujón propinado por el gallego lo dejó girando en su sillón. Del Castillo avanzó con sus botas de carpincho, domingueras, haciendo resonar los tacos sobre la tirantería gastada. El Almirante Calvo Bueno, controlador de facto de la comunicación, de gala y con medallas en el pecho, sin decir palabra y firme como estaca, se plantó en el centro del salón. Alcancé a ver como rotaban sus pupilas abarcando la escena. Se llevaron a Rogelio y los negativos, para asegurarse que el pasquín no tenga fotos.
Antes de disolver el operativo, Del Castillo estrujó su dedo índice en el pecho de Boris y gritó: -“Dejá de cubrir hechos fortuitos y desagradables como el de unos grifos oxidados, alentá a la juventud a cantar y bailar, que gobernar lo hacemos nosotros”.
A Rogelio lo volví a encontrar en la inauguración de nuestra primera fiesta nacional.
- Me trataron bien, era el único fotógrafo que tenían para registrar la fiesta.
Lo vi callar, revisar el flash y el zoom, y luego, tomar la forma de un tirador de caza mayor frente a su presa. Entonces apuntó su cámara al escenario.    


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