viernes, 25 de diciembre de 2015

Cruzando la plaza

Serie de unitarios

Cuarto Relato 

Sin Título Por Eduardo Wolfson


Otro circo que se despedía; los observé juntar sus cosas mientras el polvo se arremolinaba para escaparse del presagio de lluvia. Terminaba la sequía, Del Castillo, el Intendente, no solo engordó kilos y bigotes desde el paso del último coliseo romano, también festejaba el acrecentamiento de su fortuna, pasando horas en la confitería del club, con sus cómplices, el tano, el ruso y el gallego.


  
Cruzando la plaza, sobre la diagonal que plasmaba en monumentos el eclecticismo de los gobiernos locales, presenté mis respetos a un ecuestre general, deseando con vehemencia que algún viento, arroje del pedestal a su brioso equino de bronce.

De golpe, en todos estos años que el miedo nos enseñó a murmurar en voz baja, a comprar la soledad como compañía, a pretender ser los desconocidos de siempre, descubrí que la gente llenó siempre plateas y graderías. Me trastornaba pensar que después de tanto movimiento, de mezcla entre foráneos y locales, no quedase una historia para contar. La única prueba del acontecimiento fueron los agujeros dejados por las estacas y huellas de los garrotes en el baldío. Encendí un cigarrillo tras otro, solo fumaba la mitad y los tiraba encendidos sin pisotearlos. Aturdido, miraba como alguna brasita de la ceniza, se desprendía y elevaba, desapareciendo detrás de un árbol añoso.


Alfonsito, el “enano negro”, se aferró a mi pantalón, y afirmó con ronquera:
 -Vos buscás noticias y yo tengo una.
 Sorprendido, hallé en la espesura del monocromo el origen de su voz victoriosa
-me independizo, voy a ser pupilo del burdel ¿qué te parece?
Creo que subí los hombros mostrando desconcierto e ignorancia. Alfonsito no se amilanó.
- siempre discuto con mi familia, en el circo ocupamos el ghetto, y dentro del ghetto, el patio trasero.
 Provocó un silencio, se apoyó en un carromato y expulsó un susurro:
-por nuestro color de piel ¿entendés?

El padre abrazaba a la madre que tapaba sus orejas tratando de no escuchar, y la hermana menor de Alfonsito, se colgó a su cuello y besó su frente. Se despidieron, sabiendo que las giras del circo, podían ser inversamente proporcionales a los recorridos que Alfonsito tomaría.  Ninguno explicitó lo que colectivamente sentía, pero tuve la certeza que en aquellas vidas comenzaba una ausencia irreversible. Detrás de los últimos rollos de lona, a la cola de los animales, sobre un vagón playo, se acopló el trío oscuro, partiendo con lágrimas, con las gargantas secas, sin nada para agregar. Alfonsito, en una mezcla agridulce de sentimientos encontrados entre lo filial y la aventura, divisó los brazos de los suyos agitando el último saludo. Tardaron en desaparecer, lo hicieron cuando descendió el telón de una polvareda. Lo acompañé a Alfonsito hasta el burdel. Callados, arrastramos juntos una valija de cartón, yo pensando en la extraña demanda del prestigioso establecimiento del amor solidario, requiriendo los servicios de un enano negro, no me atreví a preguntárselo. Con sus ojos saltando casi fuera de  las cuencas, Alfonsito, me dijo sin titubear:

–Se acabó el circo, desde ahora yo construyo mi propio espacio. 

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