jueves, 3 de diciembre de 2015

Cruzando la plaza

             

Serie de unitarios

Tercer Relato sin título
Por Eduardo Wolfson



Obligado a recrear los sucesos de la atmósfera tenebrosa en una bobina aireada de papel, necesité cada día, para buscar a mis musas inspiradoras en oscuridades densas y sigilosas. En ellas, esfumados a la hora del amanecer, desfilaban personajes y espectros, que entraban y salían de la vivienda o predio acribillado. En horas nocturnas, la realidad era opresión y muerte, mi misión era transformarla, pasarle una mano de esmalte brilloso para la salida del matutino.

Cruzando la plaza en esa noche temprana, creí ver que la vereda se desplazaba en sentido contrario debajo de mis pies. Boris me había dejado claro, que en tiempos de censura, no existía nada mejor que la metáfora para filtrarla, y poder comunicar lo que sucedía.


Necesitaba encontrar al tano, al ruso y al gallego, y entregarles el mensaje. Me hubiese gustado poder publicar con sobreentendidos esa relación pecaminosa entre ellos con el mandamás, tanto, que investigación mediante, convierta la noticia en chicle, extendida por varias contratapas, y que luego, a través de los días, se pierda tenue en las páginas interiores, manteniendo vivo el interés de un público chato y abúlico, ilusionado con que la historia llegue y acabe en policiales. Pero mi miedo, despertaba sospechas hasta de mis sobrentendidos, como mi dirección en la agenda de un desconocido, o mi firma en un reclamo de varios años. La vida me alineaba detrás de la enajenación del pensamiento.

Decidí pasar por el cine para llegar a ver la fila de espectadores, era el día de damas. No me interesaba la función, pero cumplir con la misión ordenada por el Intendente me exigía tantear los territorios pampeanos habituales. Me cuidé muy bien de que Boris no se enterara de esta búsqueda por encargo.  


Boris, solía decirme que me quería como un padre, entonces me aconsejaba con alegorías baratas: “Si no te sentís marinero no te metas en el mar”, “Los nubarrones anuncian solo las primeras gotas, pero el huracán arrecia con refugio y todo”.

En todas las funciones, “Cuenta y Guarda Ganado”, se plantaban a la entrada central de la sala. Sus tareas los obligaba a una guardia pretoriana enfrentándose todos los días en la misma puerta, “Cuenta Ganado” defendiendo con el contador plateado las arcas municipales, y “Guarda Ganado”, los intereses del empresario cinematográfico. “Cuenta Ganado”, comía con los ojos las propinas que recibía “Guarda Ganado”.

-Es “plata negra” (decía, y con bronca agregaba) -dinero que ni la municipalidad ni el dueño del cine contabiliza.
Mientras un hilo de bilis serpenteaba por sus finos labios, su voz intoxicada finalizaba envidioso:
-Plata negra que disfruta solo este “Guarda Ganado”.

Si alguna vez lo supo, el pueblo olvidó su nombre. Le decían “Cuenta ganado” por su instrumento de trabajo, que servía tanto para contar vacas, como para registrar los asistentes a cada función. Consiguió el empleo, en tiempo de democracias de partidos. “Cuenta”, hasta entonces un barrabrava raso de club, sintió que el nombramiento lo “convirtió en un pájaro gordo”. Desde aquel día siempre vistió igual, traje gris, corbata y botines negros. “Guarda ganado”, el acomodador, fue otro al que la memoria colectiva le dejó el mote. Tipo marcial de indumentaria castrense, provista por el cine teatro. Depositaba en el cesto el talón arrancado a la entrada, entregaba el programa, y recibía la propina con un (gracias…) rayado en la g. y extendido en la s. Fue él que con un halo misterioso me dio una pista: -El circo se despide, lo están desarmando, buscá por ahí, que a lo mejor encontrás al ruso detrás de una trapecista. Cuando llegué, del coliseo circense quedaban trancas, sogas, lonas y palos, cayendo a la primera noche de un día gris y ventoso. Caminé por el perímetro del cadáver de la carpa, no visualicé al ruso, pero si al gallego que mostrando la cacha de su pistola, le recordaba al del puesto del choripan, que no estaba exento del pago de peaje. A pocos metros, el tano ocupaba el lugar del acompañante en un falcon verde. Informé, y armé la hora y el día de encuentro en la sacristía con el Intendente, ellos se encargarían de anoticiarlo al ruso.

Fue en esos días que publiqué la compra por parte del Intendente, de unos campos que pertenecían a la familia Reguera, tradicional del lugar, y también, me dediqué a describir el extraño e improvisado viaje, que los Reguera en pleno iniciaron, después de dejar sus firmas en el escribano por lugares recónditos en otros continentes. Recuerdo, en uno de esos días que consultando enciclopedias, narraba el safari imaginario de la familia, tuve la necesidad de enfrentarme al espejo para saber como lucía. No me encontré, solo divisé la imagen de una idea que no me gustaba.


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