miércoles, 11 de noviembre de 2015

Cruzando la plaza

           Serie de unitarios
                      Segundo Relato Sin Título
                                      Por Eduardo Wolfson     
            Subí las viejas escaleras gastadas de mármol de la redacción, José el sereno me sirvió una taza de café humeante. El inminente parto diario del matutino, puso mis nervios en tensión derrotando cualquier hechizo. A mi ingreso, las órdenes de Boris, propietario y director, fueron claras, “no se publica nada sobre madres llorando por hijos desaparecidos”, “lo insoslayable, se relata con las palabras enfrentamiento, subversivos, cadáveres, fuerzas del orden Etc. Etc.” “Tener siempre a mano notas de color sobre personajes de la localidad para rellenar”. Hasta allí, sus instrucciones habían servido para esquivar y preservar nuestras vidas. El mundial de fútbol, fue un derrame de agua bendita, y salir campeones, la cereza que coronó el postre. Ese mes, lo recuerdo como el más sencillo para escribir y completar cada número, sin necesidad de bucear para transformar el dolor en tibio entretenimiento. Pero esa tarde, seis años después, golpeé la puerta de su despacho, no era rutina, necesitaba consultarle acerca de como ocultar una Plaza de Mayo llena, con un muerto, y obreros pidiendo pan y trabajo. Me senté frente a él, escuché su discurso, sus reproches, esperando el momento de la copa de whisky, el de la ternura. En esa reunión, Boris agregó un mandato ahorrándome preguntas “Las Malvinas son nuestras, las ocupamos, echamos al invasor, inventamos batallas y nuestros oficiales y soldados son héroes” De golpe la guerra. La Plaza del pueblo masacrado dos días antes, se convirtió en territorio de cantos, banderas, y una voz borracha, uniformada en el balcón, aplaudiendo a la próxima sangre.

            Cruzando la plaza, en aquel abril cuando las hojas caían, advertí que en el pueblo desaparecieron los horizontes abiertos. Habitábamos el interior de un gran sarcófago, sus muchas puertas y ventanas, encerraba el llanto y el gemido desgarrador de mis vecinos, algunos adivinando la muerte sin lápidas, y otros, el terror de la guerra amputándoles a sus hijos.

            Del Castillo, el Intendente, exultante llegó al club. Agitaba un papel exhibiendo un aire triunfador. Los popes, como solía llamar a aquel conjunto de viejos un poco próceres, y otro poco, dueños del pueblo, se sorprendieron.
-Acaban de declarar a nuestra fiesta, "fiesta nacional". (Exclamó el Intendente)
            Arrojó la nota con membrete del gobierno, el sello y la firma del general a cargo de la presidencia sobre la mesa, se arrepintió, y volvió a tomarla para refregarla en mi nariz, interrumpiendo el trago de mi fernet cotidiano, en la mesa junto a la ventana.
            No me sorprendió la actitud de Del Castillo, sus exabruptos me eran familiares, desde aquel día, que ha su pedido nos reunimos en la sacristía, cuatro años atrás. Mientras el párroco, tercer habitante del recinto beatífico, simulaba desatención frotando una platería, el intendente me acercó a un rincón haciéndome una propuesta que acepté. Quería que piense y escriba sus discursos. Cuando estrechamos nuestras manos, me advirtió que nadie debía enterarse del trato, incluido Boris.
- Ponete a tono con las circunstancias pibe. (El intendente desplegó una sonrisa abierta que percibí como advertencia).
           
            Fui periodista del diario local, también escribiente, mandadero y alcahuete del mandamás político, elegido democráticamente por una junta de las tres fuerzas. Sentí que era un comodín de comodines. Flotaba en una nube que se deslizaba sobre el fango, y más allá de un juego que tomaba aspecto de querubín, supe que el paseo podía terminar en una fosa.

            Los popes festejaron como si fuesen chicos que les salió bien la travesura. Lorenzo, el mozo, sin esperar el pedido, les depositó el cinzano y unas cuantas copas, simultáneamente el pibe, colocó los platitos tradicionales, aceitunas negras, queso mar del plata cortado en daditos y maní con cáscara. Hubo brindis, mucha alharaca y disolución de reunión.
            El Intendente, callado, pensativo, e inflando los bigotes se sentó frente a mí. Su brazo detuvo a Lorenzo que se acercaba pensando que había un pedido en ciernes. Al fin me habló:
- Prepárame una reunión urgente en la sacristía con el tano, el ruso y el gallego, también voy a necesitar al escribano, pero lográ que no se crucen. Como siempre, esto queda entre nosotros.
            Del Castillo se fue, no sin antes saludar a Lorenzo con un estruendoso ¡Viva la patria!


            Al tano, el ruso y el gallego se los veía muy poco por el pueblo. Cuando yo terminaba la primaria, ellos pisaban los 30. El tano fue contador, el ruso viajante y el gallego cana en la Federal, desplazado por la fuerza, según él, debido a un dolor insoportable,  provocado por sabañones que cultivaba en sus dedos, durante los fríos intensos de patrulla en el invierno capitalino.
            Cuando se juntaban, cada vez con menos asiduidad, lo hacían en el boliche o el burdel.  El tano leía La Prensa, decía que era un diario serio con periodistas de raza e información objetiva. El gallego opinaba que el tano hubiese deseado ser oligarca, dueño de campos luciendo apellidos bostosos. En cambio el ruso tenía todas las materias aprobadas de su profesión: contar chistes, jugar póquer, y levantarse una mina en cada pueblo para asegurarse compañía y no pasar necesidades. Los tres disfrutaban en común, todo aquello que involucraba lo que reconocían con la sigla (PRP) picana-retorno-peaje.
           
            Esa semana, mi pluma se permitió pintar con lujo de detalles el hundimiento por parte de nuestra armada del sheffield. En las noticias locales, como pie de página, mataba a nueve subversivos en un enfrentamiento, sobre campos aledaños escriturados recientemente por el Intendente, especificando que no tuvimos que lamentar bajas en las fuerzas del orden.


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