sábado, 16 de julio de 2016

Narración sobre una jornada inconmensurable


La importancia
de un antepasado prominente


Camino marcial por la villa. Elevo la pierna, avanzo, y desciendo lentamente, cuidando no levantar polvo para no raspar el calzado con alguna piedra. Ignoro a los que me rodean, esos que chupan mate en el frente de sus taperas, luciendo con orgullo unas musculosas bombardeadas en la última guerra. Compulsivamente escupen la tierra, adictos a la Pacha Mama. Solo con el que se la da de psicólogo intercambio algunas palabras, discurso mañanero cultivado pero de contenido liviano, hoy le tocó al mandato que oculto en mi profesión. Me llamo Bruno Ramirez, y según él, la misma gracia portaba el primer cartero del Río de la Plata. Dice que mis datos filiatorios, adheridos a la historia me delatan. No le contesto, no le pregunto, lo saludo con un gesto, y huyo de su aliento despachando ajo.


Alcanzo el asfalto, la frontera, incluyo mi perfil en el gentío. Con la franela me deshago de los últimos vestigios adheridos a mi ropa, que evidencian mi mundo dormitorio, froto las botas hasta dejarlas espejadas como el primer día.

En este universo todos pasan ligero, estoy seguro que mi presencia, para ellos, no es más que una ausencia cosquillosa. Ayudándome con el espejo que alguna vez tuvo su nido en una cartera femenina, franeleo la visera y el escudo de la gorra. Ahora sí, ningún vecino o borrachín del otro lado, podrá reconocerme.


¿Será cierto lo del psicólogo? Yo, ¿Pariente directo del primer cartero en estos pagos?

Llego al correo, selecciono la correspondencia que debo entregar, observo a mis colegas. Juntos, interpretan un cuadro del orgullo perdido. Exhiben su fracaso en la ropa y en su postura, el que no está arrugado tiene lamparones brillosos por la plancha, a la mayoría se le nota un zurcido malo entre piernas gastadas con destino al pitucón. Les tengo bronca por desmerecer con sus figuras desinfladas, la responsabilidad de un funcionario de la correspondencia.

Ordeno las cartas, los folletos, las cuentas dentro de la mochila, en su división correspondiente.

Imagino a mi antepasado, al  fundador de la dinastía “corre, ve y dile”, orgulloso, porque su descendiente gana en Recoleta. Olfateo la zona y ya es otra cosa, saludo a los encargados de los edificios señoriales, mi blanca sonrisa abre su persiana y así la dejo hasta el fin de la jornada. Las mucamas admiran mi porte y uniforme, y algunas tratan de llamar mi atención con sus contoneos. “Aquí pasa Bruno Ramirez descendiente del primer cartero que tuvo la aldea”. Con simpatía y formalidad hago mi trabajo. Sin embargo el invento de Internet se vuelve una competencia fuerte. Cada día termino más temprano, menos papel, menos direcciones. Poco más o menos, los únicos que reciben correspondencia en estos tiempos, son los alojados en el cementerio. Destinatarios ilustres, muertos pero con domicilio conocido. Sin embargo, los remitentes, testarudos que insisten en escribir a quiénes no les podrán contestar, poseen en común la delicadeza de perfumar los sobres y estampar en ellos algunas flores. En varias oportunidades me sentí tentado a leer alguna esquela, si no fuese un emisario oficial con voto sagrado de reserva, estoy seguro de haber quedado atrapado en el pecado.

Abro la casilla que poseo en el correo central, contiene una carta y un telegrama de despido sin causa. Antes de que mis ojos se obnubilen con lágrimas, enfrento el contenido de la esquela, afiligranada con laureles. Me nombran abanderado durante la ceremonia y desfile por nuestra independencia. La posdata agrega que debo presentarme luciendo el uniforme y accesorios en estado impecable.
                                                                                                    Eduardo Wolfson

                                                                                                     







1 comentario: