martes, 6 de mayo de 2014

Cuentos con recuerdos

La errante

            
            Soplaban vientos de democracia. Se oían opiniones nuevas, y de apoco, tanteando las paredes, como ciegos que van recuperando la visión, la gente, en voz baja opinaba. Al principio cumplían atemorizados, como si no estuviesen seguros de que aquel sol que los iluminaba fuera realidad. Los rostros se habían relajado, pero el cruce de sonrisas aún no florecían francas. Concurrían escasos los orgasmos gritones, las cuerdas vocales estaban en proceso de adaptación para amalgamarse al nuevo clima. Algún extranjero, sueco tal vez, se atrevió a subir los deciveles de su tocadiscos para escuchar “Hasta siempre comandante” en la voz de Carlos Puebla, y algún vecino, sacudido en su osadía dormida, decidió desempolvar un cassete escondido de Víctor Jara, y sobre cantarlo en “Derecho a vivir en paz”.
            Las universidades desvastadas en la noche de los siete años, fueron llenándose de estudiantes, algunos muy tiernos, recién egresados de la secundaria, otros, egresados del exilio interno y externo. Las aulas se iluminaban con las diversas presencias etáreas. Los jóvenes, disparaban el brillo que descubre al asombro, pero los otros, llevaban una mirada opaca, esa que mezcla destellos de vida con ausencias. Entre estos, y en esos días, era común presenciar encuentros inesperados, llenos de emoción. Primero, el abrazo  fuerte, y duradero. Luego, los ojos secos cometían el milagro de la lágrima. Por fin, los cuerpos se desestrechaban para verse, palparse, y comprobar que no era un espejismo, solo años oscuros, que quedaron como cicatrices en los rostros y como huellas, en cabellos encanecidos.
            Las catacumbas de Derecho albergaron en el primer tiempo a la subversiva sociología, pero esta, fogosamente democrática, no se conformó con habitar de prestado el cementerio helado que le concedieron los hombres justos del futuro. Atrevida, tal vez por la sumisión que soportó, entró al templo del saber por las escalinatas, escuchó los conciertos en el salón de actos mezclándose con los dueños de casa. A los futuros sociólogos se los distinguía porque no usaban corbata, tenían el pelo largo y desprolijo, y a las mujeres, les gustaba usar un poncho de guanaco, estampados con viñetas incas, mayas, o aztecas, ¿Quién sabe? Lo cierto es que esa convivencia se volvió irrespirable, sobre todo, cuando a la gente de la carrera errante, se le antojó hacer pegatinas de papeles, incorporando nuevas palabras al léxico estructurado, y frases aceptadas pero escatológicas: “Mierda, carajo, puta, expropiación, revolución”. Fue la gente de arquitectura, quien los aceptó en su pabellón en la ciudad universitaria, algo así como un campo de concentración junto al río, en las afueras de la ciudad.
            El bullicio se fue naturalizando, los sociólogos y sus aspirantes no se incomodaron por la mudanza, si algo habían aprendido en todos esos años clandestinos, era sobrevivir marginados. Los de arquitectura parecían sapo de otro pozo, ellos todavía continuaban soñando con proyectar la tumba para un joven poeta.
            Democracia era la palabra grata de aquellos tiempos, en ella se cobijaban todos, muchos de los cuales sostenían que “a la universidad se viene a estudiar”, y afirmaban con cierto orgullo ser apolíticos. Muy tímidamente asomaron los contrarios, sostenían que bautizarse apolítico, era una forma hipócrita de hacer política. Fue casi imposible a partir de entonces mantener las paredes limpias. Inscripciones, afiches, e inscripciones sobre otros afiches fueron poblándolas. Los pisos inundados de retazos de papeles, y algún alérgico que a pesar de ser ateo, no dejaba de rezar, pidiendo aunque no sea más que una brisa para que se lleve el polvo de debajo de los papeles.
            De golpe se armaban grupos, marchaban saltarines por los pasillos y por las aulas, unificando en la alegría del paseo la consigna: “Se van, se van y nunca volverán”. Las asambleas, casi espontáneas, ocurrían en cualquier tiempo y lugar. Entonces, agitando los brazos y forzando las gargantas se los oía: “Paredón, paredón, a todos los traidores que vendieron la nación”. Las exposiciones eran vehementes, muchos sin importarles el tema tratado, mechaban su arenga con alguna frase de Marx o de Lenin, algún viva para Fidel, y no faltaba el recuerdo para el Che. Los apasionados cruces encontraban su pausa, aprovechada por voces exaltadas vociferando: “El pueblo unido jamás será vencido”.
            En el aula de la esquina, se acomodaban para la próxima clase de ética. Risas, chismes, murmullos, alguna puteada, y un bostezo sonoro, surcaba aquella porción de ambiente vidriado y frío, calefaccionado con nuestro aliento. El profesor, uno más entre nosotros. Tipo simpático, distraído. Un par de lentes gruesos, que lo legitimaba como corto de vista. La vestimenta, de calidad y haciendo juego, reconocía otras manos en su vida, que cuidaban el detalle. Siempre algún contraste y el resto al tono.
            Las clases eran interrumpidas frecuentemente, por gente del centro de estudiantes, o dirigentes de agrupaciones políticas, señalando algún acontecimiento que requería atención, presencia y posición.  
            Aquel día, unos veinte minutos después de comenzada la clase, un hombrecito pidió permiso para entrar. Tartamudeando, trató de completar sus palabras tímidamente: “Vivo en el Borda, me dijeron que aquí me podrían escuchar”. El profesor de ética, simpático, progresista, bien vestido, corto de vista, mostró signos de inseguridad. Golpeó intermitente un borrador entizado sobre el escritorio, llenó de polvo su atuendo magnifico, cerró su sonrisa a lo desconocido, y tambaleando, pasó por detrás del visitante, abandonando el aula.
            El hombrecito vestía un traje inmenso para su talla, una camisa sin cuello, y una corbata roja anudada sobre la nuez. Calzaba unas alpargatas como chancleta. Sin darle importancia a la desaparición del docente de ética, y controlando sus innumerables tics nerviosos, comenzó a explicar. Dijo que sus compañeros y él la pasaban mal, que no tenían calefacción, ni frazadas, si medicamentos que no necesitaban, y shocks eléctricos que los volvían mansos, que la poca comida que recibían era muy mala. A la mayoría la familia los había olvidado. Que a él, le indicaron, la gente de sociología los podía ayudar.
            Primero entraron dos bedeles embutidos en sus guardapolvos grises, detrás el profesor de ética, sacudiéndose el polvo de tiza que había arratonado, los colores vivos de su vestuario.
            Por la espalda, tomado de ambos brazos por cada uno de los ordenanzas, el hombrecito fue levantado y trasladado hasta las afueras del edificio. Mientras tanto, el profesor de ética, compuesto del mal rato que le tocó pasar continuó con su clase. “Hablábamos de la coherencia, y las conductas en democracia”

                                                                           Eduardo Wolfson

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