martes, 8 de julio de 2014

Pincelada de mis personajes

       
Maestro Fedor


Anteojos negros, ciego. Su mano izquierda alargan un bigote débil, mientras los dedos derechos, se cruzan y acarician con sus yemas, una misma miga de pan. La sensación de multiplicar las migas, lo resuelven a tolerar desde su ceguera a esos niños bien no queridos en ningún colegio secundario. La academia clandestina de Fedor es el fondeadero, la última esperanza que encuentran los padres para depositar a sus hijos inadaptados. A cambio de una escala dineraria, los inscriptos pueden aspirar a dar libre las materias de cada año como cualquier hijo de vecino, a obtener el favor de los profesores de las materias más difíciles, a viajar a Venado Tuerto garantizando la aprobación. Solo para los niveles superiores, la academia provee de ser necesario, los certificados y diplomas, dejando al extraviado en las puertas de la universidad.
 El falansterio Fedor consta de dos grandes habitaciones sobrantes de un departamento amplio. A sus habitantes temporarios, se les permite fumar, hacer bochinche, apostar con dinero, con entradas para River, o con pizzas completas culminadas en un círculo de medios huevos duros.
Una mesa redonda es el centro de la algarabía. Sobre ella dos teléfonos negros inspiran respeto. Cata los manipula, sentada como una sombra eterna al lado del viejo profesor. Es su lazarillo, esposa, y buchona. Detrás de un rubor encendido sonríe callada cuando pesca una fechoría menor. Y si la picardía es grande, suelta un murmullo en el oído de su esposo. Para no aburrirse, con una de sus manos, se empeña en planchar y dar forma a un rulo negro sobre la sien.
Fedor goza bautizando con sobrenombres a sus provisorios discipulos.

Con la complicidad de Cata, los más tratan de dar la lección con el manual abierto. El viejo es ciego pero no estúpido.  Deja la miga, escucha la lectura, hasta que su mano libre repta sobre el hule de la mesa hasta alcanzar los bordes del libro. Sus dedos atenazan al texto, lo cierran y lo atrae hacia su cuerpo.
“muy interesante-dice-, ahora quiero escucharte sin el libro”.
Los más se quedan mudos, sin libreto. De golpe se acaba el alboroto. Se trata de un minuto sin putear, sin apostar, sin regodearse con la foto de un minón desnudo. Es el silencio que lo invade todo, y la inmovilidad, que se apodera de lo que vive. El viejo Fedor es el protagonista de la escena, mientras que el rey de los estafadores del momento, se transforma en un pequeño cordero de dios. Todos conocen lo que sigue, las manos del viejo tantean sobre la mesa y encuentran uno de los tubos de los teléfonos negros, le pide a Cata que dizque el número del padre del imputado. El simulador entonces, mediante imploraciones y llanto, trata de quebrar aquella comunicación, que de lograrse, podría retenerlo todo un fin de semana en su cuarto, con la única distracción de una revista pornográfica desactualizada. La puesta en escena no asegura nada, los resultados dependerán exclusivamente de donde se pose el fiel en la escala del embolómetro del viejo. Si el embole marca saturación, el retorno es imposible.

Sin embargo aún existe el milagro. Se trata de un “Hola profe”, lo dice Mónica. Su perfume precede al saludo sensual, disolviendo la tensión reinante por la posible decapitación. Todos se regodean y la comen con los ojos. Pechos parapetados en la blusa entallada, que les deja como obsequio esa cola con forma de pera en el estuche de jean. La mejilla rosada, flácida y colgante del viejo Fedor es la que recibe el beso de los labios carnosos sin rouge de la modelo. El profesor sonríe, sus manos sin migas, sin teléfonos y sin libros, se entretienen con el tacto de las formas anales de la alumna preferida.
Cata sonríe y se acaricia el rulo. Mientras tanto, las palmas de Fedor, disimulando un Parkinson incipiente, trepan y tiemblan, semblanteando la espalda, para descansar por fin en el frente, retozando en las mamas erguidas de Mónica.

                                                                                             Eduardo Wolfson

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