sábado, 19 de julio de 2014

Pincelada de mis personajes

            Soprano barrial (Testigo de la novela inédita “Comesandwich”)


Entrevista: deconstrucción en primera persona de un amor de juventud.
            ¡Pasaron tantos años! El tiempo transcurrido siempre trae cambios, no solo la piel y la voz pierden su vitalidad, también la memoria encarna estragos. Pasa que se olvidan recuerdos y se recuerdan olvidos no queridos.
            Su pregunta, joven periodista, hiere mi sensibilidad y afecta a mi sexto sentido. La considero una afrenta a mi lozanía perdida y una grosería, para estas canas que hoy tiñen mis cabellos. Le aclaro lo obvio. No he aceptado, voluntariamente brindar testimonio en este, su programa, a cambio de renovar para mi persona la popularidad perdida.
            Hace muchas décadas que estoy retirada del Bell canto, no es mi intención volver, solo deseo tener una vejez tranquila, en mi barrio natal, donde las margaritas todavía, aún hoy, perfuman los jardines.
            Sucede que en mis años mozos he conocido a Rembrandt, uno de los acusados del genocidio de funcionarios. Mi historia, se une a la de él en un instante fugaz de mi juventud.
            Pasó en una jornada que las estrellas tapizaban el cielo de Buenos Aires. Durante varias semanas, Rembrandt frecuentó todas las noches el teatro Colón. Un conocido, le permitía colocarse entre las bambalinas del escenario para gozar la cercanía del espectáculo. En el elenco, participaba una soprano de rostro angelical y unos ojos verdes profundos.
            Sí, esa personita era yo. Un barítono conocido de ambos nos presentó. En los entreactos comencé a charlar con Rembrandt, intercambiarnos sonrisas, sin atrevernos a las confidencias íntimas, recuerdo que tratábamos temas importantes, rodeados de decorativos oropeles. Un día nos entusiasmaba imaginar las obsesiones de Verdi, en otro, repasar la pintura de la pobreza, empezando por Ernesto de la Cárcova con su "sin pan y sin trabajo" y terminando en "La manifestación" de Antonio Berni. Me enamoré perdidamente.
            Rembrandt, siempre abandonaba el teatro pocos minutos antes de finalizar la función. Le pregunté por su actitud, me insinuó que buscaba atesorar para sí esa magia que mi presencia le producía. En aquella época respiraba amor. Rembrandt nunca se me declaró, pero admitía que disfrutaba de mi rostro, mis ojos y aquella, mi sonrisa, que lo colocaban, según sus palabras, en el mundo real.
            La temporada fue exitosa, pero de cualquier modo debía finalizar. Ese día Rembrandt, en el último entreacto, me entregó un cuadro con mi rostro pintado de memoria, y me invitó a encontrarnos a la salida. La noche no podía ser más auspiciosa. Nos vimos en la escalinata del teatro. Le agradecí fervorosamente la pintura y besé sus mejillas, todo un desenfado para la época, aunque la que lo hiciera, fuese una artista. Rembrandt, colorado, me ofreció acompañarme hasta mi casa caminando. Le expliqué que vivía en Mataderos. "Mejor, -dijo él agregando- las estrellas magnificas de esta noche nos señalarán el camino mientras nuestros cuerpos, a paso lento, disfrutarán de este clima, hasta que el amanecer la encuentre en su domicilio, recordando para siempre una noche mágica". Le agradecí su tono poético, pero le advertí que sentía cansancio, que lo mejor, era que tomáramos el tranvía. Rembrandt palpó sus bolsillos, evidentemente se hallaban vacíos, le ofrecí pagar el pasaje, él no contestó. El tranvía se detuvo en la plataforma, ascendí. Rembrandt con cierta ofuscación me gritó, "yo prefiero caminar". El tranvía partió, desde mi ventanilla lo miré por última vez. El calor le jugaba una mala pasada, una línea sudorosa de tinta china se deslizaba sobre su frente. Aquel festejante de mi juventud, ¿poseía en germen, el monstruo que hoy los medios nos exhiben? Mi recuerdo enamoradizo, se transforma en un abrir y cerrar de ojos, en desamparo, que creo que mi cuerpo impoluto, deteriorado claro está, por lo cronológico, no podría soportar.


                                                                                                       Eduardo Wolfson 

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