jueves, 19 de abril de 2012

El cuento que te cuento y que no es cuento


            
             Exiliada del paraíso 
            Se impresionó al verla en su escritorio. Ella hojeaba un libro extraído de la biblioteca. La presencia de esa desconocida lo desorientó. Sintió hasta el lugar, como extraño. Rescató su realidad, cuando con acento extranjero, la mujer pidió disculpas. Atinado, él se acercó hasta el gran ventanal y corrió las cortinas, con actitud de dueño. La observó detenidamente, como lo hacen ciertos propietarios con sus obras de arte recién adquiridas. Sin dudas, reconoció a la inmigrante que su esposa tomó para la limpieza, la había visto fugazmente esa mañana cuando bebió su café. Rodeó el escritorio, se detuvo frente a ella, se apoyó en el estante y en su inglés de Oxford, la interrogó acerca de su lectura. Ella comentó apocada, que repasando con una franela los libros, le llamó la atención esa versión inglesa del Quijote que desconocía. Y agregó: “Por cierto, creo que no es la mejor traducción”. Sir John asintió con una media sonrisa y quedó pensativo. Ester continuó desempolvando lomos de colecciones.
            Mientras Ester servía el consomé, Mary, la esposa de John, se la presentó formalmente: “ella viene de Sudamérica, de la Argentina, pero conoce y habla muy bien nuestro idioma” le dijo. John, con aire distante asintió. Sin embargo, algo lo preocupaba. Su esposa, últimamente, había descubierto ese mercado ventajoso de inmigrantes, para disponer de un buen servicio, pagando salarios muy módicos. Es cierto que Mary le explicó aquello del doble esfuerzo: “Si bien les pago poco, no olvides que invierto mi tiempo en enseñarles nuestra lengua”. Recordó que si bien no se sentía muy a gusto con esa teoría, tampoco tuvo voluntad, en aquel momento, de armar una argumentación que la invalide. Pero ahora, el recurso humano obtenido por su cónyuge, no solo conocía el idioma, sino que sabía distinguir en una lectura, una mala traducción, pero el salario seguía siendo el mismo.
            A John, siempre le disgustó la posibilidad de aprovecharse de las desigualdades. Tenía perfecta conciencia de vivir en un mundo asimétrico, y de ocupar un lugar privilegiado en él. Antes de conferenciar con Mary acerca del problema, e indicar su solución, decidió darse unos días para el análisis, realizar una investigación minuciosa, y adoptar la medida correctora necesaria, pero sin precipitarse.
            Aprovechó cuando Ester le sirvió el desayuno, su ritual solitario, para conocer algo de su historia. El relato fue corto:
             “Cuando desapareció mi esposo,-dijo Ester- mi situación se volvió insostenible”. John la vio acomodar sobre una bandeja, potes de mermelada, manteca y una lechera. También advirtió que Ester se mordió los labios, y no se equivocó al deducir, que el dolor, retornado por aquellas palabras, ponía fin a la confesión. Esa misma tarde, revisando unos papeles en su escritorio, Ester entró para servirle su té. Apenas la miró, y con la vista baja, le preguntó por qué eligió Londres como destino de su exilio. Ester, confusa, no respondió de inmediato. Pensó que entre su empleador y ella, la distancia no era cuestión de clase sino de comprensión. Cuando él levantó la vista, ella habló: “no fue elección, o trepaba por tierra, eludiendo vaya a saber cuantos controles, para llegar a México, o tomaba el primer avión que salía. Y fue para Londres”  John tomó distraídamente su pipa, entonces Ester, mirándolo a los ojos, agregó: “Escapaba señor”.

            Aquel contexto, John lo conocía en general por los diarios: “Dictaduras, persecuciones, torturados, desaparecidos, exiliados, etc.” Sin embargo, las pocas palabras pronunciadas con dolor, pero no sumisas, por Ester, no le eran suficientes para asociar su información con aquellas vivencias.
            John, sabiendo que Mary contrataba a esta gente sin pedirles referencias, preguntó a Ester por su experiencia laboral. Ella lo observó, él pudo notar que le brillaban los ojos, y que con cierta resignación y firmeza, sostuvo: “Soy licenciada en letras y doctora en filosofía”. John aprisionó los labios en el borde de la taza de té. Entonces Ester intentó retirarse, pero volvió a escuchar la voz de su empleador: “Esos conocimientos, ¿le sirven para realizar los quehaceres, para los cuales, mi esposa la empleó?”.
            Para Ester, sacudida, la escena se paralizó. Se repuso cuando John colocó taza y plato sobre la bandeja, entonces manifestó: “Esos conocimientos no. Pero desde chica hice quehaceres domésticos en mi casa”
            Esa noche, en la cena, John le comentó a Mary que tenía la sensación de ser cómplice de un hecho que atentaba contra sus buenas y legítimas costumbres. Mary, dejó en reposo su tenedor de pescado, posó la servilleta suavemente sobre las comisuras de los labios, y al fin, expresando  incomprensión, miró a su esposo, que comentó: “No podemos tener como mucama a una licenciada en letras y doctora en filosofía”. Entonces Mary parpadeó, exhibió apenas un gesto de alegría, lucido en su dentadura blanca y bebió un sorbo de champagne: “Pero si es un amor, y aprende muy rápido las labores que debe cumplir” sostuvo satisfecha.
            John advirtió la ignorancia de su mujer. Decidió mantenerse callado el resto de la comida, para no desarmonizar con una trama traída de afuera aquella hora de encuentro.
            Al día siguiente, cuando Ester le sirvió el desayuno, John preguntó: “¿Por qué no busca alguna colocación, donde usar sus conocimientos?”   
La respuesta fue cortante: “No tengo papeles señor”. John aspiró la humeante taza de café para adivinar su aroma. Le incomodó que Ester se quedara como para continuar el diálogo, interrumpiendo su ritual solitario de las mañanas. Entonces dijo: “Seguramente en una universidad, o en alguna oficina estatal le pedirían documentación habilitante, pero tal vez, a alguna casa editora, o algún medio especializado en América Latina, no les importaría” . Ester, diseñando una sonrisa, con tono amable expresó: “Agradezco su preocupación señor, pero me siento muy cómoda con esta actividad”. John quedó pensativo, trató de saborear su café, pero fue inútil, esa mañana no le encontraba gusto. Cuando Ester le daba la espalda escuchó su voz:”piénselo, seguramente tendrá una mejor retribución”. Ester al retirarse, refutó: “Pero no como la de un inglés, realizando la misma actividad”.
            John le comunicó a Mary, que después de cenar, no tomarían juntos el café en el salón como de costumbre, y le pidió, que transmita a Ester, que se presente a esa hora en su escritorio para mantener una conversación privada. Mary notó en su esposo un gesto no habitual, pero que ella conocía muy bien, era la actitud que lo expresaba tomando decisiones.
            Cuando Ester entró al despacho, encontró a John parado junto a la biblioteca, examinando distraídamente un volumen.  La mujer permaneció parada sin delatar su presencia, hasta que John levantó la vista y la invitó a tomar asiento. Luego de un corto silencio, inició una indagación amable: “Usted me dijo que sus títulos son…” / “Licenciada en letras y doctora en filosofía”, intrigada, contestó Ester. John encendió su pipa, se lo veía pensativo. Vino la bocanada de humo y la segunda pregunta: “¿Cuáles son las tareas que desempeña en nuestro hogar?”. Ester encontró su mirada cuando se desvaneció el humo. Sintió que el hombre volvía sobre un tema que conocía pero fingiendo ignorancia, o tratando de confirmar una realidad. “Tareas domésticas generales”, sostuvo Ester, y agregó: “Sí el señor lo desea puedo enumerarlas”. John asintió. “Sirvo los desayunos, almuerzos y cenas. Aseo las habitaciones y los baños. Envío la ropa de cama al lavadero, plancho sus camisas. En el tiempo restante, y según un cronograma que me ha sugerido su esposa, reviso la limpieza de otras estancias de la casa, como por ejemplo el ámbito en el que estamos. Si existiese alguna irregularidad debo componerla, como quitarle el polvo a los libros”. Ester cruzó sus piernas, apoyó las manos sobre la falda y calló. John hurgaba el fogón de una de sus pipas, con un adminículo para limpiarlo. Raspó todavía un poco más hasta la interrogación corta: “¿creé que su salario es justo para su actividad?” / “No me quejo por lo acordado” / “no contestó mi pregunta, ¿es justo?” / “No, no es justo, pero me arreglo” / “Entonces, ¿como algo que considera injusto puede conformarla?”.          En la transparencia de los ojos de Ester, John adivinó rabia.  Ella solo hizo un breve silencio y respondió con severidad: “Mi vida estuvo en juego y ahora estoy a salvo”. Ambos sostuvieron sus miradas sin hablar, pero ninguno pudo obligar al otro, a bajarla.
            En el desayuno, John, contraviniendo una vez más su rutina, le solicitó a Ester que se sentara a su lado para conversar. Ester Imaginó que aquella ceremonia traía un aumento de sueldo. “Ester sus condiciones son excelentes”, dijo sin preámbulos John, y prosiguió:” realmente su preparación e inteligencia, nos ha deslumbrado, debo felicitarla”. La interrupción para beber café, sirvió a Ester para agradecer sus conceptos. El silencio de John mantuvo un rato más el suspenso, al fin explicó: “lamento mucho tener que despedirla”. Ester pensó que tal vez, aquel idioma que no era el de su origen, le jugaba una mala pasada. John la notó desorientada, y volvió a repetir pausadamente: “lamento mucho tener que despedirla”. Ester trató de ocultar su angustia, y exigió motivos. “Usted es licenciada en letras y doctora en filosofía, sostuvo John adustamente. “¿Acaso no hago bien los quehaceres domésticos?” preguntó Ester. John respondió con severidad: “No es eso, no podemos dejar que una persona de sus quilates desperdicie su talento y sabiduría, realizando tareas domésticas, para las cuales está sobre calificada. “¿Sobre calificada?” intervino Ester con asombro. John prosiguió como si no la hubiera escuchado: “Usted nos ha causado un gran contratiempo. Mi esposa, tendrá que buscar quien la reemplace”. “Y yo trabajo” sostuvo Ester abruptamente. John lamentoso expresó: hemos confiado en usted, y arrancarla de nuestras vidas nos producirá zozobra. A Mary puedo achacarle su apresuramiento, esa ansiedad que posee, que la lleva a tomar decisiones antojadizas, y la falta de orden, que le impide pedir referencias. Pero fue usted Ester la que cometió el error, al ofrecerse en los clasificados para tareas domésticas. Es un engaño, justificado a lo mejor, pero engaño al fin. En su país, es comprensible que unos defrauden a otros, pero en el Reino Unido, mi querida amiga, no”.
Eduardo Wolfson  

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