domingo, 29 de abril de 2012

El cuento que te cuento y que no es cuento


Hasta ustedes ha llegado la luz

         La polvareda invade la mañana clara. Abandonamos el asfalto, entramos en una senda de tierra flanqueada por cañaverales. Seguimos la tromba que dibuja la comitiva oficial.  Con las ventanillas cerradas avanzamos, el chofer y yo, amparados en esta capsula, la cabina de la camioneta.

         A las 6 de la mañana, con rostros dormidos, nos mezclamos civiles y militares para presenciar el izamiento de la bandera. El gobernador, enfrascado en su traje de general, nos explicó a los periodistas la actividad conjunta, de la cual seríamos testigos en las próximas horas. Su gabinete, con él a la cabeza, relevaría las necesidades y acción de distintos municipios de la provincia. Además la travesía sería aprovechada para dos inauguraciones.

         Tromba y polvareda impresionan como si el mundo se hubiese perdido, somos una ráfaga dentro de la nada, estamos en un túnel que parece tener como destino el olvido. Observo al chofer, aparte de mí, es lo único humano que ha quedado. Su visión, adherida al parabrisas, se petrifica vigilantemente como si existiese un horizonte. Sus manos se aferran al volante y sobre él, recuesta los antebrazos, ejerciendo fuerza, tratando de que el traqueteo no lo aleje de una huella invisible. Su rostro cetrino y tenso, culmina en una frente chata surcada por arrugas que simulan ser heridas.  Caigo en cuenta, que hasta ahora, no tengo registro de su voz. Tanto el saludo, como alguna frase empobrecida dicha en el camino, fueron respondidas con un movimiento positivo o negativo de cabeza. Creo que desconfía de mí, a lo mejor es solo una ocurrencia.

         No sé de donde, nos llegan compases de marcha militar. Bruscamente, sobreviene la frenada. El torbellino se aquieta, el polvo, compacto como telón teatral se precipita flotando cual velo de  odalisca. A la izquierda, otra vez como un muro, diviso los cañaverales, del otro lado, una hilera de chicos, agitando banderas argentinas, luciendo guardapolvos almidonados pero llenos de polvo. Detrás de ellos, mientras la nube se disipa brotan dos maestras semejantes a fantasmas verdaderos.

         Descendemos de los vehículos, atrás de los anfitriones una casa de paredes muy blancas, escuela lista para estrenar. La directora espera a la comitiva en la puerta de entrada. Un funcionario dice que estamos atrasados, que debemos apurarnos. El gobernador sonríe, inaugura para las fotos en un breve recorrido por las dos aulas y decide, suspender su discurso.
         Llega una orden, efímeros apretones de manos, otra vez los acordes militares preanunciando la partida. Los que quedan, reciben nuevamente la tierra suspendida, que convaleciente, anida sobre esos cuerpos, prácticamente sobrentendidos.
         Nosotros corremos hacia los transportes asignados. En total, la claridad no llegó a perdurar cinco minutos, permitiendo que las banderas flamearan. Luego se taparon en sus tumbas.

         Los zapatos se me han poblado de polvo. En tanto somos tragados por la sequedad, mis retinas abandonan remisamente la estela de unas máscaras sonrientes, muy parecidas a la de una niñez asombrada. ¿Que es todo esto?, es como avanzar sin ojos, descubrir a los que para uno no han existido nunca. Es un simple parpadeo de evidencia, de un rayo que no llega a ser lúcido, para borrar sin dificultad lo que es fugaz, o a lo sumo, imaginarlos como espectros, ausentes en el mundo real.
         Detengo mi pensamiento en la mirada del conductor. Me alcanza un trapo de rejilla húmedo señalándome el calzado. Los zapatos vuelven a brillar. Transitamos un túnel de cenizas renegadas, no noto el avance, en cambio tengo la certeza, que nuevamente, música militar se nos acerca. Otra vez la frenada ordena mis sentidos. Una vez más escolares, banderitas, mujeres marchitas y algunos paisanos descalzos. Ahora, en lugar de escuela, un hueco ganado al cañaveral y una tarima de madera, sobre ella un interruptor en un poste, y arriba, una lamparita. Mientras los chicos agitan los colores celeste y blanco, y los mayores son invitados a aplaudir, el gobernador, solemne asciende a la plataforma. Practica su venia con el público, marcialmente les da la espalda, su mano derecha se posa y activa la llave. Se quita la gorra, mira hacia el cielo, pero detiene su horizonte en el milagro de la lámpara encendida.

         La fanfarria, ataca con lo más tachín de su repertorio. El gobernador se relaja para pronunciar palabras improvisadas. Alguien le alcanza un megáfono, su primera frase es épica por lo grave del tono, por el estruendo, por el eco y sobre todo porque narra la epopeya:
         -Mis queridos compatriotas, hasta ustedes ha llegado la luz.
 Su silencio y el aplauso son prolongados, los chiquilines chillan alborozados, la cámara del canal de televisión local, rodea el rostro adusto del militar, quien se encuentra listo para proseguir:
         -Desde ahora en más, van a disfrutar de las ventajas que les otorga la civilización. A partir de hoy, ampliarán la sobremesa nocturna por este prodigio que llamamos electricidad. Gracias a ella se mirarán los rostros a través de la mesa familiar, gozarán del televisor y la nevera, en sus casas se alargará la vida.

         La gente, ha quedado con la mirada estampada en la lamparita encendida. Nos siguen rodeando los cañaverales, desde este camino arenoso no llego a distinguir ninguna construcción. Las palabras del General, parecen provenir de una serie de televisión doblada por puertorriqueños. Los parroquianos, son un puñado de semblantes con piel añeja, no me permiten traducir sus emociones, si las hay.

         La epopeya, narrada por el militar a cargo de la gobernación languidece, pero no se nota. En su ayuda acude la charanga musical, esa banda de uniformados, que a su modo, nos ordena a abordar los vehículos estipulados.

         La luneta trasera, muestra el fenómeno. El grupo de lugareños se desmaterializa, esos que de cerca confundía con personas, se desintegran hasta transformarse en partículas microscópicas invadidas por la tierra.
         Me pregunto: ¿de dónde sale esa gente que siempre parece la misma? Hemos recorrido kilómetros y kilómetros en un paisaje de cañaverales acuartelados en el desierto, pero las mismas fisonomías aparecen en cada acto, esperando a esta comitiva, que siempre arriba precedida por un remolino y se aleja provocando otro.

         -Que suerte que esta gente pueda tener luz.
Concreto mi pensamiento en voz alta.
         -Sí, el día que tengan plata para comprar cable y llevarlo hasta su rancho.
El conductor se manifiesta. Me sorprende con voz grave, me cuesta identificar que aquellas palabras provienen de su boca, sigue arqueado sobre el volante, sin parpadear, con la vista fija en el parabrisas. Sin embargo, siento que el horizonte que persigue, no se encuentra en aquel amasijo de polvo que golpea intermitente contra el vidrio, es como si hurgara hacia él mismo. Esta vez noto con claridad el movimiento de sus labios:
         -¿Quién sabe dónde tendrán sus ranchos?, seguramente están a muchas leguas de la torre que acabamos de inaugurar, perdidos en los matorrales. Lo que obtienen por la zafra ya lo tienen comprometido por la comida y vicios adelantados.
         Sus pocas muelas son marrón caramelo, seguramente, es la huella forzosa de haber mascado caña.
         Nos quedamos callados, a mi se me quemó la lamparita. 
Eduardo Wolfson

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