martes, 19 de marzo de 2013

Capítulo de novela


"Siempre que llovió..." 

Capítulo VI

Novela inaudita de Eduardo Wolfson


El despacho del Intendente, en aquella jornada, fue un hervidero. Con el café cotidiano, el ordenanza le trajo la novedad.
Sorprendido, el mandatario le pidió que encienda el televisor. Se apoltronó en unos sillones de cuero para ver con más comodidad el programa.
-No lo puedo creer, toda la ciudad movilizada por el suceso, y yo, deshojando margaritas en mi escritorio, ¡como siempre, el último en enterarme!

Convocó a sus secretarios a una reunión urgente, sabía que la presión de los medios no iba a permitirle permanecer callado.
El escritorio oficial se atestó de personas que cuchicheaban entre sí, tratando de no alzar la voz.
El primer funcionario municipal impuso con silencio su presencia. La mirada recorría al conjunto, pero en lo personal, cada asistente experimentaba ser el examinado. Los murmullos se esfumaron progresivamente. El mutismo todavía se extendió un poco más. Al fin, las palabras del hombre ofuscado, impactaron como el estrépito de un huracán:
-¡¿Por qué carajo, cuando pasa algo en esta puta ciudad, yo me entero tarde y por el ordenanza?!

Los asesores de imagen de la consultora norteamericana bajaron la cabeza, los secretarios se pusieron rojos. Los primeros imaginaban la rescisión del contrato y los segundos, el pedido indeclinable de renuncia. Pero nada de eso sucedió.
Se asombraron, cuándo insólitamente el mandatario empezó a desvestirse. Cambió el elegante traje gris y la corbata, por una campera de cuero y un jean gastado. Obligó a los chóferes a guardar la habitual limusina negra y pidió que dejaran un jeep descapotado en la puerta del edificio comunal.
Junto a los Secretarios, de economía, obras públicas y cultura, el Intendente abordó el vehículo, que él mismo condujo.
Se internaron por un camino estropeado que terminaba en la villa. El hombre, animal político al fin, se detuvo, tomó en sus brazos a un chico asustado por tanto alboroto, caminó unos metros a través de la purretada. Se colocó frente a la cámara, avezado, esperó que lo tome en primer plano de la escena, entonces, con su pañuelo, secó los mocos de la criatura y besó sus lágrimas.
El Intendente desgranó unas sílabas improvisadas. Con una voz tenue, robustecida en la medida que se afirmaban las palabras se refirió a la pobreza, y sobre todo, se preocupó por destacar la proeza cotidiana de quiénes tienen el destino de habitarla:
-…Por eso, mi gobierno quiere premiar en estas calles de los confines de la ciudad, la heroicidad de Virginia, una niña pobre, capaz de tener un acto de arrojo para salvar la vida de su precipitado compañero, sin titubear, sabiendo que en aquel trance podía desprenderse de su propia vida. Ahora voy a llegarme hasta el sanatorio donde Virginia se repone, sabemos que ya nunca podrá ser una niña completa, que su carácter se templa en magnos sacrificios que nos están señalando un futuro, en cuya hechura participan también ustedes, como dije al principio, con su proeza cotidiana de transitar la pobreza. Por eso, el premio, que como símbolo voy a depositar en manos de nuestra querida Virginia, es una distinción que todos ustedes merecen, deben sentirlo como de todos ustedes.

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