lunes, 25 de marzo de 2013

Capítulo de novela


"Siempre que llovió..." 

Capítulo VII

Obra inaudita de Eduardo Wolfson

Entre tinieblas y dolores punzantes, Virginia se despertaba en aquella habitación desconocida.
Los medios de comunicación capitalinos arribaban a la ciudad. La vereda del sanatorio se transformó en una madeja de cables. Los movileros, cargando pesados micrófonos y pequeños teléfonos celulares, pugnaban entre sí por el mejor lugar.
La mujer, desorientada por el origen del alboroto, salió a la calle. Al ver las cámaras y el enjambre de gente tan bien vestida, ¡se asustó!
Para adaptarse al nuevo paisaje frotó sus ojos. ¡Tantos años sin ocurrir eventos en esa ciudad pueblerina! Trató de girar sobre sus piernas para llamar a su esposo. No pudo.
 Una mano joven y fuerte la contuvo. El rostro lozano y vivaz invadió su campo visual, de golpe se advirtió temblando. El forastero trató de tranquilizarla:
-No se asuste señora, soy de la televisión.

Ella se ruborizó, estremecida se auto observó: unas zapatillas viejas, a las que les cortó el talón para convertirlas en chancletas, un batón estampado, desteñido y manchado. El pelo grasoso, inundado de decrépitos colores, extinguidos antes de llegar al crecimiento.
-La casa, ¿es suya?

 Desbordada por una conjunción de aromas, fragancias dulzonas provenientes de su interlocutor, y emanaciones agrias de su propia piel, sólo atinó a bajar la cabeza asintiendo:
-A la terraza, ¿se puede subir?

Esta vez, con un tono que reconocía como materia prima un papel madera reseco y quebrado habitando su garganta, ella contestó que sí.
-¿Podríamos subir con las cámaras?

 La mujer se atrevió a quitar la mano del muchacho de su brazo y gritó:
-¡Federico!

Lo hizo varias veces. El marido asomó por el pasillo con el mate en la mano. Avergonzado, con la cara atrapada en un morrón rojo, se disculpó con el hombre trajeado:
-Uso esta musculosa en el fondo... ¿sabe?

Entregó el mate a su señora y extendió su mano al visitante.
-Le decía a su esposa, que si nos permite subir a la terraza con las cámaras, el canal le pagaría muy bien.

 El hombre se rascó la cabeza, de golpe, las pocas ideas que le rondaban comenzaron a cruzarse formando un nudo gordiano. Las últimas palabras tiñeron su pensamiento: “el canal le pagaría muy bien”.
 Pensó, así en camiseta, que de aquel Mesías en la puerta de su casa, en torno a un gentío desacostumbrado, no podía desconfiar.
 Aquella catarata de seres desconocidos y de nuevas noticias, lo inhibieron para articular, aunque más no sea una frase corta. Al fin optó por franquearles la entrada.
El aluvión fue imparable, por el pasaje transitaron personas llevando trípodes, rollos de cable, teleobjetivos, auriculares, cámaras y monitores. La pareja sólo logró proteger una maceta con variedad de flores, que decoraba el ingreso.
Fueron minutos, pero parecieron siglos lo que duró ese torrente humano.
Luego, los dueños de casa pudieron cerrar la puerta, sonriendo a vecinos y vecinas que pugnaban por enterarse.
Federico observó cómo los intrusos sin perder tiempo, buscaban enchufes y la llave térmica, le pareció que actuaban como espías profesionales, de esos que él bien conocía a través de su televisor.
-Pero, ¿para que necesitan mi terraza?

Se animó a interrogar a un muchacho vestido con jean y camisa negra, que trataba de aislar unos cables con cinta.
-Para tener un primer plano de la piba amputada cuando abran la ventana de la habitación. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario