sábado, 15 de junio de 2013

Capitulo de novela

"Siempre que llovió..."
   Capítulo XX
Obra inédita e inaudita de Eduardo Wolfson


Fueron días de gran perturbación en la pequeña ciudad. Los memoriosos y leídos, no recordaban un tiempo de vivencias colectivas, tan intensas en el pasado.
El ejido urbano contaba con dos hoteles. El más antiguo, exhibía en su fachada y recepción la pompa de su arquitectura originaria, simulando el deterioro en el mantenimiento de sus 40 habitaciones.
Los empapelados, imitaban frondosos jardines, opacados por el humo sin destino proyectado por tantos pasajeros, más la grasa expulsada de los cuerpos. El esplendor original de los alfombrados se marchitó tras las incontables pisadas. Los baños, verdaderos salones, impactaban por la bañera, artefacto poderoso que apoyaba en cuatro soportes fuertes, modelados como las patas de un gran cóndor. Pero también los años y la desidia obraron aquí desfavorablemente. Los esmaltes saltados dejaron en la superficie el óxido del hierro. Los azulejos de las paredes, al fin, presentaron sus veteados, y puntas desorejadas.
La confitería del hotel, extendida a un costado de la entrada, tomaba la esquina frente a la plaza principal y continuaba su desarrollo en forma paralela a una avenida lateral. Todo el perímetro se cubría con grandes ventanales. En verano, toldos de lona verde techaban la vereda, espacio de sombra y frescor que se llenaba de gente para disfrutar en tertulia, de una cerveza y alguna picada.
La infraestructura gastronómica se completaba con dos restaurantes céntricos medianamente importantes, uno especialista en carnes y otro en pastas. De las tres pizzerías, sólo una alardeaba por preparar pizza a la piedra, por lo menos eso garantizaba un cartel luminoso muy atractivo, que exhibía fotografías multicolores, promocionando 36 gustos diferentes.
En el entorno de la Terminal de ómnibus, existían algunos boliches instalados en locales muy mínimos. En sus frentes, pizarrones indicando el plato del día y algunas posibles minutas.
Frente al Sanatorio Community y en diagonal al edificio municipal, dos cafetines al paso, competían, para adueñarse de la mejor parte de los médicos del nosocomio y sus visitantes.
La estación de ferrocarril, rezagada un poco del casco urbano, no ofrecía ningún servicio para tener en cuenta, salvo un mostrador, conocido como “el merendero de Agapito”, que vendía alfajores y café, muy temprano, por las mañanas, a los que esperaban el único tren de pasajeros.
Si existió alguna vez la idea de construir una ciudad opulenta, el proyecto se frustró cuando alcanzó los laureles de pueblo famélico.
 Desplazada, resignada a la marginación, de golpe, la población fue sorprendida por la invasión de camiones, camionetas, cámaras, adminículos de todo tipo y forasteros, perfectos desconocidos deambulando por las calles y metiéndose en cualquier sitio, sin dar explicaciones.
Los del lugar, habitualmente inadvertidos por la pereza pueblerina, sin ninguna pista que se los señale previamente, se sintieron desbordados por el cataclismo. Aquel maná que comenzaba a surgir, provenía de un paisaje del otro lado de las vías, de un accidente, de una amputación, para ellos, casi virtual.
Los recién llegados necesitaban comer, hospedarse, pasar cables, contar con vecinos cerca dispuestos a hablar, y salir al aire en vivo y en directo.
Algunas mujeres con iniciativa, cocinaron empanadas, pastelitos, pastafloras o elaboraron distintos tipos de sándwich, que sus cónyuges desocupados, salieron a vender entre periodistas, técnicos y curiosos.
Los más audaces, desafiando a los comerciantes legalmente establecidos y a las autoridades del orden y fiscales, construyeron en plena calzada mesas improvisadas con viejos caballetes y tablones. Las principales calles de la ciudad se convirtieron en un abrir y cerrar de ojos, en un verdadero mercado público.
Primero fue la gastronomía casera, el café, el mate cocido y algunas bebidas gaseosas, luego se sumaron otros rubros, como un vendedor de escaleras, otro que alquilaba corbatas para aquellos, que imprevistamente, pensaban que podían ser captados por las cámaras de televisión. Hubo hasta quién vendía o arrendaba banquitos, tapizados o no, para que los periodistas descansaran entre nota y nota, o también, los aficionados a las indiscreciones, para mantenerse cómodamente en las esferas de su ingerencia.
Pero no sólo habitantes de la ciudad trataron de aprovechar el veranito. De localidades vecinas, llegaron en cantidad, reales factorías ambulatorias. Familias enteras, amigos o simplemente vecinos, prepararon en pocas horas algún rodado para utilizarlo como transporte, alojamiento y planta industrial.
Los sitios codiciados para instalarse, eran las cercanías del sanatorio o los alrededores de la plaza principal. La posesión de espacios, generó más de una pelea, que generalmente admitía dos soluciones: la comisaría, o pactar la colocación por algunos pesos. En las improvisadas fábricas se manufacturaban remeras estampadas alusivas a Virginia, o camafeos plásticos que al abrirlos, exhibían el rostro de la Virgen y el de la niña héroe. Un artista plástico, en presencia del público, ilustraba las escenas de la tragedia con hondo dramatismo. Cada obra terminada, era enmarcada, por su hijo, en un bastidor y colocada a la venta.
Cuando la gente se aglutina, no es necesario que todas las promociones sirvan de apoyo logístico, o que las mercaderías que se ofrecen tengan que ver con el acontecimiento que los convoca. En esta oportunidad se presentaron vendedores de tabaco importado, de paraguas, de lencería femenina, de guantes y marroquinería, de CD melódicos etc...

De golpe, la ciudad se convirtió en una gran romería. 

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