sábado, 22 de junio de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
Capítulo XXI
Otra entrega de la obra inaudita e inédita de Eduardo Wolfson






Don Pedro, vecino dependiente de una magra jubilación, no se atrevía a darle crédito a lo que sus sentidos le dictaban. Se frotó las manos y luego los ojos.
-Esto es una alucinación colectiva doña Paulina -refirió a la comadre que observaba asombrada mordiéndose las uñas-. Y se lo afirmo -agregó- porque en estos últimos años como no tenía nada que hacer, ni dinero para salir, me dediqué meticulosamente a la investigación de estos fenómenos. Le vuelvo a repetir para que no se haga ilusiones. Sólo se trata de una alucinación colectiva. 

Pero a Paulina, no le interesaba esa sabiduría acumulada desde que el hombre desapareció para convertirse en sombra.
La mujer se introdujo en su casa, dejando a don Pedro filosofando solo. Al rato volvió a salir pero muy cambiada. El hombre todavía estaba allí, tratando de explicarle a otro cercano como funcionaba la alucinación.
Paulina atravesó el pasillo sin que los conversadores se percataran.
Ya, caminando por la calle, padeció temor a ser reconocida. Su cambio de atuendo, al fin, le dio seguridad. Gracias al maquillaje y un corsé atrasó el calendario en unos diez años. La viuda no aparentaba más que cuarenta. Unas piernas bien torneadas y una cabellera compacta, larga y cepillada contribuyeron y en mucho, a su proyecto. Con recato y mojigatería transitó las primeras aceras extraviada entre la gente.
Tuvo la sensación que esa ciudad no era la suya. La algarabía de esas personas desconocidas a su alrededor, le produjo satisfacción.
A medida que avanzaba sus pasos fueron haciéndose más firmes y sus movimientos más insinuantes. No tardó mucho en escuchar las primeras groserías amparadas en la muchedumbre. Supo enseguida, que era ella, la fuente de inspiración de los dichos espontáneos y descarados. Estas peripecias solo reforzaron su determinación. Envuelta en risas y en aromas nuevos, Paulina se dejó llevar.
En una arteria atestada de puestos precarios, con luces mortecinas y parejas danzando, abandonadas a un ritmo chámamecero, probó un choripán. En ese ambiente de carnestolendas y feria persa, sus nalgas endurecieron frente al primer pellizco. Contra todo lo previsible Paulina se sintió halagada.
Vislumbró a sus espaldas un tumulto de personajes amotinados. Hilando un poco más fino, entre ellos, encontró a su primer cliente. Primero la convidó con un whisky, estaban parados, apoyados sobre un tablón sostenido por dos pilas de ladrillos. Más tarde, un pequeño chubasco, los obligó a refugiarse con muchos otros, y dos porciones de pizza, a la entrada de un zaguán.
Paulina pensó que en una ciudad sitiada y televisada, era prácticamente imposible poseer un sitio privado para trabajar.
Mientras un poco de salsa y muzzarella, se las arreglaban para diseñarle una condecoración tibia en el escote, ella trataba por todos los medios, que la mano desocupada de él no descubra el corsé.
-No, en mi casa es imposible, ¿Qué van a pensar los vecinos?

Paulina sospechaba que su nueva ocupación no tenía alternativa de consumarse.

Pero a él le brillaban los ojos, así que concluyó:
 -Vamos a mi motorhome, lo tengo estacionado a una cuadra del sanatorio.

Esa noche, para Paulina fue especial, pero los días posteriores mucho más lucrativos. En la puerta de su carromato, el forastero armó un escenario de títeres para representar tres versiones diferentes, todas de su autoría, sobre la vida, tragedia y heroísmo de Virginia. Recaudación a la gorra y ganancias magras. 
Paulina y el extraño llegaron a una alianza ventajosa. A cambio del uso de la casa rodante, la mujer cedía parte de sus honorarios. Él manifestó con toda firmeza:
-Si hay negocio debe ser para beneficio de ambos.


Sin glotonería, a pocos metros de la catedral y sobre ruedas, Paulina con un orgasmo selló el acuerdo con el desconocido.   

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