sábado, 19 de octubre de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
         Capítulo XXXIX
Otra entrega semanal de la obra inaudita e inedita 
                     
               de Eduardo Wolfson


-No doctor, no puedo, pídame cualquier cosa, pero eso no.

Sentado frente al fiscal, alarmado por el pedido, Juan Poeta de profesión testigo, se desconcertó.
Tratando de serenarse, puso en marcha su método favorito, utilizado cuando algo lo desviaba de su parsimonia acostumbrada. Consistía en mantener las piernas cruzadas y alisar a la altura de su rodilla la raya de su pantalón.
Vestía como siempre un traje gris, anticuado pero impecable. El saco cruzado, largo y con solapas muy anchas, medias y zapatos negros llamativamente lustrosos.
Sus ojos oscuros penetraron el rostro del fiscal, con su mano derecha se acarició entonces el bigote espeso, construyendo el conjunto una mueca meditativa.
El fiscal volvió a insistir. La contestación, esta vez tenía la impronta de una queja:
-Usted sabe que no puedo doctor, está toda la televisión. Significaría el final de mi carrera.

 Tanto el fiscal como los otros funcionarios judiciales, y también los abogados particulares de la ciudad respetaban profundamente a Juan Poeta, un hombre que se había ganado el afecto leguleyo por la escrupulosidad en sus testimonios.
Cada vez que alguien alquilaba sus servicios, Poeta se interiorizaba minuciosamente del caso. Si se trataba por ejemplo de un accidente, él se trasladaba al lugar del hecho a la misma hora que se produjo, estudiaba puntillosamente la escena, sus contraluces, pensaba alguna coartada sin fisuras que explique su presencia en el sitio, y luego, elaboraba los argumentos de su testimonio para terminar beneficiando a su cliente.
En varias ocasiones, tanto la defensa como la acusación, trataban de convenir sus servicios para un mismo caso. Éticamente, Poeta, anunciaba a la parte no elegida su decisión.
Su notoriedad trascendía las fronteras de la ciudad, y en muchas oportunidades, se lo vio partir hacia otros tribunales de la región para llevar justicia con sus exposiciones.
-Lo siento, -comentó el fiscal- pero en esta oportunidad no puedo aceptar tu negativa Poeta. Con tu testimonio tenemos que cagar al maquinista, lograr que sea imputado.

 Poeta recibió imperturbable las palabras del responsable del ministerio público, y casi en un ruego declaró:
-Pero doctor, ¿no se da cuenta, acá me conocen y todos reconocen mi trabajo. Pero si salgo declarando para todo el mundo en la televisión, no voy a poder testificar más, aunque se trate de una riña de gallos.

 El Fiscal retrucó:
-No seas tan frío viejo, acordate que en este asunto se juegan muchas cosas, la integridad amenazada de Virginia y la dignidad de los habitantes de la ciudad.

Al amanecer del día siguiente, Poeta se acercó hasta la curva maldita. Admiró el santuario que en forma espontánea construyeron vecinos y visitantes. Notó que a la foto de Virginia, que servía como fondo al precario oratorio, la rodeaban velas recién encendidas y otras, que luchaban por no consumirse. Las pequeñas llamas iluminaban toda clase de ofrendas: rosarios, estampas y medallitas, muletas de diversos tamaños, cáscaras secas de naranja, una muñeca de yeso luciendo un gran moño y la mirada extraviada. También ocupaban anárquicamente el espacio cientos de cartelitos, muchos escritos a mano y otros impresos, expresando deseos, alabando la heroicidad de la niña, haciéndole pedidos de trabajo, de salud, y uno muy original que despertó la curiosidad de Juan: “No sean hipócritas, AMARRETES, si quieren ganarse el reino de los cielos dejen aunque sea una cadenita de oro. Yo se porque se los digo”.
El futuro testigo, trataba de imaginar la puesta en escena de aquella trágica jornada.
Se agachó y acarició con sus dedos los rieles, tocó los durmientes que los atravesaban, levantó un canto rodado, lo observó y lo arrojó, para que vaya otra vez a hacerle compañía a los suyos.
Cuándo oyó la bocina anunciando la llegada del tren, se apartó y dejó su vista fija en un punto, que a priori pensaba, era el adecuado para visualizar alguna acción del maquinista en el interior de la locomotora. El paso de la formación le permitió comprobar su hipótesis.
 Sin abandonar su posición giró sobre sí mismo y divisó la villa. A unos cien metros, vio a la mujer en la puerta de una de las casillas. Cuando se acercaba, comprobó que la señora de unos 30 años tenía buenas formas.
La vecina se sintió intrigada con su presencia, no resultaba común en esos parajes ver a personas vestidas tan formalmente. Poeta le extendió su tarjeta con su nombre y ocupación: “Idóneo en tareas tribunalicias”. La dama le dibujó una sonrisa, lo invitó a entrar, aceptando someterse a un pequeño interrogatorio.
El piso era de tierra, en las chapas de uno de los laterales, una abertura funcionaba como ventana. La mesa, cubierta por hule estampado con flores, fue donde la dueña de casa depositó el equipo para mate, señalando al invitado la única silla con respaldo en el ambiente. Ella tomó una lata de pintura y antes de sentarse, colocó sobre su tapa un almohadón.
Se permitieron un silencio y un cruce de miradas, ambos tomaron un mate, Poeta comenzó con las preguntas:
-¿Conoce a Virginia, la piba amputada?
-¡No!, la vi en la televisión.
-¿Vive sola?
-No sé.
-¿Cómo no sabe?
-Hace dos años que él se fue, pero no me dijo si volvía.
-¿Cómo se mantiene?
-Limpio por hora en la ciudad.
-¿Estaba aquí cuándo a Virginia la arrolló el tren?
-Si.
-¿Vio la tragedia, o salió cuando escuchó el estruendo?
-Ninguna de las dos
-¿Cómo?
-Estaba aquí pero no estaba sola, usted entiende. Soy una mujer y él                    hace como dos años que se fue y no dijo si iba a volver.
-¿Pero por qué no salieron?
-Es que él está juntado con una que vive a dos casas y es muy celosa
-Entonces prefirieron no salir para que no los encuentre la                                    concubina.
-¡No!, la Rosa.
-¿Se llama Rosa la que vive con él?
-Sí, a esa concu... yo no la conozco.

Poeta aprovechó una pausa para tomar otro mate, sacó un fajo de billetes, los puso sobre la mesa y aclaró:
-Otro montón de dinero te espera cuando finalice el juicio, siempre y cuando le digas desde ahora en más, a todo el que te pregunte, que esa noche, yo la pasé con vos y que me fui al amanecer. ¿Entendiste?

La mujer se quedó sin palabras, solo pudo asentir con la cabeza. En el momento de irse, Juan Poeta olvidó su amabilidad y le endosó:

-Ojo con lo que decís, que si sale algo mal, yo voy a lo de la Rosa y                       le bato.

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