martes, 8 de abril de 2014

El cuento que te cuento

            Y otras  yerbas...             
                             por Eduardo Wolfson

            Cardoso echa una vez más desodorante de ambientes en la recepción. Lo hace siguiendo el cronograma de rutina. Su figura resignada se desplaza lentamente por los rincones, perpetrando en cada uno la ráfaga de aerosol. Lleva seis meses jubilado, pero aún continúa trabajando por pedido de los propietarios del consorcio. Su productividad no es la misma, lo siente en las articulaciones y en los huesos.

            Nadie le anunció que el fin de sus servicios estaba cerca, se enteró por esos papeles que la administración le hizo distribuir anunciando la asamblea. El punto tres del temario no dejaba dudas: “selección del nuevo encargado, en reemplazo del actual”.  No sintió nada extraño, la frase le resultaba tan impersonal y ajena como el resto de los puntos a tratar. Recién al mediodía, sentado frente a la mesa, encerrado en ese departamentito oscuro de la planta baja con aroma a guiso recalentado, desplomó medio cuerpo sobre la cubierta de hule para amortiguar un repentino dolor de pecho y una sensación horrible de tripas anudadas.
            La gran angustia y el desconcierto se apoderaron del cuerpo gastado de Cardoso. La humedad del ambiente aquel, a través de los años, acabó por invadirlo. Sin embargo, no lograba explicarse, el por qué de semejante estado de ánimo.
             “Siempre soñé con el día de mi jubilación”, se decía. Recordó los días francos. Desde el principio, los dedicó a construir en el terreno de Moreno la casa de material. Cada ladrillo colocado, representaba la prepotencia de verse algún día, como el único dueño de su faena. Aquel sacrificio, era la posibilidad futura de tragarse todo el sol en su propia huerta. Aceptó ser servil en pos de comprar algún día su libertad.

            El aerosol se preocupa ahora por esparcirse en el perímetro de los canteros, donde las múltiples mascotas del edificio suelen dejar, con mal gusto, su sello territorial.

            El dolor artrítico en las manos, obliga a Cardoso descansar. Apoya su espalda sobre la pared revestida en mármol, se le antoja que el frío de la piedra le hace bien. Recuerda la primera vez que durmió en el departamento destinado a la portería. Era un joven de veintitantos años, no tenía inflamaciones, y hasta la oscuridad de su nueva vivienda le resultaba más clara. Aprendió muy pronto a cumplir con sus tareas rutinarias, un poco más de tiempo le llevó sonreír a todo el mundo, y decir que sí, frente a cualquier pedido.
            Después vinieron las propinas, algunas changas, algunas sidras, y pan dulces, de arriba, para las navidades y fin de año. Su esposa, ya muerta, era en aquellos días una joven llena de salud. A pesar de no figurar en la nómina salarial, para los propietarios pasó a ser la portera, que para no ofenderla, llamaron familiarmente por su nombre, “Carmen”.
            Cardoso, a modo de revancha, fue consolidando una pequeña cuota de poder. Los proveedores, por ejemplo, abonaban rigurosamente en especias el peaje hacia los departamentos. Algunas empleadas domésticas costeaban la omisión de posibles desvíos, frente a sus patronas, sufragándole servicios de todo tipo y sin cargo.

            A las 20 horas el presidente del consejo de administración, un arquitecto barbado y muy miope, solicitó a Cardoso, que se encargue de avisar a los propietarios rezagados, la necesidad de su presencia en el hall, para conformar quórum e iniciar la reunión.
            Fueron bajando en tandas de a cuatro, coincidiendo con los ocupantes que albergaba el ascensor. Todos pasaban frente a Cardoso, algunos lo hacían con el saludo habitual, otros, acostumbrados a su presencia en aquel lugar, lo ignoraban, como se ignora a una escultura mala, rutinaria, deteriorada, típica de las recepciones.
            A las veinte y treinta, el administrador aplacó el bullicio de los reunidos, anunciando, que según su conteo, se había logrado el quórum para discutir el temario. La propietaria del 4° G, oculta entre la multitud, gracias a su baja estatura, interrumpió con su vozarrón. Era una mujer canosa, soportaba una joroba pronunciada, que la obligaba a inclinar la cabeza, y sostener su mirada permanentemente sobre el piso. “Yo quiero que solucionemos urgentemente la construcción del canil”, dijo la copropietaria en tono grave y provocativo. Luego de interpretar el silencio de la audiencia como una aprobación, prosiguió: “Aquí parece que hay vecinos que no aman a sus mascotas, lo digo porque en pleno invierno, nos vemos obligados por la ausencia del canil a sacar a nuestros pichichos a la más cruda de las intemperies, haciéndoles correr riesgos de salud, de accidentes, y hasta de deslices callejeros con graves consecuencias que todos conocemos. A ver señores, si hoy nos ponemos los pantalones largos, y de una vez por todas, les damos a nuestros angelitos, ese lugar lúdico, que tanto se merecen”. De un grupo apiñado en la escalera llegaron aplausos burlescos.
            Cardoso, ya en su departamento, adivinó el advenimiento del primer torbellino, e imaginó, como en cada reunión el vaivén de las cabezas de los consorcistas, produciendo una brisa refrescante para el recinto ahogado.
            Mientras el administrador suplicaba a la concurrencia, tratar cada punto según el orden del día, voces superpuestas mocionaban por discutir otras prioridades: “el revestimiento del ascensor”, “la rampa para discapacitados”, “el uso de las cocheras”. El primer silencio fue aprovechado por el propietario del 5°F, para contestar a la primera oradora: “no digo que lo del canil no sea importante, pero no solo hay perros en el edificio. Sin ir más lejos, yo mismo albergo una parejita de gatos siameses”. Otro, apoyando a su vecino añadió: “y yo un papagayo”.
            Cada uno de los presentes nombró entonces su fauna adscripta, entre la que no faltaron cobayos, un perezoso y una cigüeña. La confesión en masa los dejó más relajados, estado que le permitió al presidente del consejo, exponer sobre la terna seleccionada de potenciales encargados, reemplazantes de Cardoso. El primer candidato era soltero, de 55 años, no se le conocían vicios, poseía referencias de distintos trabajos, pero ninguno específico de portería. El segundo era casado, sin hijos, de 30 años, poseía una pareja de dogos, y se destacaba por su experiencia de los últimos 10 años como jefe de seguridad en edificios. El tercero, era un hombre de 40 años, casado y con un hijo. Poseía muy buenas referencias como encargado de edificios. Su ficha destacaba conocimientos en plomería, electricidad, pinturas y calderas, entre otras especialidades.
            La representante del 10° “E”, convencida de ser la voz del común denominador de aquel imaginario de vecinos, irguió su pecho, aseguró la hebilla en su nuca, que disimulaba su última extensión platinada, y expresó la síntesis con tono firme pero desganado: “Para viejo lo tenemos a Cardoso. Para colmo nunca fue portero. Así que para mí el primero está descartado. En cuanto al segundo, supuestamente puede cuidarnos, pero mientras tanto ¿Quién hace los trabajos específicos de la portería? A ese yo también lo borro. Creo que no hay duda que el tercero es el indicado. Maduro pero no viejo, encargado de vocación, y completito en cuanto a los oficios que sirven para el mantenimiento del edificio”.

            Fue el vozarrón de la del 4° “G” la que llenó el instante: “No estoy para nada de acuerdo con las deducciones de la señora. El primero no habrá sido portero pero registra experiencia en varios oficios. Pero yo elijo al segundo que tiene una pareja de dogos, y eso muestra una jerarquía. En cuanto al señor administrador, le tengo que advertir, porque parece haberlo olvidado, cuando nos presenta en la terna a un individuo con descendencia. Ya en su oportunidad, le recuerdo, la mayoría de los copropietarios, hemos acordado en no aceptar jamás, personal con hijos”. 

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