jueves, 3 de abril de 2014

Otro cuento que te cuento

Vuelvo a "El que va contando" que no debí haber abandonado nunca. Para no abrumarlos, en el inicio de esta nueva etapa, publico un cuento que pretende  ser casi breve. Desde ya gracias, por prestarle alguna atención.


Blanco y negro                                      Por Eduardo Wolfson


Solo sus pies desnudos apuntando al norte. Intuyó al paisaje como campo de juego para   aquellas líneas rectas y negras, que trazaban dos carbonillas paralelas. El horizonte apaisado era una propuesta extremadamente pálida. Le intrigaba, no tenía la certeza si veía lo que parecía una descomposición, o el advenimiento de la resurrección. Las líneas no dibujaban casas y negocios, aburridas avanzaban acercándose, achicando los límites de la calle que formaban. Creyó ver que tres remolinos arenosos se esfumaban transversales a su camino. Por un momento se detuvo, las líneas también lo hicieron. Observó la inmensidad. Extrajo un papel estrujado, yacente en el bolsillo trasero del pantalón, lo alisó y leyó el nombre del pueblo. Se rascó la cabeza tratando de entender. Si es un pueblo, se dijo, debe tener construcciones. Una catedral, una plaza, algunos bancos en ella, y chicos jugando. También un alguien que salude a otro alguien. Sintió su garganta seca, decidió continuar. Pensaba que hasta en los pueblos fantasmas del far west, siempre se encontraba una taberna con cerveza fresca. Sería posible pensó, ¿qué del pueblo, solo le hubiese quedado el nombre en un papel marchito? Hasta las líneas lucieron cansadas, se juntaron delante de su paso borroneándose como sombra, reflejando un nubarrón encalado en la colina del fondo. Presintió que los remolinos muy bien pudieron esconderse en ella. Las líneas comenzaron a jugar como dos chicos. Nuevamente paralelas, saltaban hacia el cielo, se quebraban, se descubrían, y asomaban blancas y eléctricas sobre el firmamento. Levantó la vista para cerciorarse que se trataba de relámpagos, y supo que se produciría lluvia. Las líneas dibujaron las primeras gotas, él las vio, hasta hubiese podido afirmar que sintió como mojaban su camisola. En esa orfandad, hecha de sed y de aridez, y ante el posible diluvio, buscó en los márgenes el refugio. Por suerte una de la líneas se adelantaba y dibujaba un rancho, la otra, en súper negro colocó sobre uno de los troncos la palabra bar. No tuvo percepción inmediata del portazo, solo notó que ella se despedía, la línea le construyó un ademán, que esfumó, para que no se convirtiera en gesto. Dándole la espalda, la joven caminaba muy lentamente hacia el cerro, la línea traviesa, le colgó una bolsa de tela sobre la espalda, la otra la completó con verrugas irregulares. La sensación es que aquel recipiente escondía objetos deformes, bien podrían ser víveres sueltos que se acomodaban según la elasticidad del sitio. Abandonó a la muchacha que se dirigía a un destino incierto.  Las líneas abrieron la puerta del bar, se apresuraron a dar forma al mostrador, mesas y sillas, hasta le regalaron una botella abierta de ginebra con un vaso a su lado, a todas luces mugriento. Las líneas se agitaron,  y estirándose, desde el estaño inflaron al cantinero. Un pelo retinto, con vericuetos endemoniados le poblaba la frente. En uno de sus pómulos una cicatriz, la cuchillada maleva que nunca falta. La sequedad le raspaba en la garganta, mientras una línea se entretenía en hacerle un gallo a la cumbrera del techo, y la otra, menos laboriosa, construía la telaraña. Sin embargo algo lo inquietaba. Sentía la ausencia de cosas importantes, no podía recordarlas. Hizo un esfuerzo y obligó a una de las carbonillas, en el costado izquierdo, a plantar la cancha de bochas. Cómo por asociación colocó un par de contrincantes. Retornó la vista hacia el mostrador, en su centro colocó a un personaje recién llegado. El hombre era extremadamente delgado, solo un finito degradé de grises que comenzaba en el negro intenso de las botas, e iba arratonándose en franjas sobre la bombacha de campo, y solo un contorno, prácticamente sin sombra, resaltaba la camisa blanca y el rostro, que se adivinaba por el remate: un sombrero negro profundo, atravesado por una banda lloviznada produciendo un corte entre el ala y la copa. Frente a él, como esperándolo, había quedado aquel forastero. Armó su brazo derecho con un poncho y un facón, en el izquierdo un jarro de losa cachuzo, que la carbonilla especialista, resaltó con un lamparón de oxido alrededor del asa. Tomando distancia lo observó, todavía faltaba algo pensó. Entonces la carbonilla, garabateó en el blanco de su fisonomía una dentadura con ausencia de piezas y en tensión. Reconoció en ella a la rabia. Se distanció un poco más, tanto como para visualizar todo el encuadre. Le dio un vistazo a la cancha de bochas y sus contrincantes, miró al cantinero detrás del estaño, a la puerta, al camino hacia el cerro, a la muchacha caminando con el sobrepeso de su bolsa en la espalda. Vio los relámpagos y algunas gotas de lluvia. Por último lo impactó nuevamente el forastero con su arma, como queriendo avanzar fuera del cuadro. Llegó a la conclusión que a la obra le  faltaba dramatismo. Le echó la culpa al blanco y negro. Se acercó más y más, abstraído por la composición, no se dio cuenta que el facón se introducía en su abdomen. Su sangre manchó la hoja y chorreó hasta el piso del local. Fue su obra póstuma.



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