martes, 27 de marzo de 2012

Mis personajes


Rembrandt  Otro cuento que te cuento


         Conoció el organito, la desesperanza que se respiraba en los burdeles, la mirada desteñida de los obreros en el café. Era apenas un chico en los 30. La crisis y la ciudad empezaron a crecerle a su alrededor.
         La clase media atrapó a su familia; a él, la barra de la esquina. Desde allí, su imaginación trepó sobre los techos de chapa. Su vuelo fue rasante por las calles empedradas del barrio y con la ayuda de la biblioteca pública, conoció las pinacotecas de todo el mundo. Sus compañeros inseparables fueron, desde entonces, un pincel y una flauta dulce que se desarrollaron y envejecieron con él.
         Rembrandt conoció y experimentó todas las técnicas, los que vieron sus pinturas quedaron maravillados, hasta llegaron a decir que era el genio que había dado el siglo.
         La adolescencia, para quien la carga, parece infinita pero cuando se fue, toma conciencia, que se trata de un soplido dado a un panadero que le acaricia la palma de la mano.
         Los amigos de Rembrandt se hicieron hombres con suertes disímiles. Algunos terminaron la universidad, y sus padres orgullosos colgaron el diploma en el comedor. Los hubo también comerciantes y dedicados a otras yerbas. Rembrandt, para seguir soñando, entró al conventillo; aquella pieza, que conocieron pocos, fue todo lo que tuvo. Debajo de una escalera, sin ventana, sólo una puerta doble que la conectaba a un gran patio. Un elástico de flejes cruzados cubierto por una colcha de papeles de diarios, un pequeño espejo roto adherido a la pared, una mesa desvencijada de madera y un ropero de un cuerpo eran el moblaje. La tapa de la mesa, a falta de paleta, le sirvió a Rembrandt para mezclar los colores, buscando el suyo. Sin embargo, en un bar de Caballito, sin coordinar jamás el día o el horario, los amigos se siguieron encontrando. Fue en una de esas reuniones que apareció el término, "hay que habilitar a Rembrandt".  Todos estuvieron de acuerdo. Ellos sabían que no se trataba de colocar una cifra, ni un lugar, ni un tiempo dado. Tampoco necesitaron explicarse que la palabra habilitar no era un eufemismo por limosna. Ninguno de ellos se hubiese permitido menoscabar la dignidad de Rembrandt. Para todos, Rembrandt era algo de lo que ellos hubiesen querido ser, que guardaron a través del tiempo como un núcleo que no pudo desarrollarse, algo, que porque la vida, los hizo médicos, abogados, cafishios o comerciantes, les atrofió, dejándoles un cierto gusto de insatisfacción. Habilitar a Rembrandt significaba reconocer a aquel personaje lleno de sabiduría, capaz de tocar a Bach en una flauta remendada con cinta scotch, e imprimirle la sonoridad de un órgano en un gran templo. Habilitar a Rembrandt era permitir que desde una pieza oscura de conventillo, este hombre continue asombrándose con los colores que imaginaba. Habilitando a Rembrandt se aseguraban que en la semana o en el mes, en algún momento iban a poder disfrutarlo, e incluso, darse dique con la novia o con la esposa, cuando Rembrandt cuente la disposición de los cuadros y su respectiva descripción en un museo romano, a pesar de no haber estado nunca en Roma. Habilitar a Rembrandt era esperarlo a cenar y animar la charla, con filosofía, política, historia, literatura o música. Era pedirle que se pruebe una prenda, un pantalón, un chaleco, un sweater, una camisa, o tal vez un sobretodo, con la excusa de que a uno le quedaba chico o grande, o que compró la prenda sin tener en cuenta que ese tono no armonizaba con su aspecto. En este sentido, y para facilitar la comprensión, es necesario señalar que todo lo que se probaba Rembrandt lucía como hecho a medida para él, aunque se tratase de los talles más disímiles, de las telas más rústicas o más finas, hasta los calzados, sin importar su número, los llevaba con la mayor naturalidad. A Rembrandt se lo habilitaba con un desayuno, un almuerzo, un paseo, pero jamás ninguno de sus amigos se atrevió a alcanzarle dinero. Nunca hablaron al respecto, pero todos pensaban que de hacerlo, le provocarían una herida profunda en el centro de su sensibilidad.
         Rembrandt nunca tuvo un trabajo remunerado, nunca salió de su boca que necesitara algo. De vez en cuando, algún desconocido se acercaba hasta su pieza y compraba algunos de sus cuadros. Hasta el dueño del conventillo, un solterón con muchos sobrinos, que murió de viejo, dejó testado que mientras viva, Rembrandt no podía ser desalojado de su cuarto, ni exigírsele ningún pago por su locación.

         Hubo una vez un tranvía que no se llamó deseo en la vida de Rembrandt. Pasó en una jornada que las estrellas tapizaban el cielo de Buenos Aires. Durante varias semanas, Rembrandt frecuentó todas las noches el teatro Colón. Un conocido le permitía colocarse entre las bambalinas del escenario, para gozar en la cercanía del espectáculo. Pero oír tantos días seguidos la misma ópera no era lo que más le atraía en esa oportunidad. En el elenco participaba una soprano de rostro angelical y unos ojos verdes profundos, provocadora de su pasión. En el estreno, los presentó un barítono conocido de ambos. En los entreactos comenzaron a charlar, a intercambiarse sonrisas, a no sacarse la mirada de encima.         Cuando hablaban no se atrevían a las confidencias intimas, trataban temas importantes rodeados de decorativos oropeles. Un día se entusiasmaban imaginando las obsesiones de Verdi, en otro realizaban un repaso de la pintura de la pobreza empezando por Ernesto de la Cárcova con su "sin pan y sin trabajo" y terminando en "La manifestación" de Antonio Berni.
         Perdidamente enamorado, Rembrandt abandonaba el teatro pocos minutos antes de finalizar la función, buscando atesorar para sí esa magia que le producía una alegría, que más tarde, él describió como revolucionaria. Llegaba al conventillo y en su pieza, a pesar de lo avanzado de la hora, prendía un candil para iluminarse y calentarse un poco. Febrilmente pintaba entonces de memoria el rostro de su amor. El amanecer lo encontraba todavía despierto, con la poca luz que se filtraba a través de los vidrios de la puerta, a diferencia de otras veces, aprovechadas para recitar los versos más fervientes de Miguel Hernández, esa vez, prefirió con todo el sentimiento traducido en su voz, leer los veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda. Aquellos los recordaba como los días más fogosos de su vida, tanto que para frenar la cadena vertiginosa de pensamientos, se vio obligado a desplegar una gran actividad.
         Después de cada mediodía sentía entonces mucho más fuerte las palpitaciones de su corazón. Era cuando le entraba el miedo. Tenía miedo que algo le ocurriera, que no pudiera llegar a la función, de no poder disfrutar de aquel rostro, esos ojos y aquella sonrisa que lo colocaron, por primera vez, en el mundo real.
         Antes de ir al teatro, Rembrandt, que ya tenía sus primeras canas, se tomaba el trabajo prolijo, de taparlas con tinta china. Luego caminaba, sin tratar de agitarse, las cincuenta cuadras que lo separaban del Colón.
         A su regreso, cada noche embadurnaba la misma y única tela que poseía, borrando el rostro que había pintado la noche anterior para rehacerlo con otros contraluces. Su intención era entregarle el cuadro a la cantante y declararle su amor. Pero su búsqueda de la perfección y su timidez le impedían cumplir el propósito.
         La temporada fue exitosa pero de cualquier modo debía finalizar. Ese día Rembrandt se llenó de coraje, sabía que era su postrera oportunidad. No tenía un sólo centavo en sus bolsillos pero el plan que ideó no los exigía. Un tintorero del barrio le obsequió un pliego de papel madera, con el que envolvió la tela con el rostro definitivo. Colocó papel de diario, proveniente del elástico de su cama, sobre el pantalón extendido en la mesa, para no sacarle brillo, al asentarlo con una plancha  de carbón prestada.
         En el último entreacto le entregó el cuadro y la invitó a encontrarse a la salida. Ella aceptó encantada. La noche no podía ser más auspiciosa. Se encontraron en la escalinata del teatro. La soprano le agradeció fervorosamente la pintura y le besó la mejilla,  todo un desenfado para la época, aunque se tratase de una artista. Rembrandt se ofreció acompañarla hasta la casa caminando. Ella le dijo que vivía en Mataderos. "Mejor, las estrellas magnificas de esta noche nos señalarán el camino -dijo él- mientras nuestros cuerpos, a paso lento, disfrutarán de este clima, hasta que el amanecer la encuentre en su domicilio, recordando para siempre una noche mágica". Ella agradeció su tono poético, pero le advirtió que sentía frío y cansancio, que lo mejor, era que tomaran el tranvía. Rembrandt palpó sus bolsillos, a pesar de saberlos vacíos. El tranvía se detuvo en la plataforma. La Lili Pons de Mataderos ascendió, Rembrandt mostrando cierta ofuscación dijo: "yo prefiero caminar".
         El tranvía partió y nunca más se vieron. Rembrandt acongojado comenzó el retorno, la agitación le produjo sudor, que permitió, a una línea de tinta china deslizarse sobre la frente.
Eduardo Wolfson

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