lunes, 19 de marzo de 2012

Sobre ráfagas y ausencias

Capítulo de los relatos inéditos que he agrupado bajo el título sobre "Ráfagas y ausencias". Creo que el mismo sirve, al momento de evocar otro aniversario más de aquel horrendo 24 de marzo de 1976



Tembló Buenos Aires         

         Acabo con la ceremonia del baño y la afeitada. Los rayos de sol en la ventana, que encandilan, me libran de la visión depresiva de los hoteles viejos y descascarados, elementos al fin, de una escenografía indispensable para un Buenos Aires gris, lleno de tristeza.
         Cumplo con el rito mañanero, comprobar, si mi cédula ocupa efectivamente el bolsillo interior del saco. Salgo, con la llave doy dos vueltas a la cerradura y desciendo por este cubículo, que contradictoriamente llaman ascensor.
         El portero pregunta si yo sentí algo. Me dice que él tampoco. Pienso que es una broma sui-generis que la poca capacidad, agudizada por la hora, no me permite comprender. Igualmente la sonrisa no me sale, será porque veo a ese individuo bajar de un Peugeot.  Apoya un atachet sobre el techo, lo abre, extrae dos extremidades negras, una más ancha, otra más fina y larga, las encastra y forma una sola pieza. Según las películas que suelo ver, eso es un arma. La tira en el asiento del acompañante y el estuche en el trasero. Creo que mis ojos se abrieron más que de costumbre, lo digo por la forma de cómo me miró el tipo antes de colocarse un par de anteojos oscuros. Sus bigotes poblados, me muestran ahora algunos dientes. ¿Será una sonrisa? Se sube al coche, arranca y sale como si estuviese en el autodromo.
         Voy a tomar el subte, camino por San José hacia Avenida de Mayo. Una paloma, sobre las viejas cornisas tiene diarrea, mi hombro no llega a escapar de la lluvia escatológica. Los lamparones blancos estacionados en mi saco, me obligan a retornar.
         El encargado, ahora lustra el frente dorado del portero eléctrico, y aprovecha para desgarrar palabras con propietarios, proveedores, y relojear a las mujeres que pasan por la vereda. Escucho que le dice a un cana: “en Chile debe haber sido terrible” No me detengo, que me importa lo que pasa en Chile, tengo el saco cagado y necesito buscarle reemplazo.

         Me quedo mirando la mudanza de una casa semidestruida. Pero ¿qué sucedió? Cuando pasé ayer me llamó la atención una aldaba hermosa que realzaba la puerta. Ahora no queda ni puerta, solo unos colgajos de madera que se agarran de unas bisagras fuera de madre. El frente está lleno de agujeros y la reja colonial de la ventana, es solo un nudo de hierro desparramado en el zócalo. Unos colimbas sacan heladera, televisor, lavarropas y lo cargan en un camión del ejército. Al lado mío un tipo ríe, le dice a otro: “seguro que fue el temblor”. Una vieja me habla: “parece que a la madrugada se llevaron a una pareja joven, tenían una beba que se la dejaron a la vecina. Algo Habrán hecho… ¿no le parece?”.
         Se acerca un tipo, nos ordena circular, pone su mano en mi hombro, y me empuja contra una pared. Los otros continúan, la vieja incluida, mirando el cordón de la vereda. El que me retiene viste de civil, pero la marca de la gorra en la cabeza lo delata. Le entrego la cédula. Me cachea, hace preguntas: “¿dónde vivo, dónde trabajo, cómo me llamo?”. Coteja mi documento, pone cara fea, parece que le disgusta el apellido. Pregunta si es judío, le digo que es inglés. Sonríe, creo ver que ensayando una sonrisa semi-sajona me devuelve la identidad. Detiene a dos muchachos morochos manchados con cal, me hace señas para que siga. Soy un tipo de suerte, me siento salvado por la población originaria, respiro la libertad y deseo ardientemente, que al de la marca de la gorra, lo inunde la diarrea de palomas, como a mí hace unas horas.
         Una estación de servicio en Rodríguez Peña y Paraguay, me sirve de atajo. La cruzo en diagonal. Tengo que esquivar una manguera que penetra a un Falcon verde. Pensando en mi próxima potencial venta, casi atropello a un tipo agachado, cambiando el número de patente, frente al baúl. No me detengo, sigo, pero todo pasa en un segundo, también el Falcon verde con su nuevo número, cuatro habitantes de anteojos oscuros, aireando Itakas, y chorreando nafta. Camino hacia el centro, en las transversales saludan sirenas, y cruzan como bólidos la bocacalle. La 9 de julio no es una frontera para despistados. Espontáneamente nos esperamos, formamos un grupo, nuestras cabezas siguen las alternativas de un partido de tenis inexistente. “Otra que el temblor”, opina uno que toma posición para largar la carrera. ¡Y allá vamos!, hoy la competencia es de obstáculos, no funcionan los semáforos. Casi llegando a la mitad, la formación es dividida por un auto bomba, una mina agarra mi brazo, y pide que corramos juntos. Pasan otros tres Falcon verdes antes de alcanzar la otra orilla. En Paraguay y Suipacha, sobreviene el segundo pedido de cédula del día. Están cansados, no observan mi apellido, revisan el portafolios pero sin mirarlo. “Son muchos los que hoy quieren entrar al terremoto”, dice el que me franquea el paso. Rodeo el camión detenido de Juncadella. Dos guardias privados, sincronizadamente, como espejo en el ballet, abanican sus armas, yo interpreto que desean que circule. La sala de espera de López Saratiegui está nutrida. Por suerte me ve y me llama. Desparramo sobre su escritorio las novedades: código civil comentado, procesal penal actualizado, fallos plenarios. “Ya no se puede vivir, ¡otra que terremoto!, ¿sabés la cuota que me vino del Yachting Club?”, lo manifiesta angustiado. Le insinúo mi interés por cobrar mi cuota. Su rostro se crispa: “probá dentro de diez días. Toda la plata de las cuotas que debo pagar, la puse 7 días a plazo fijo, me gano por lo menos dos cuotas del club.” Se queda con el código civil, me pide que lo agregue a la cuenta corriente. En la calle todo el mundo corre y se agolpan en las vidrieras de las casas de cambio. El dólar sube y baja, los arbolitos compran y venden. Escucho que uno le dice a otro: “Yo no sé como pueden vivir en Caucete” el otro le contesta: “¿A quién se le ocurre?”. Una mujer vocea en Florida una hoja con las últimas tasas que ofrecen las financieras. Intercala su verso con otro, que a veinte metros grita: “¡Tiembla Buenos Aires!” Los decibeles de sus voces se multiplican, cada arremetida es más agresiva y parece la última. A un tipo se le cae un sobre de cuerina, él lo acompaña hasta el suelo, se agarra el pecho, despide espuma. Todos miramos, la gente está apurada y sigue, yo también sigo. Logro comunicarme con un tal Bubi, buen dato, el tipo me mantiene por una hora, un buen precio por los cien dólares que debo vender. La entrada del edificio es ancha, se angosta pasando un mostrador. Hasta el segundo cuerpo, atravieso el pasillo oscuro. Una luz mortecina se difunde desde una tulipa roñosa, que deja adivinar el ascensor, más bien una jaula del tiempo de ñaupa, que para subir, debe haber reemplazado el motor por rezos.  Una mina con atuendo hippie me acompaña en el túnel del tiempo. Ambos nos sorprendemos golpeando a la puerta de Bubi. El tipo es amable, canoso, tiene ganas de hablar. Se disculpa, a cada rato lo interrumpe una llamada telefónica. Son cortas, pasa cifras, cierra tratos, anota con un lápiz sobre un papelito rosa. Frente a nosotros y a espaldas de Bubi, una vitrina exhibe un juego de patines femeninos. Observa adonde fueron a parar nuestras miradas, y nos aclara: “soy importador y exportador de artículos deportivos”.  Le doy los dólares, pide que cuente el dinero que me da a cambio. Mientras lo hago se entretiene confesando sucintamente sus sentimientos: “Este país ya está perdido chicos. Ni veinte mil temblores nos van a cambiar. Antes se producía, la gente trabajaba. Hoy todo es timba, se han vuelto todos especuladores, van a terminar comiéndose los billetes, yo sé lo que les digo”. Mi dinero está bien, me voy, recordando una frase de un personaje de Onetti: “…los angelitos van al cielo hasta sin bautizar”. La hippie se queda esperando unos verdes que encargó.
         Mirando la agenda puteo para mis adentros. Solo a mí se me ocurre aceptar un cliente potencial en Flores, para que a lo mejor compre, apenas un libro famélico. Me doy el lujo de dejar mi zona, ascender a un colectivo repleto, cargando con todos los mamotretos llamados novedades. Voy parado, cuidando que en el vaivén del transporte, los libros en rústica no violen a los encuadernados. Las frenadas, golpean mi abdomen contra los pasamanos, siempre ojeo a los códigos, parecen intactos. Los milicos detienen al colectivo en el centro de la avenida Rivadavia. Hacen bajar al pasaje de hombres. De espaldas a ellos, nos obligan a apoyarnos con los brazos en alto y las piernas abiertas contra la carrocería. Por tercera vez en el día, me despido de la cédula, se junta con otras, en la mano derecha de un tipo vestido de fajina. Un corto de vista como yo, puede confundirlas con un mazo plastificado de cartas de póquer. La lotería premia a un viejo. Le encuentran dentro del bolso un tenedor y una cuchilla de asado. Lo sacan de la fila, guardan la prueba del delito, lo suben a un celular. Nosotros recibimos la orden de ascender y el chofer de circular.
         Mi potencial compradora es una abogada recién recibida. Se muestra preocupada por la ausencia de su socia. La última vez que la vio fue hace una semana preparando un habeas corpus. Tanto ella como sus familiares recorrieron inútilmente, hospitales y comisarías, para dar con su paradero. Se disculpa por no sentirse en condiciones para seleccionar libros. Me pide una postergación, ya que en forma urgente debe usar el último recurso: confeccionar un habeas corpus. Otra vez en la calle, tacho de mi agenda, a la que quizá, hubiese sido una de mis mejores clientas.
         Son las 6 de la tarde, los paquetes de sabiduría jurídica pesan más que nunca, por suerte el café con compañeros, me espera para relajarme. José cuenta que a las seis y pico de la mañana llegaba con el tren a Retiro. Apenas se despertaba, cuando divisa en la plaza San Martín, frente al edificio kavannag, a un montón de minas en baby doll y tipos en calzoncillos, y agrega: “¿A vos te parece?, a la hora que yo vengo a laburar los oligarcas todavía están de orgía”.
         Unos tipos enfrascados en pilotos oscuros, hablan con el dueño de bar y nos miran. Decido dejar el dinero del café sobre la mesa, e irme, así no gasto tanto la cédula en un solo día. Para sacar otra, desperdicias como dos días de trabajo.
         Otra mañana que acabo con la ceremonia del baño y la afeitada. El sol asoma en la ventana y los rayos encandilan, me libran de la visión depresiva de los hoteles viejos y descascarados. Sobre la mesa, reposa el diario con un título catástrofe que ocupa la primera página: “TEMBLÓ BUENOS AIRES”. Se ve que cada día estoy más distraído. No me di cuenta.

                                                                                      Eduardo Wolfson


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