sábado, 10 de agosto de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
Capítulo XXIX 
obra inédita e inaudita de Eduardo Wolfson


Como todas las mañanas, el Juez Heriberto Larrondo, saludó desganadamente a Benito en su umbral. Luego siguió la senda habitual mascullando rezongos entre labios.      

Interrogado por un movilero, que por aquellos días se multiplicaban como plaga, Benito, le contó que el Juez jamás utilizó sus servicios, y que solo en una oportunidad se detuvo para hablarle. Recordó Benito que fue el día, en que la esposa no vidente del magistrado falleció. Contó que colocó la mano derecha sobre su hombro y le dijo textualmente: “Me gusta analizar, profundizar, sentir las palabras. Dejarlas flotar por estas calles codiciosas de sonidos, hasta que de tanto hurgar en posibles encrucijadas, acabo en el laberinto que estructura la gente, y entonces, aparecen los vericuetos. Cuándo redescubro la vía impura del retorno, vuelvo a reposar otra vez irresponsable, como una mancha negra inerte, sin sentido, sobre el blanco de las páginas abiertas que yacen en la mesa de mi despacho, frente a mi vista cansada. Luego sobreviene lo más sencillo, pero a la vez, lo más doloroso. Volver a la realidad”.
Benito explicó al reportero, que retuvo sin dificultad la frase, creyendo que tendría que repetirla a un destinatario. No fue así, el Dr. Larrondo le explicó que no era un mensaje, que:” es solo la confesión de un viejo Juez que ha perdido al ser vivo más cercano, invadido desde hace años por la penumbra”.
Entonces- manifestó Benito- enroscó con varias vueltas su chalina en el cuello, aplastó su sombrero de ala ancha contra la frente y con el rostro atribulado tomó las coordenadas hacia los tribunales.
La frase dicha por el magistrado a Benito, conmovió al movilero. El doctor Larrondo era el hombre, que en un tiempo más, tendría que expedirse sobre la responsabilidad, culpabilidad o inocencia de los imputados en el suceso sufrido por Virginia.
El periodista, olfateó, que aquel enunciado arrancado al mensajero, atesoraba una historia. A su pedido, el juez aceptó que lo entrevistara en su residencia, con la condición de no referirse al caso judicial. Pactaron que el reportaje comprendería al hombre, la opinión pública conocería la vida cotidiana de un ser, que por azar para unos, o por esos vectores que confluyen en un punto, para otros, tuvo entre sus manos, un dictamen capaz de fragmentar el pasado, en un antes y un después.
El exterior de la casa del Doctor Larrondo, no era imponente. Apenas un chalet revestido con piedra laja y un jardín pequeño en el frente. El reportero tocó el timbre, y casi inmediatamente, escuchó como Giraba la llave en el cerrojo. Se abrió la puerta muy lentamente, esperó algo inusual, pero nada sucedió. Las cosas aparentaban encontrarse en su sitio.
Sí, lo sorprendieron aquellas paredes atestadas de cuadros, que en diversos tamaños, solo enmarcaban telas totalmente blancas.
El juez era un hombre corpulento a pesar de sus años, su rostro no lucía arrugas. Recibió al periodista y a su cameraman con un saludo frío, se lo presentía incómodo. Sus ojos celestes, asomaban muy pequeños resguardados detrás de unos lentes muy gruesos. Con tono desconfiado pronunció las primeras palabras:
-No estoy acostumbrado a recibir gente en casa y mucho menos a personas de la prensa.

Los invitó a sentarse en unos sillones en el living y luego confesó:
-Lo siento, pero van a tener que disculpar mi timidez, creo que ella va a conspirar con el feliz término de este reportaje.

Un chasqueo de dedos, fue la señal para que el cameraman comience a filmar. Las luces fuertes turbaron por un momento al juez, y sobre todo la pregunta inesperada:
- Todos sus cuadros son telas blancas ¿Cual es el significado?

Tratando de armar la respuesta el hombre balbuceó:
-Es una historia muy larga y no sé si viene a cuento.

El entrevistador insistió. El magistrado trató de relajarse como cuando pensaba en una sentencia ajustada a derecho:
-Mi finada mujer fue una amante de los cuadros, su familia que poseía grandes extensiones de campo en la zona gozaba de una holgada fortuna. Gracias a ella mi esposa, aún soltera, se dio el gusto de comprar grandes firmas en el país y en el extranjero. Llegó a formar una de las pinacotecas más prestigiosas de la provincia.
Cuando nos casamos, mudó todos sus cuadros a esta casa sencilla, que por otra parte, es lo único que mi sueldo a lo largo de la carrera judicial pudo adquirir. Ella misma les fue encontrando sitio en las distintas habitaciones. Como pudo, por la falta de espacio, ordenó las pinturas, clasificadas por autor, por época, por estilo etc. etc.
La recuerdo todavía en los primeros meses de matrimonio, deteniéndose feliz frente a cada obra de arte, las observaba conteniendo el aire, luego exhalaba un sonoro suspiro que se desvanecía descendiendo como un degradé.
Un día, tomándome por el brazo, actitud inesperada en ella, me hizo prometerle que pasara lo que pasara, jamás vendería una de las pinturas. Si bien me sorprendí, la tranquilicé con mi respuesta afirmativa. Fue una promesa que en ese momento no pensé que no podría cumplir.
Yo gozaba diariamente porque sentía que mirando aquellos cuadros, ella se llenaba de colores. Veía, y no le exagero un ápice muchacho, como se le impregnaban aquellas expresiones llenándola de vida. Pero esas imágenes, como las promesas y la vida misma, no son inmóviles, ni eternas.
Mi mujer paulatinamente pero sin pausa empezó a perder la visión. Se extinguía la llama en el cabo de la vela. En pocos años quedó totalmente ciega. Para indagar sobre las causas de su enfermedad y su mejor cura, mi orgullo, no me permitió aceptar un solo céntimo de sus familiares.
En esos años yo era ayudante del fiscal en un juzgado penal, fue así como conocí a “pincelito”, acusado de falsificar cuadros. El hombre era un verdadero artista, copiaba a la perfección cualquier trazo y también lograba los mismos colores. Fue preso porque lo denunció un galerista con el que no se puso de acuerdo en el precio.
Recuerdo que para probar, primero le llevé la fotografía de un cuadro pequeño y sus medidas. Pincelito vivía en la pieza del fondo de un inquilinato, el moblaje era una cama turca sin colchón, cubierta de diarios y una desvencijada silla de paja, en la cual con mucho cuidado me senté.
Me sinceré, me pareció que lo conmoví. Me pidió que le deje lo necesario para unas telas y pinturas. Al día siguiente nos encontramos en la plaza y me entregó esa naturaleza muerta junto a la foto de origen. De esa forma empecé a vender los cuadros verdaderos de mi esposa y a reemplazarlos por irreprochables falsificaciones, engaño que surtió efecto, debido a su vista deteriorada.
Con el dinero obtenido viajamos por el mundo para estudiar su mal con grandes especialistas. Cada día las esperanzas se achicaban y los cuadros verdaderos también perdían valor en los remates, debido a una fuerte depresión.
Una mañana desayunando en casa, tomé conciencia que la lucha fue inútil, mi esposa absolutamente ciega me pedía que la acercara a sus cuadros para tocar sus marcos.
Para recuperar algunos ahorros, desde ese día, obtuve algunos pesos por las falsificaciones y las reemplacé por telas blancas colocadas en los mismos marcos.
Poco tiempo después, en su lecho de muerte, la mujer que elegí como compañera me volvió a sorprender. Me dijo: “gracias, siempre amé los paisajes blancos”

El periodista, emocionado, con lágrimas en sus mejillas se confundió en un abrazo con el doctor Larrondo y se despidió. Los titulares anunciando la próxima emisión de la entrevista, comenzaron a difundirse como flashes anticipatorios por todo el multimedia:
 “Como el sueldo de ayudante de fiscal no le alcanzaba, el actual Juez Larrondo traficaba cuadros”.
“Probado por nuestro equipo de investigación: El Juez Larrondo, responsable de juzgar a quiénes provocaron la tragedia de Virginia fue el mentor de una asociación ilícita”.

 “No se lo pierda. El mismo Juez nos contó en exclusiva como estafaba a su esposa para dilapidar su fortuna y la de su familia, viajando por el mundo”.

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