sábado, 24 de agosto de 2013

Capítulo de novela

"Siempre que llovió..."
           Capítulo XXXI
Obra inaudita e inédita de Eduardo Wolfson



“El fiscal general de la localidad tiene un buen pasar”, acostumbraban a decir las señoras mientras chismoseaban en sus respectivos círculos.
 Llegó a ese cargo por vinculaciones políticas y por sucesivos pactos, hechos casi siempre en la madrugada, entre los políticos oficiales y los de la oposición.
Nació en la ciudad, en el seno de una familia de comerciantes, la que logró acumular una fortuna interesante gracias a la inflación, y merced, al amontonamiento de mercaderías obtenidas con créditos blandos.
Sus estudios universitarios los realizó en la facultad de Derecho de Buenos Aires. Por ese tiempo, se alojó en un departamento que sus padres adquirieron en la capital.
Pasados unos cuantos años y con el título flamante, decidió volver a la tierra natal, en la cual no llegó a estrenar el estudio que sus progenitores le dispusieron. Allí quedó para el recuerdo una biblioteca, conteniendo una colección completa de jurisprudencia, tratados de Derecho Internacional, Códigos procesales de cada rama y por supuesto, libros jurídicos comentados y anotados por letrados de primer orden. En la puerta, la chapa dorada con su nombre precedido por el “Dr.” y en la parte inferior, en relieve, la palabra “abogado”.
En realidad, el fiscal nunca fue muy apegado al estudio y mucho menos, a la interpretación del derecho. Su carrera, más precisamente, fue el resultado de la inercia y de poseer una buena memoria. El descuido por cultivar su inteligencia y la ausencia de una preparación sólida, se equilibraban con rasgos definidos de su personalidad, como su facilidad de orador, palabras puestas en circulación a través de una voz bien modulada y atrayente, capaz de volver magistral cualquier mensaje mediocre.
En los comentideros de damas de la ciudad, el fiscal era tema habitual, se hablaba de su estampa, de su cuerpo atlético todo el año tostado, y además, de su vestimenta impecable, compuesta por una variada cantidad de conjuntos, ambos y trajes importados, que el profesional siempre lucía acompañados por accesorios al tono realzando su congénita elegancia. Como muestra, bastaría nombrar una colección interminable de corbatas confeccionadas en seda natural, las había lisas, estampadas, bordadas a mano y jamás, recordaban las señoras de los comentideros, haberlo visto repetir la postura de alguna.
Si bien, todas las cuestiones concurrían a la vida del fiscal armoniosamente, en su fuero interno, rondaba una insatisfacción casi crónica. Sabía que algo conspiraba, para no permitirle cristalizar efectivamente su felicidad.
Cuándo las corrientes políticas mayoritarias decidieron elegirlo como representante del Ministerio público, quedó tácitamente comprendido, que jamás intentaría acusar, investigar o pedir condena, desde su cargo, a persona alguna o allegada, que haya participado positivamente en su designación. Este acuerdo no escrito, acotaba en forma tajante el desarrollo de su función, ya que todo expediente, en el cual se olfateaba un ilícito, siempre figuraba un representante, un familiar o un amigo, de aquellos que apadrinaron su cargo, por lo tanto, el fiscal sin más remedio archivaba la carpeta, resignando resaltar su prestigio, como hombre de ley incorruptible y necesario, para que en aquella sociedad reine la justicia.
Enterado del evento, que involucró por un lado a esa Virginia diminuta, despojada y desposeída, rodeada de ignorancia e impotencia para defender sus derechos, y por el otro, nada más ni nada menos que a la empresa privada de ferrocarriles, el fiscal sintió por primera vez un entusiasmo verdadero. Estaba en condiciones de acusar al feroz Goliat, sin temor a lastimar con ello, la reputación de ningún personaje de la ciudad. Percibió que el momento había llegado, comprendió que era ahora o nunca, experimentó, por primera vez desde que tomó el cargo público, seguridad en su cuerpo y en sus actos. Seguridad capaz de disipar cualquier nube de temor, de movilizarlo sin reparar en errores. Sintió crecer una nueva fuerza, que en el horizonte y a sus pies, lo extendía en una llanura majestuosa, sin obstáculos, colmada por un césped afectuoso que lo invitaba a retozar en él.
Sabía que para lograr resultados era necesario construir una batería perfecta.  Que no se trataba de cualquier reo, se enfrentaba a uno muy poderoso, dueño de una legión de defensores con reputación internacional, llenos de artilugios y estrategias no siempre santas, compradores de testigos, propietarios de prensa amarilla
Así que el fiscal puso manos a la obra. Reunió a sus colaboradores, todos ellos abogados que no poseían prosapia, ni padrinazgos. Con mucha firmeza en la voz dijo:
-acusaremos penalmente a los ferrocarriles.

Los que escucharon se sorprendieron, conocían a su jefe y sabían “como arrugaba”, cada vez que depositaban en sus manos alguna carpeta de menor valía.


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