viernes, 19 de junio de 2015

Fuera de temporada



 Un relato perdido en las recuperaciones


El micro se detuvo en la madrugada, a ambos lados de la ruta se veía campo. No quedaban pasajeros, era el único. El chofer, una presencia fantasmal encogida de hombros. Descendí, me sostuve en el paisaje mientras el ómnibus se desdibujaba. Después llegó el silencio, calladito el silencio. Sin embargo, mudo me envolvía. Tuve ocasiones parecidas, pero en ellas el silencio traía un mensaje. Sin temor a equivocarme, estoy seguro que en esta oportunidad, él fue el mensaje. Caminé hacia el este, avancé por los surcos de un campo cosechado. Niebla y rocío me escoltaron. Pensaba que muy pronto, la mañana me toparía con los medanos, y luego llegaría el rugido del mar. Traté de recrear el paisaje estival que había conocido seis meses atrás, ansiaba reencontrarme con la piba que pasó días y noches junto a mí, a principios de ese año en la villa balnearia. No podía recordar su nombre. Inundado por el alcohol, las cosas que me importaban flotaban en el etilismo. Puede ser que no supiese su nombre, o que no me lo haya dicho.

 Convencido que el cambio de estación lo muda todo, creí posible rescatar aquella historia perdida, de la época que mi inconciente nadaba en un tonel de vino. Vana ilusión de un ebrio acariciándose con el delirium tremens. La calle principal de la villa me atacó vacía, sin embargo el viento marino abrazaba mi campera. Di varias vueltas al echarpe y descendí hasta mis orejas el gorro de lana.  

Me desplomé sobre una tarima de madera, balcón de una confitería cerrada. Casi derrotado pero sobrio, cosa que no tengo muy clara como ocurrió, ya que sucedió durante el mareo de la embriaguez, me acurruqué debajo del alero de la entrada. En posición fetal la descubrí, froté mis ojos miopes como tratando de sacar la trama cuadriculada que solo yo veo. Cruzando la avenida estaba, lucía el mismo jean que las tinieblas me permitían recordar y una cabellera lacia que cubría su espalda. Mis huesos entumecidos no respondían mis ordenes, las de enderezarme como un atleta por ejemplo, realizar una corrida y alcanzarla, mostrándole una sonrisa llena de dientes blancos, unos labios enrojecidos, brillosos por la humedad del paseo de la lengua, y la misma lengua recibida por su boca, deseosa de mi cuerpo. Mis huesos entumecidos, doloridos me desobedecieron, y sin fuerzas para colocarlos en su carril, me preparé para gritar su nombre, y entonces sí, ella correría hacia mí, apasionada, y me abrigaría en su aldea yerma. Pero recordé que no sabía su nombre, o que lo había olvidado. Recordé que no recordaba. No pude evitar entonces que un paquete de impotencia se coloque en mi garganta. Un velo marino se elevó desde la calle, parecían vagones deformes de tren huyendo hacia la salida del pueblo. La formación se convirtió en una frontera provisoria, distanciando mi visual del escaparate que ella miraba tan atenta. Al desaparecer la bruma solo pude volver a ver el escaparate vacío, ella se había marchado.

Tristeza y alegría me penetraron al unísono, una vez más la había perdido, cierto, pero tenía la certeza que caminaba por esas calles solitarias fuera de temporada. Como un ovillo, agazapado en el marco de la puerta y afiebrado cerré los ojos, creo que fueron segundos o años, la calentura no le daba permiso a mi razón para tener certezas. Cuando los abrí, creí que había retornado. Allí, junto al vidrio del escaparate me impactó parte de su espalda descubierta, lechosa, con algunas marcas casi tiza. Su pelo lacio convertido en rodete derivó de un pelirrojo cobrizo a un zanahoria. Sus piernas habían desaparecido en un par de borceguíes como los que se usan en la guerra. Una cuota de lucidez me llevó a preguntarme por lo sucedido entre el verano y este invierno. ¿Sería posible que una villa se suicidara? Temblando, no sé si por fiebre o por miedo, supe que ella conocía mi presencia, y que por eso siempre miraba la vidriera dándome la espalda. Sus cambios eran solo un juego para desorientarme, una piñata de cumpleaños desde la que arrojaba sus personalidades para agasajarme. Una copa me hubiese afirmado, el silencio me prohibió gemir, entre la petaca y yo se instaló el dolor. Mis ojos exigían una imagen límpida, pero la arenilla avanzaba sobre los médanos sin obstáculos, dueña de la villa sin hombres. No sé si fue distracción, pero ella desapareció una vez más y yo no me di cuenta. El escaparate quedó otra vez vacío. Me dije que el sueño no me vencería, sabía que iba a volver, y quería verla. Sin embargo sentí la tersura de su piel, aquellos baños desnudos en el mar, siguiendo el camino que nos marcaba la luna llena. El delirio no dejó que la viera llegar, pero ahí estaba junto al escaparate. Sabía que era ella, aunque un gorro de lana le cubría la cabeza. El vidrio jugaba como espejo, y mostró que la capucha no tenía orificio para los ojos. Su cuerpo desprovisto de prendas continuaba blanco y tiza.

El silencio se perpetuaba calladito y la enfermera con su índice y anular amordazaba mis labios. Una llovizna se agazapaba detrás, hasta que saqueó su cofia, entonces dejó de auxiliarme o secuestrarme, y corrió raudamente detrás del gorro blanco, o de la cruz roja. Era la misma que en la clínica me obligaba a formar fila, tomaba la pastilla y un velo negro me cubría.

Acalambrando mi pena llegó un espejismo que me cerraba la herida, un aire tibio me acarició permitiendo que me levantara. Entonces la busqué para alcanzarla, pero encontré el escaparate nuevamente vacío. Volví al sitio de observación a esperar su retorno, proponiéndome que ese tiempo, el que fuese, pasarlo con la ilusión de un feriado largo.
Sentado otra vez en el piso de madera, mascando sus astillas, solté una carcajada muda, alegrándome de la ausencia de gente, pensaba sobre todo en los turistas tan molestos y desconfiados, que por su propia frivolidad, me podían tomar por un secuestrador de vírgenes.

Era invierno, los vientos y las brisas paseaban a sus anchas por la villa, en cambio en verano, la Secretaría de Turismo los obliga a esquivar a los forasteros. Soy libre y a pesar de mi delirio pude ver al sol transformarse en una bola de fuego y desplomarse detrás de la ruta, convertido en píldora. El pobre astro deseaba llamar mi atención desconociendo que ese verano, junto a ella, nos sobrecogimos enamorados cuando caía una estrella. Me propuse esperar su regreso, aunque el viento deje frío y el saqueo sequía, y las siete trompetas del Apocalipsis no suenen por imperio del silencio de facto.

Mirando el escaparate vacío otra vez ella, sin jean, sin borceguíes, sin pelo lacio, sin capucha. Se presentaba calva y desnuda. Crucé para que no escape. Al querer reflejarme en sus ojos hallé dos cuencos vacíos insertos en un maniquí.
                                                                                              Eduardo Wolfson                   










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