sábado, 27 de junio de 2015

¡Sí!...quiero.

 Por Eduardo Wolfson


Caminaban alrededor de la plaza, como la mayoría de los enamorados lo hacía habitualmente en los atardeceres pueblerinos. Ellos daban cuatro vueltas exactas. Como otros, ocupaban algún banco debajo de un árbol frondoso, a diferencia de los otros, era siempre el mismo banco. Se contemplaban durante quince minutos, ni uno más ni uno menos. Benito, consensuó con Norma, que ese era el tiempo socialmente necesario para experimentar el placer que proporcionaba el amor, sin ejercerlo. Los otros aguardaban la sombra protectora de la noche, para que sus manos inquietas, puedan hurgar con cierta tranquilidad debajo de los vestidos, dentro de las braguetas, y adquirir un adelanto de esas formas impactantes productoras de taquicardia y ansiedad, con la esperanza, que aquel conocimiento táctil concluyera alguna vez  con luz. Benito y Norma, en cambio, se despedían en la entrada de la casa de la novia, con un beso en la frente por parte de él y un suspiro de ella, en el cual esfumaba siempre la misma frase: “he pasado una tarde maravillosa”.

Benito estudiaba geografía. Algunos intuían que su elección, respondía a que era la forma de conocer el mundo, sin moverse de su sitio. Pero él, no se cansaba de repetir que su compromiso era el fruto de su atracción por la regularidad contenida en los mapas de isobaras e isotermas.

Norma, asintió ser novia de Benito un sábado de invierno después del pedido formal. Ambos ocupaban la mesa de una confitería desolada, cuando a las 15 hs. tuvo lugar la declaración. En ese mismo acto, Benito entregó a Norma el duplicado de un escrito con los compromisos que a partir de aquella fecha contraían. En la primera acción, rozaron las palmas de sus manos. A la futura esposa, según sus biógrafos, se le ruborizó las mejillas, en cambio, Benito se vio impedido de dibujar la sonrisa muchas veces ensayada para ese momento, debido a su estreñimiento pertinaz, que si bien era una molestia constante, en las horas álgidas se tornaba insoportable. Presa de un temperamento irreparable, para explicar su actitud incierta, solo atinó a señalar a su compañera el cuarto ítem del capítulo, titulado: “Virtudes y defectos del futuro cónyuge”. Norma asombrada, observó el rostro crispado de Benito, sus dientes apretados, la piel más amarilla que de costumbre resaltando la transparencia en sus pómulos y escondiendo sus pupilas negras en fosas sin párpados. Bajó la vista y leyó en voz alta: “Benito Casafuentes Terrada, declara que es un hombre saludable y viril. Pero que a pesar de dichas cualidades no puede superar una constipación que acarrea desde los días de su infancia, provocándole un humor estructuralmente desagradable, siempre en algún momento del día”.

La palidez de Norma ocultó su turbación. Pensó que aquel hombre que sería su esposo, creería que su mudez reflejaba la expresión de su desazón. Pero no se trataba de disgusto o mortificación por lo que acababa de conocer. En realidad, sus palabras ausentes eran la contra cara de la vergüenza. Su intención era consolar a Benito, indicarle que su dolencia no significaba nada para la relación que estaban construyendo, pero su recato le impedía encarar con franqueza, sin el riesgo de caer en la indecencia, aquella dolencia, que tenía su origen en la profundidad del ser que amaba, pero que recién conocía. Si se hubiese tratado de un sarpullido pensó, algo superficial, no dudaría en bordar sus oraciones con capullos que disuelvan nubes dejando un cielo diáfano para los tiempos venideros. Pero lo escrito no dejaba dudas: era constipación severa. Norma se preguntaba, ¿cómo hablar del hecho sin nombrar los intestinos del novio nuevo? ¿Cómo referirse al tema, sin aludir directamente al estorbo de las evacuaciones del vientre? Sentía que todavía era muy pronto para tener la confianza de interrogar acerca del régimen normal de comidas, de la densidad de la materia fecal, de la falta de dilatación anal, y mucho menos, ponerse a analizar los posibles métodos artificiales, necesarios cuando los naturales fallan.

A pesar de todo, Norma se recompuso. Contuvo entre sus manos una de Benito, y suavemente acotó: “cuando mañana nos encontremos, yo te daré por escrito mis virtudes y defectos, así respondo a tu sinceridad con el mismo calibre”.

Benito ansioso, esperó a Norma a la salida de su trabajo. Ella enseñaba dactilografía en una academia superior de secretariado. El muchacho era un manojo de huesos largos y frágiles, envueltos en una piel olivácea, que deslucía un traje gris de confección. La vio descender las escaleras con otras profesoras del instituto. A él le gustaba la forma de vestir de Norma. A pesar del verano, usaba polleras medio acampanadas y largas más allá de la pantorrilla, que acompañaba con medias blancas y un par de zapatos modelo Guillermina. Cubría su torso con una blusa negra de mangas largas. Faltando dos escalones para el encuentro, Benito le extendió su mano derecha atrayéndola suavemente. Norma devolvió su gentileza con una gran sonrisa. Después llegó el beso en la frente de ella, y más tarde, un sitio apartado en la confitería, pero a la vista de todos. Debajo de la mesa y cubiertos por el mantel, el ropaje de ambos, a la altura de las rodillas se rozó, encendiendo una llamarada en sus rostros. Norma extrajo de su maletín una pequeña carpeta de cartulina color verde mar y se la extendió. Benito pudo visualizar el título: “Virtudes y defectos de Norma Montemayor”. Antes de abrirla, miró el rostro de su compañera, cuyos ojos cobraron un brillo inesperado, observó que sus labios se encastraban descargando con nitidez una línea medio violácea. Disimulando su impaciencia, abrió lo más lentamente que pudo el documento y leyó con la vista:
“declaro que soy una mujer saludable y de piel muy blanca. Pero que a pesar de dichas cualidades no puedo superar la pelambre negra que ataca mi cuerpo desde los días de mi infancia. Por haber apelado a los más disímiles tratamientos, hoy me cubre una mata cortante como alambre de púas, que me provoca un humor estructuralmente doloroso, sobre todo en el baño diario”.

Con la cabeza gacha, sin expresar emoción alguna, Benito introdujo la carpeta en su portafolio. Al enfrentarse nuevamente con la mujer elegida, notó que las mejillas de esta habían enrojecido. Permaneció callado, en realidad trataba de que su aspecto no delatase el advenimiento de los síntomas trágicos de la constipación. Norma, interpretó la actitud de su compañero como un rechazo a su confesión impresa. Con lágrimas asomándose ya a sus ojos, huyó hacia el baño.

La primera angustia, debida a un mal entendido, fue desapareciendo como arena entre los dedos. Benito esperó a Norma, al día siguiente a la salida de la academia, con un conjunto de rosas amarillas. Así comenzaron a concretar aquel diseño previo para desplegar sus vidas en pareja.

A pesar de sus estrechos ingresos, pudieron alquilar un pequeño departamento con patio. Adquirieron en cuotas, muebles sencillos y convencionales. Para el dormitorio, según lo estipulado previamente, eligieron dos camas de una plaza y una mesa de luz para separarlas. No hubo fiesta de casamiento y tampoco luna de miel, pero sí la ceremonia religiosa en la mismísima catedral. Norma, para la ocasión, se cubrió con un vestido enterizo que junto a varias enaguas subterráneas, cubría desde su cuello, el resto de su anatomía. Benito la acompañó con un chaquete alquilado.

Los primeros meses del matrimonio transcurrieron según lo descrito en los escritos asumidos. En las mañanas hábiles, después de un desayuno en el cual prevalecían bizcochos con harinas de salvado y frutas de estación, Norma partía hacia su trabajo, y Benito ocupaba el baño, para meditar en soledad y ahuyentar, de ser posible, su singular éxtasis fecal. Frecuentemente, en esta instancia, frente al espejo profería un aullido que se apagaba, cuando su cuerpo frágil, apoyaba la piel gastada de sus nalgas doloridas sobre el inodoro. Luego concentraba sus pocas fuerzas para aguzar los movimientos peristálticos, y cumplir con las progresiones del contenido gástrico e intestinal hasta la expulsión por su diminuto orificio anal. Más tarde, si sus esfuerzos eran compensados con un resultado positivo, lo cual no siempre ocurría, se recuperaba escuchando una grabación de la oda a la alegría y jugando un solitario juego de damas. Todas estas ceremonias, eran ejecutadas rigurosamente hasta llegar el mediodía. Su almuerzo, consistía en una alternancia de ensaladas condimentadas únicamente con aceite de ricino.

Fue el primer viernes santo, el que trastocó la rutina. Norma quiso aprovechar el feriado para enrubiar sus pelos, que como lianas selváticas, se expandían por toda su anatomía. Para lograr su objetivo, la muchacha, compró con anterioridad varios paquetes de amoníaco, y el doble de agua oxigenada. Se proponía mezclar en esas cantidades las sustancias, respondiendo a una tradicional formula para aclarar bellos. Benito, sin reparar en el feriado, se posesionó del baño en la forma habitual. En el patio, Norma con un pincel, embadurnó brazos, piernas y tórax con la sustancia cosmética, y utilizando un rodillo, también cubrió con ella su espalda.

Benito, ya había aullado en el espejo, y sin ofrecer resistencia, su cuerpo deslucido cayó sobre el inodoro. Norma, mientras tanto, embadurnada con la misteriosa mezcla, debía permanecer como una estatua durante quince minutos bajo el sol. Benito se percató de la cercanía del primer movimiento peristáltico de sus intestinos. Si bien pasó casi desapercibido, una mueca placentera se dibujó en sus labios, intuyendo que el principio suave de la acción,  anunciaba un desenlace estridente. A Norma, no la asombró sentir la primera picazón, fue advertida de que eso sucedería. La recibió con la entereza propia de su género. Benito aguardó en silencio absoluto la presentación del segundo movimiento, tenía perfecta conciencia, de que el suyo, era un estreñimiento esencial, que de tanta convivencia terminó por convertirse en una compañía fiel. Cuando advertía a su alrededor otras vidas insaciables como barriles sin fondo, experimentaba que aquella compañía se convertía en genuino orgullo. Norma inmóvil miraba su reloj, habían transcurrido diez minutos, en cinco más tendría que correr hacia la ducha y enjuagarse con agua caliente, para evitar las erupciones lacerantes, que en ese tiempo, corporizaba la sustancia a la piel. Benito, concentrado en su tarea, logró una primera tensión de su musculatura para colaborar con las contracciones futuras que presentía. Norma comenzó a girar lentamente, un poco para tratar de disimular el picor, y otro para que el sol no deje de rozar ningún punto de su cuerpo. Benito intentaba distraerse para no considerar el advenimiento de los espasmos intestinales. Pensaba en la influencia de su inhibición psíquica frente a la necesidad perentoria de defecar. Se consolaba, sosteniendo que su perturbación, no era otra cosa que un gesto de civilización en relación a las convenciones sociales. El reloj de Norma marcó tiempo cumplido. Cada minuto le pareció un siglo transcurrido. Le costó mover las piernas y lograr un paso rápido. Benito sufría, pero al mismo tiempo se deleitaba, sintiendo la progresión lenta de su contenido intestinal con destino al orificio expulsor. Norma desnuda, embadurnada y ardida, prácticamente se estrelló contra la puerta del baño. Benito acusó la onda expansiva del estallido en pleno proceso y se desconcentró. Norma, con sus manos, golpeó con intensidad la puerta, mientras observaba en sus brazos la aparición de pequeñas vesículas en erupción. Benito, sorprendido, sintió que la dirección de su onda contráctil se había invertido. Norma gritó el nombre de su esposo inundándolo en su propio llanto. Benito no contestó al ruego, ya que el interrumpido progreso de sus retortijones le provocó un dolor paralizante. Norma en cambio, conmovida por el crecimiento de ojos de volcán sobre su pelambre, ahora rubia, emitió la primera palabra insultante: “¡Constipado!”, gritó. Benito, aturdido por el cambio súbito de su rutina no pudo reaccionar. Norma, aterrorizada porque sabía tapados sus poros de excreción de las glándulas sudoríparas gimió un segundo insulto: ¡”Estreñido!”. Benito abrió su boca, pero no para contestar. Advirtió que su desconcentración, no solo causó dolor y cambio de recorrido en sus contenidos. Ahora se encontraba en presencia del advenimiento del vómito. Norma, ante la falta de respuesta y temiendo por la salud de su termo dispersión física, rasgando con sus uñas la puerta, casi exigiendo misericordia le salió su tercer improperio: “¡Obstruido!”. Benito intentó tapar con papel higiénico sus emisiones espontáneas, pero los vapores del amoníaco no le permitieron completar la tarea. Vomitó una vez más. Norma, desesperada, observó y sintió la transformación de su cuerpo. Entre la mata de pelo aparecieron claros de regiones tumefactas. No supo de donde sacó fuerzas para completar el alarido: ¡”Retrasado!”. Benito, hecho un ovillo sobre el papel que ocultaba en parte sus inesperadas expulsiones trató de responder, pero sus maxilares extenuados, frente al paisaje que ofrecía ese aparato digestivo, desorientado primero, y estancado luego, no le dejaron fuerza para la modulación. Norma se percató de que nuevas formaciones invadían sus miembros y su rostro, originados, tal vez en sus conductos excretores de sebo, pensó. Se sintió un monstruo, entonces berreó: “¡Taponado!.. Abrí”. Benito, no hallaba consolación para su estado. Se sabía una piltrafa, pero el insulto de su compañera lo indignó, hasta tal punto que sintió crecer en su laringe un conjunto de sonidos acumulados desde hace rato, que músculos propios y extraños expandieron, entonces bramó :
                       “¡Peluda!”.

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